La granjera llamó a Madeleine y ellos volvieron a la casa. Pasaron unos días. Seguían sin llegar noticias de Benoît, pero Jean-Marie no tardó en recibir carta de sus padres, que también le enviaban dinero. No había vuelto a encontrarse a solas con Madeleine. Estaba claro que los vigilaban. Se despidió de toda la familia, reunida en el umbral de la puerta. Era un día lluvioso, el primero desde hacía semanas; un viento frío soplaba desde las colinas. Cuando Jean-Marie se marchó, la granjera volvió a entrar en la casa, pero las dos chicas se quedaron en la puerta largo rato, escuchando el ruido de la carreta en el camino.
– ¡Bueno, ya iba siendo hora! -exclamó Cécile, como si hubiera retenido largamente y con esfuerzo un torrente de palabras furiosas-. Por fin podremos conseguir que trabajes un poco. últimamente estabas en la luna, me lo dejabas todo a mí…
– ¡Mira quién fue a hablar! Si lo único que has hecho ha sido coser y mirarte en el espejo… Ayer fui yo quien tuvo que ordeñar las vacas, cuando te tocaba a ti -se encendió Madeleine.
– ¿Y a mí qué me cuentas? Fue mamá quien te lo mandó.
– Me lo mandó mamá, pero no creas que no sé quién fue a calentarle la cabeza.
– ¡Bah, piensa lo que quieras!
– ¡Hipócrita!
– ¡Desvergonzada! Y querías ser monja…
– ¡Como si tú no le hubieras ido detrás! Lo que pasa es que él no te hacía ni caso…
– ¿Y a ti sí? Claro, por eso se ha ido y no volverás a verlo…
Por unos instantes las dos hermanas, rabiosas, se miraron echando chispas por los ojos. Luego, una expresión dulce y sorprendida suavizó el rostro de Madeleine.
– ¡Vamos, Cécile! Siempre hemos sido como hermanas… Nunca nos habíamos peleado así… ¡Venga, no merece la pena! Al final no ha sido ni para ti ni para mí. -Madeleine le echó los brazos al cuello, pues Cécile se había puesto a llorar-. Ya está, ¡ea!, ya está… Sécate los ojos. Tu madre verá que has llorado.
– Mamá… no dice nada, pero lo sabe todo.
Las hermanas se separaron; una fue hacia el establo y la otra entró en la casa. Era lunes, día de colada; apenas les dio tiempo a intercambiar un par de frases, pero sus miradas y sonrisas decían que ya se habían reconciliado. El viento arrastraba el humo de la colada hacia el cobertizo. Era uno de esos días tormentosos y oscuros en que se perciben los primeros soplos del otoño en el corazón de agosto. Mientras enjabonaba, escurría y aclaraba, Madeleine no tenía tiempo para cavilaciones y podía adormecer su dolor. Cuando alzaba los ojos, veía el cielo gris y los árboles zarandeados por el viento.
– Es como si hubiera acabado el verano -dijo en cierto momento.
– Mejor. Maldito verano… -gruñó su madre con un dejo de rencor.
Madeleine la miró sorprendida, pero luego se acordó de la guerra, del éxodo, de la ausencia de Benoît, de la desdicha universal, de los que continuaban combatiendo lejos de allí y de los que habían muerto, y siguió trabajando en silencio.
Esa noche, cuando acababa de encerrar a las gallinas y cruzaba el patio corriendo bajo el aguacero, vio a un hombre que se acercaba por el camino a grandes zancadas. El corazón le dio un vuelco; pensó que Jean-Marie había vuelto. Presa de una alegría salvaje, corrió hacia él, pero, cuando estaba a unos pasos, ahogó un grito.
– ¿Benoît?
– Pues sí, soy yo -respondió el hombre.
– Pero ¿cómo…? ¡Qué contenta se va a poner tu madre! Entonces… ¿estás bien? Teníamos tanto miedo de que te hubieran hecho prisionero…
Él rió en silencio. Era un chico alto, de rostro ancho y moreno y ojos claros y francos.
– He estado prisionero, pero poco tiempo.
– ¿Te escapaste?
– Sí.
– ¿Cómo?
– Pues… con unos compañeros.
De pronto, mientras lo miraba, Madeleine volvió a sentir su timidez de campesina, aquella capacidad de sufrir y amar en silencio que Jean-Marie le había hecho perder. Dejó de interrogar a Benoît y se limitó a caminar en silencio junto a él.
– ¿Y aquí? ¿Todo bien? -preguntó el joven.
– Todo bien.
– ¿Ninguna novedad?
– No, nada -murmuró ella y, adelantándose, subió los tres peldaños de la cocina y gritó-: ¡Venga corriendo, madre! ¡El Benoît ha vuelto!
El invierno anterior -el primero de la guerra- había sido largo y duro. Pero ¿qué decir del de 1940-1941? El frío y la nieve empezaron a finales de noviembre. Los copos caían sobre las casas bombardeadas, sobre los puentes a medio reconstruir, sobre las calles de París, por las que ya no circulaban coches ni autobuses, por las que caminaban mujeres con abrigos de pieles y capuchas de lana, mientras otras tiritaban haciendo cola ante las tiendas; caían sobre las vías del tren, sobre los hilos del telégrafo, que se doblaban bajo su peso y a veces se partían, sobre los uniformes verdes de los soldados alemanes ante las puertas de los cuarteles, sobre los estandartes rojos con la cruz gamada en las fachadas de los edificios públicos. En las gélidas viviendas, la nieve difundía una luz pálida y lúgubre que aumentaba aún más la sensación de frío e incomodidad. En los hogares humildes, los ancianos y los niños pasaban semanas enteras en la cama, el único sitio donde se podía entrar en calor.
Ese invierno, la terraza de los Corte estaba cubierta por una espesa capa de nieve que servía para enfriar el champán. Gabriel escribía junto a un fuego de leña que no conseguía sustituir el añorado calor de los radiadores. Tenía la nariz morada y casi lloraba de frío. Con una mano se apretaba contra el pecho una bolsa de agua caliente y con la otra escribía.
En Navidades, el frío arreció; los pasillos del metro eran el único sitio donde daba un poco de cuartel. Y la nieve seguía cayendo, inexorable, silenciosa y tenaz, sobre los árboles del bulevar Delessert, al que habían regresado los Péricand, porque pertenecían a ese sector de la alta burguesía francesa que prefiere ver a sus hijos privados de pan antes que de títulos, y de ninguna manera podían permitir que se interrumpieran los estudios de Hubert, tan comprometidos ya por los acontecimientos del verano anterior, ni los de Bernard, que acababa de cumplir ocho años, había olvidado todo lo aprendido antes del éxodo y volvía a recitar ante su madre: «La tierra es una bola redonda que no descansa sobre nada», como si en lugar de ocho sólo tuviera siete (¡desastroso!).
Los copos de nieve salpicaban el velo de luto de la señora Péricand cuando pasaba orgullosamente junto a los clientes que hacían cola ante la tienda, sin detenerse hasta llegar al umbral, donde agitaba como una bandera el carnet de prioridad concedido a las madres de familia numerosa.
Bajo la nieve, Jeanne y Maurice Michaud esperaban su turno hombro con hombro, como dos caballos cansados antes de reanudar la marcha.
La nieve cubría la tumba de Charles Langelet en Père-Lachaise y el cementerio de automóviles cercano al puente de Gien: los coches bombardeados, calcinados, abandonados durante el mes de junio, se amontonaban a ambos lados de la carretera, panza arriba o tumbados sobre un costado, con el capó abierto en un enorme bostezo o convertidos en un amasijo de retorcida chatarra. Los campos, silenciosos, inmensos, estaban blancos; durante unos días, la nieve se fundía y los campesinos recuperaban los ánimos. «Qué alegría ver la tierra…», decían. Pero al día siguiente volvía a nevar, y los cuervos graznaban en el cielo. «Este año hay muchos», murmuraban los jóvenes pensando en los campos de batalla, en las ciudades bombardeadas… Pero los viejos respondían: «¡Igual que siempre!» En el campo nada había cambiado; la gente esperaba. Esperaba el final de la guerra, el final del bloqueo, el regreso de los prisioneros, la llegada del buen tiempo.
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