– ¡Por Dios, señor! -exclamó Hortense en un tono discretamente escandalizado, como si semejante afirmación hubiera sido injuriosa en sí misma.
Pero, con una sonrisa tranquilizadora, Charlie se apresuró a hacerle comprender que sólo lo había dicho por principio, que ni por un momento ponía en duda su absoluta probidad y que, además, la sola idea de una indelicadeza le resultaba tan insoportable a su mente que no podía pararse a pensar en ella.
– Espero que sea usted hábil y cuidadosa. Poseo una colección a la que tengo en gran estima. No dejo que nadie les quite el polvo a las piezas más valiosas, pero esa vitrina de ahí, por ejemplo, quedará a su cuidado.
Como Charlie parecía invitarla a hacerlo, Hortense echó un vistazo a las cajas a medio vaciar.
– El señor tiene cosas muy bonitas. Antes de entrar al servicio de la madre de la condesa, trabajé para un norteamericano, el señor Mortimer Shaw. Él coleccionaba marfiles.
– ¿Mortimer Shaw? ¡Qué casualidad! Lo conozco bastante, es un gran anticuario.
– Se había retirado de los negocios, señor.
– ¿Y estuvo mucho tiempo con él?
– Cuatro años. Y ésos son todos los sitios en que he servido.
Charlie se levantó y, mientras acompañaba a Hortense a la puerta, en tono alentador le dijo:
– Venga mañana a buscar una respuesta definitiva, ¿le parece? Si las referencias de viva voz son tan buenas como las escritas, de lo que no dudo ni por un instante, dese por contratada. ¿Cuándo podría empezar?
– El mismo lunes, si el señor quiere.
Una vez solo, Charlie se apresuró a cambiarse el cuello y los puños y lavarse las manos. En el bar había bebido bastante. Se sentía extraordinariamente ligero y satisfecho de sí mismo. En lugar de llamar el ascensor, que era un trasto viejo y lento, bajó las escaleras con juvenil agilidad. Iba al encuentro de amigos agradables y de una mujer encantadora, contento porque iba a hacerles conocer aquel pequeño restaurante que había descubierto.
«Me pregunto si aún tendrán aquel borgoña», se dijo. La enorme puerta cochera con hojas de madera esculpida con sirenas y tritones (una maravilla declarada de interés artístico por la Comisión de Monumentos Históricos de París) se abrió y volvió a cerrarse tras él con un sordo y quejumbroso chirrido. Una densa tiniebla lo envolvió apenas traspuso el umbral; pero Charlie hizo caso omiso y, alegre y despreocupado como a los veinte años, cruzó la calle en dirección a los muelles. Se le había olvidado coger la linterna, «pero conozco el barrio como la palma de mi mano -pensó-. No tengo más que seguir el Sena y cruzarlo por el Pont-Marie. No creo que haya mucha circulación». Pero, en el mismo momento en que pronunciaba mentalmente esas palabras, vio aparecer un coche que se acercaba a toda velocidad y cuyos faros, pintados de azul como mandaban las ordenanzas, arrojaban un débil y lúgubre resplandor. Sorprendido, dio un paso atrás, resbaló, notó que perdía el equilibrio, agitó los brazos en el aire y, al no encontrar nada a qué agarrarse salvo el vacío, cayó. El vehículo hizo un extraño zigzag, y una voz de mujer gritó angustiada:
– ¡Cuidado! Demasiado tarde.
«¡Estoy perdido, va a atropellarme! Haber sobrevivido a tantos peligros para acabar así es demasiado… demasiado idiota… Se han burlado de mí… Alguien en algún sitio me está jugando esta grotesca y espantosa pasada…» Como un pájaro que, asustado por un disparo, se aleja de su nido y desaparece, aquel último pensamiento consciente cruzó la mente de Charlie y la abandonó al mismo tiempo que la vida. El alerón del coche le dio de lleno en la cabeza y le destrozó el cráneo. La sangre y la masa encefálica brotaron con tal fuerza que salpicaron a la conductora, una atractiva señora tocada con un sombrerito del tamaño de un servilletero hecho con dos pieles de cibelina cosidas entre sí y un velito rojo que flotaba sobre sus cabellos de oro: Arlette Corail, que había regresado de Burdeos hacía una semana y ahora miraba el cadáver aterrada, murmurando:
– ¡Qué mala pata, Dios mío! ¡Pero qué mala pata!
Era una mujer precavida: llevaba una linterna. Examinó el rostro del hombre, o lo que quedaba de él, y reconoció a Charlie Langelet: «¡Pobre viejo! Yo iba deprisa, sí, pero ¿no podía prestar atención, el muy imbécil? ¿Y ahora qué hago?»
No obstante, recordó que el seguro, el permiso y todo lo demás estaba en orden, y conocía a alguien influyente que arreglaría cualquier cosa por hacerle un favor. Más serena, pero con el corazón todavía palpitante, se sentó en el estribo del coche para tranquilizarse, encendió un cigarrillo, volvió a empolvarse la cara con manos temblorosas y, al cabo de unos instantes, fue en busca de ayuda.
La señora Logre, que por fin había acabado el despacho y la biblioteca, volvió al salón para desenchufar la aspiradora. Al hacerlo, el mango del aparato golpeó la mesa sobre la que descansaba la Venus del espejo. La portera ahogó un grito al ver cómo la estatuilla se estampaba contra el parquet. Venus se hizo añicos la cabeza.
La mujer se secó la frente con el delantal y dudó unos instantes. Luego, dejando la estatuilla donde estaba, con pasos rápidos y silenciosos, sorprendentes en alguien tan grueso, guardó la aspiradora en su sitio y abandonó el piso.
– En fin, le diré que se ha abierto la puerta y la corriente ha tirado la estatua. También es culpa suya. ¿Por qué la ha dejado al borde de la mesa? Además, ¡que diga lo quiera y que reviente! -gruñó colérica.
Si a Jean-Marie le hubieran dicho que un día se encontraría en una aldea perdida, lejos de su regimiento, sin dinero, sin posibilidad de contactar con sus padres, sin saber si estaban sanos y salvos en París o yacían en el fondo de un agujero de obús al borde de una carretera, como tantos otros, si le hubieran dicho, sobre todo, que Francia, aun derrotada, seguiría viviendo e incluso conocería momentos felices, no lo habría creído. Pero así era. La misma magnitud del desastre, lo que tenía de irreparable, llevaba aparejado cierto consuelo, como algunos potentes venenos contienen su antídoto. Todos los males que padecía eran irremediables. No podía hacer que la línea Maginot no hubiera sido eludida o rota (no se sabía con certeza), que no hubiera dos millones de soldados prisioneros, que Francia no hubiera sido vencida. No podía hacer funcionar el servicio de correos, el telégrafo o el teléfono, ni conseguir gasolina y un coche para recorrer los veintiún kilómetros que lo separaban de la estación, por la que de todas formas no pasaban trenes ya que la vía estaba destrozada. No podía ir andando hasta París, porque había sido gravemente herido y apenas estaba empezando a levantarse. No podía pagar a sus anfitriones, porque no tenía dinero ni modo de conseguirlo. Todo era superior a sus fuerzas, de modo que sólo podía quedarse tranquilamente donde estaba y esperar.
Esa sensación de absoluta dependencia del mundo exterior le hacía sentir una especie de paz. Ni siquiera tenía ropa propia; su uniforme, desgarrado y medio quemado, estaba inutilizable. Llevaba una camisa caqui y el pantalón de repuesto de un mozo de la granja. Los zapatos los había comprado en el pueblo. No obstante, había conseguido que lo desmovilizaran cruzando clandestinamente la línea de demarcación y dando un domicilio falso, así que no corría peligro de que lo hicieran prisionero. Seguía viviendo en la granja, pero, ahora que estaba mejor, ya no dormía en la cama de la cocina. Le habían dado una habitación sobre el granero del heno. Por una ventana redonda veía un hermoso y apacible paisaje de campos, de fértiles tierras y bosques. Por la noche oía corretear los ratones por el techo y el zureo de las palomas en el palomar.
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