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David Camus: La espada de San Jorge

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David Camus La espada de San Jorge

La espada de San Jorge: краткое содержание, описание и аннотация

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas. Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos… Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa. Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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Era tu madre. Se dirigía al encuentro de los ángeles, que espoleaban a sus corceles para acercarse a ella.

¿Correr?

Sin reflexionar, la obedeciste y saliste corriendo. Pero ¿hacia dónde? De repente, como si te hubiera oído, tu madre gritó:

– ¡Hacia el río, Morgennes, hacia el río!

¡Hacia el río! ¡Adelante! Cerraste los ojos, porque de ese modo corrías mejor. Tus pies se hundían en la nieve, pero qué importaba: la tierra te guiaba. Te decía adónde ir, y te permitía concentrarte en lo que oías. Alaridos, tu padre que llamaba, tu hermana que lloraba, tu madre que gritaba.

– ¡Corre! ¡Corre!

Parecía que se estuviera peleando. ¿Tu madre? ¿Peleando? ¿Con Dios? Sin duda tu padre estaba luchando con la espada, porque oías el hierro golpeando el hierro, los resoplidos de tu padre y los relinchos de los caballos.

Volviste a abrir los ojos y miraste hacia atrás. La noche lo cubría todo. ¿Ya? No era tan tarde hacía un momento, cuando habías corrido hacia el bosque para coger leña. Y sin embargo era de noche, o las tinieblas tenían otro nombre… Entonces tropezaste.

¿Qué hacía ahí esa raíz? Estabas tendido sobre la nieve, y el frío te atenazaba el pecho, penetraba en tu boca, en tu nariz. «¿Por qué he abierto los ojos? Debería haberlos mantenido cerrados…»

Volviste a cerrarlos, recordaste el terreno, tan familiar para ti, y te levantaste dispuesto a reemprender la carrera. De pronto tuviste la sensación de que un animal enorme te perseguía: escamas y garras furiosas, una bestia que volaba, reptaba y saltaba a la vez. Un monstruo imposible. ¡Un monstruo que bufaba, que mataba! Y tú eras su presa.

¿Qué animal era aquel? ¿Era un dragón, como el que uno de los ángeles de Dios llevaba en su enseña? Sí. Un inmenso dragón-noche, que sumergía en la oscuridad todo lo que se ponía a su alcance, devorando la luz y borrando los confines de las cosas.

Sordo al miedo, seguiste corriendo. «Tendré miedo más tarde», te decías.

El río hacia el que huías era más que un río -era el inmenso brazo líquido de un país colocado a través del mundo, sin cabecera ni desembocadura-, y tú nunca lo habías vadeado. Nadie, que tú supieras, se había aventurado nunca en él, porque en ese río, si bien no era profundo, confluían mil corrientes contrarias que se enfrentaban en su seno, como si mil ríos de igual fuerza se hubieran encontrado allí mezclados, tratando cada uno de imponerse a los demás.

Este río era tan ancho que ningún hombre podría alcanzar con su honda la otra orilla. Sin embargo, un ansia loca de saltar sobre él se apoderó de ti, aunque sabías que era una insensatez.

Esbozaste una sonrisa -la idea te había gustado- y sentiste que te crecían alas. Correr te resultaba fácil, el frío ya no te afectaba. Tal vez fueras solo un niño, ¡pero te sentías un gigante!

Y abriste los ojos.

Detrás de ti, a solo unos pasos, estaba tu padre, con tu hermana en brazos. También él corría, con la boca abierta, y su aliento se elevaba en la noche como una gran columna fría, que pronto destrozarían los jinetes que le seguían al galope.

¡El río! Comprendiste por qué tu madre te había dicho que fueras allí. Estaba helado. La cubierta de hielo te permitiría pasar, mientras que los jinetes -por más que fueran Dios y sus ángeles- se verían obligados a desmontar, y tal vez incluso a desprenderse de su coraza estrellada para desplegar sus alas y cruzarlo volando.

Tu padre jadeaba, escupía, sufría. En vano, porque los jinetes le pisaban los talones y no tardarían en alcanzarle. Si hubiera sido un pusilánime, habría abandonado a tu hermana, la habría lanzado al suelo para que retrasara a sus perseguidores y no frenara su marcha; pero él era un hombre valeroso, o un loco, y no la dejó, sino que, al contrario, la oprimió contra su corazón, como si quisiera tragársela, que penetrara en él, para recogerse luego sobre sí mismo y vadear de un salto el río sobre el que tú ya avanzabas.

Su superficie era terriblemente resbaladiza, por lo que tomabas precauciones para no perder el equilibrio. «Si avanzo como es debido y consigo impulsarme convenientemente, podré llegar a la otra orilla en un santiamén. ¡Adelante!»

El hielo crujió, pero aguantó, y te permitió dirigirte hacia tu salvación… y la muerte de los tuyos.

Porque cuando apenas habías alcanzado la otra orilla, el surco de hielo que habías dejado tras de ti empezó a resquebrajarse, transformándose en una grieta, un abismo ante tu padre.

El, sin embargo, no retrocedió. ¡No podía soltar a su hija! Y siguió avanzando hacia el centro del río, sin apartar sus ojos de ti.

– ¡Morgennes! ¡Mírame!

Miraste a tu padre, aferrándote a sus ojos, como si tuvieras el poder, tú que habías sobrevivido, de salvar al que no tardaría en hundirse.

– ¡Te quiero!

Los jinetes se acercaban, sus caballos se encabritaban y caían con todo su peso sobre las primeras pulgadas de hielo, que rompían con sus herraduras, sacrificando al dios del río sus primeras víctimas.

El hielo se rompió. Mil rajas corrieron en todos los sentidos, se unieron, se separaron y tropezaron las unas con las otras, de tal modo que al final la superficie del río parecía una telaraña del otro mundo, de allí donde el negro era blanco y el blanco negro.

Estaban perdidos. El agua se apoderó de ellos; se hundieron, abrazados el uno al otro. Tu padre no habría soltado a su hija por nada del mundo. Pero aún no era el final. No del todo. Con la energía que da la desesperación, tu padre todavía encontró fuerzas para abrirse la camisa y sacar la pequeña cruz que nunca le había abandonado. La besó, por última vez, la mostró a los jinetes que iban tras él y que ya apuntaban sus arcos en dirección a vosotros, y la lanzó hacia ti.

– ¡Morgennes! -¡Papá!

– ¡Ve hacia la cruz! ¡La cruz!

Corriste hacia la cruz, que había caído a solo unos pasos de ti, cuando un ruido líquido atrajo tu atención.

Era tu padre, había muerto. Unas burbujas subieron a la superficie y enseguida quedaron atrapadas por el hielo, el mismo hielo en el que una manita infantil, opaca y oscura, pareció dibujarse y luego desapareció.

3

No se puede pasar un caballo. No hay puente,

barca ni vado.

Chrétien de Troyes,

Perceval o El cuento del Grial

«¡Muerto! ¡Estoy muerto!»

Morgennes se pasó las manos por el cuerpo, se pellizcó las mejillas, se mordió los dedos, se frotó las pantorrillas: ¡todo estaba bien! Aparte de esa herida en la frente, que ya cubría una costra de sangre seca, parecía encontrarse en perfecto estado. Pero no. Él debía estar muerto. Estaba muerto. Lo sabía… Su cuerpo y sus sentidos le mentían.

«¿Cómo puedo estar vivo, cuando vosotros estáis muertos?»

Echó una ojeada a la otra orilla, donde la oscuridad era absoluta, tan absoluta que parecía irreal. Morgennes llamó a su madre, pero ella no respondió. Llamó a su padre. Silencio. A su hermana. Silencio. Dio unos pasos a lo largo del río. Su fragor le advertía: «No volverás a atravesarme».

Morgennes pateó un montón de tierra, endurecido por el hielo, y se hizo daño en el pie. «¿Y si atravesara de todos modos?» No se atrevía a mirar al río; no se atrevía, y sin embargo lo miraba, con aire desafiante. «Atravesaré. No ahora, no así… ¡Pero salvaré a los míos!»

– ¡Lo juro por Dios!

La angustia le dominó. Violentamente. Estaba a punto de ahogarse. Las lágrimas corrían por sus mejillas y luego caían en la nieve, donde se desplomó. ¿Cuánto tiempo permaneció así? ¿Cuántos días? ¿Cuántas noches?

Nadie lo sabe.

Una mañana despertó, con un cuervo a su lado.

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