– ¿Qué?
– Encontré el atavío. Quiero decir que sé dónde está. No tenemos más que ir a buscarlo.
Bondadoso tosió. Miré a Espabilado y a Azucena y me sentí gratificado al comprobar que me miraban con asombro.
Les relaté lo mismo que le había contado a mi familia durante la noche.
El viejo se olvidó completamente de la calabaza. Ahora estaba en el suelo, a su lado, y su contenido se derramaba lentamente en el suelo del patio. Un par de veces cerró los ojos y murmuró algo para sí mismo, y me pareció oír que decía: «No, eso es un error». Sin embargo, no me interrumpió y dejó que terminara.
Me recliné en la pared y disfruté del calor del muro en la espalda mientras esperaba recibir sus felicitaciones.
Bondadoso recogió la calabaza. La sacudió y mostró una expresión de profundo desagrado al comprobar que estaba vacía.
– ¿Qué? -le pregunté.
– ¿Cómo que qué? ¡En mi vida había oído semejante sarta de tonterías!
Aquel estallido me dejó boquiabierto.
– ¿De qué estás hablando? Escucha, no lo entiendes; está muy claro… Espabilado, Azucena, escuchad…
Ambos desviaron la mirada como si sintieran vergüenza.
– No tiene ningún sentido -afirmó Bondadoso-. ¿Dónde está ese esclavo? Eh, tú, ocúpate de llenarla. A ver, comencemos por el principio, no creerás de verdad que soy capaz de confundir a Flacucho con su hermano, ¿verdad?
– Pero si solo los viste cuando eran niños…
– ¿Quién te ha dicho que solo los vi cuando eran niños? ¡Flacucho vive en el distrito de al lado! Mejor dicho, vivía allí hasta hace muy poco. Admito que no recuerdo haberme cruzado nunca con Vago, y si eran gemelos supongo que se parecían mucho, pero a mí eso poco me hubiese importado, y te juro que sé con quién estaba tratando.
Si Bondadoso estaba en lo cierto, la historia que le había contado a él y a mi familia no era verosímil. Pero ¿cómo podía ser? Si Vago no le había robado el atavío a su hermano, entonces, ¿por qué lo habían matado?
– ¿Me estás diciendo que Flacucho te vendió su obra? -repliqué-. ¡Eso es imposible! Olvídate de lo que valía. ¿Sabes quién se la encargó?
– Claro que sí -contestó Bondadoso, como si tal cosa-. Moctezuma.
– ¿Lo sabías? ¿Cómo?
– No lo sabía, pero tampoco era difícil de adivinar.
Me volví hacia Azucena, que había dejado el plato vacío en el suelo y ahora estaba arrodillada tranquilamente junto a su padre.
– ¿Tú sabías todo esto? -le pregunté-. Adivinó que la prenda pertenecía al emperador y a pesar de ello permitió que el plumajero se la vendiera. ¡Está loco! ¡Hay que vigilarle; no tiene uso de razón!
– No es tan sencillo, Yaotl. -Parecía preocupada, con el entrecejo fruncido y los ojos entrecerrados, pero no sorprendida. No vi ningún gesto de los que solía hacer cuando estaba tensa, cuando le temblaban las manos y retorcía y tironeaba la tela de la falda.
– Yo no le compré el atavío a Flacucho -declaró Bondadoso.
– ¡Tú me lo has dicho!
– No, no lo he hecho. He dicho que no era probable que me confundiera entre él y su hermano, y no lo hice, y ahora te diré por qué no podía cometer tal equivocación. Flacucho no me lo vendió; me lo dio para que se lo guardara.
– Pero… pero tú dijiste… cuando vine aquí hace cinco noches, con el cuchillo, tú me dijiste…
Mi voz se apagó mientras pensaba en la conversación que habíamos mantenido entonces. Estaba seguro de que Bondadoso me había dicho en algún momento que le había comprado el atavío a Flacucho, aunque por mucho que me esforzara no conseguía recordar las palabras exactas que había empleado.
– Yo te dije -manifestó el viejo en un tono de falsa paciencia- que había recibido el atavío de manos de Flacucho. Por lo que parece tú interpretaste que se lo había comprado, aunque no acabo de imaginar qué creíais que haría yo con algo así. ¡Como si hubiese tenido la posibilidad de vendérselo a alguien!
Desvié la mirada; de pronto me sentí como un tonto y también algo avergonzado, porque sabía que él tenía razón. Había sido muy sencillo pensar que Bondadoso participaba en algún negocio ilícito, pero no se me había pasado por la cabeza que sus acciones pudiesen ser honestas.
– De acuerdo -mascullé-. ¿De quién había que protegerlo?
– Si lo supiera, te lo hubiese dicho en el momento. ¡Sospecho que te habría evitado muchos quebraderos de cabeza! Pero ni el propio Flacucho parecía saberlo, y si lo sabía, no lo dijo. Afirmó que nadie más conocía la existencia del atavío. Dijo que había jurado guardar silencio. Si fue Moctezuma quien lo encargó, está claro que Flacucho hubiese tenido problemas mucho más graves que el de faltar al juramento de mantener la boca cerrada.
– Fue Moctezuma -le confirmé-. El mismo emperador me lo dijo. -De todos modos, sabía que Flacucho se lo había dicho al menos a una persona: el sacerdote de Amantlan, que no era precisamente un modelo de discreción. También su esposa lo sabía. ¿A quién más se lo había dicho, a su hermano, a Caléndula? ¿Su reticencia con Bondadoso procedía del deseo de protegerlos, incluso aunque sabía que uno o todos ellos se lo robarían si se les presentaba la oportunidad?
– ¿Entiendes por qué sé que era él y no su hermano a quien vi? -preguntó Bondadoso-. Vago hubiese sido capaz de venderme el atavío, de haber podido, pero de ninguna manera se hubiera desprendido de la prenda sin recibir nada a cambio.
– ¿Por qué te lo dio nada menos que a ti?
– El atavío estaba casi acabado, y Flacucho pensaba entregarlo al cabo de unos pocos días. Por lo que parece, Flacucho temía que si lo guardaba en su casa desapareciera. Sé qué piensas de mí-añadió. Levantó la calabaza y bebió un par de sorbos mientras miraba a su hija como si esperase que ella compartiera mi opinión-Pero no soy una persona sin principios. El padre de Flacucho estuvo conmigo en Quauhtenanco.
El marido de Azucena también había estado allí, pero a diferencia de su suegro no había regresado. Impasible, Azucena miró un punto frente a sí mientras escuchaba cómo su padre explicaba la historia.
– Lo llevé como porteador, pero resultó ser todo un guerrero. Cada vez que estábamos a punto de morir él siempre se encontraba allí, a mi lado. Lo hirieron tres veces, y en una creí que no se salvaría. ¡Yo regresé sin un rasguño! Así que cuando nos separamos después de regresar a la ciudad, le dije que si alguna vez podía hacer algo por él o sus hijos solo tenía que decirlo. Se lo prometí de todo corazón.
– Tú hiciste que una familia amanteca adoptara a Flacucho.
– Sí. Fue la única vez que me pidió que cumpliera mi promesa. -El viejo exhaló un suspiro-. Nunca me pidió que hiciera lo mismo por Vago. Creo que ya lo había dado por perdido.
– ¿Así que cuando Flacucho te pidió que le guardaras el atavío, tú no pudiste negarte? -No hice el menor esfuerzo por ocultar el escepticismo en mi voz. Me costaba mucho aceptar que Bondadoso tuviera conciencia, aunque solo fuese intermitentemente y muy selectiva. Claro que yo no había estado en Quauhtenanco.
– No me hacía particularmente feliz, pero no… ¿cómo podía negarme? Además, no era muy complicado, solo tenía que guardar la prenda durante unos días hasta que Flacucho estuviese preparado para entregarla. Pero tuvimos que celebrar aquella maldita fiesta, y alguien lo aprovechó. Por lo que tú dices, lo más probable es que fuese Vago.
– Que acabó muerto -le recordé. Cuanto más lo pensaba, más complicado me parecía. Si Flacucho le había robado el atavío a Bondadoso y había asesinado a su hermano, tal como había creído, entonces lo lógico era que se lo hubiese llevado directamente a la casa en Atecocolecan. Incluso si después Mariposa había matado a su marido, me pareció muy probable que aún estuviese allí. Sin embargo, si había sido Vago quien había asaltado la casa de Bondadoso, entonces era imposible saber qué podía haber hecho con la prenda. Solo podía esperar que Flacucho lo hubiese sorprendido con el atavío y lo hubiese matado para recuperarlo. Me estremecí cuando se me ocurrió una explicación alternativa: ¿no podía ser que Vago hubiese vendido la prenda y que los compradores hubiesen decidido eliminarle, para ahorrarse una gran cantidad de dinero y, al mismo tiempo, ocultar su rastro? Me volví hacia mi hijo-. Tú estabas aquí cuando se llevaron el atavío. ¿Qué viste?
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