David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– Pero ¿a cuál?

– No soy yo quien debe tomar esta decisión -dijo el cirujano-. Son dos… A vos os corresponde elegir. Si queréis que uno viva, el otro debe morir.

En este momento tu madre sujetó la mano de tu padre, la apretó con todas sus escasas fuerzas y gritó:

– ¡Maldito seas, Señor! ¡Maldito seas!

Tu padre se persignó rápidamente y murmuró una oración. Dios no tenía nada que ver con aquello. Era él el culpable; él y nadie más.

– Dejadme hacer -dijo-. Perdonadme, Señor, porque voy a arrebatar una vida; una para salvar dos.

Entonces se colocó junto a su esposa y, de una vaina que llevaba sujeta al cinturón, sacó una de esas dagas, llamadas «misericordias», que poseen una hoja tan fina que puede deslizarse entre las partes rígidas de cualquier armadura -y, a fortiori, en el vientre de una mujer-. Con las llamas del hogar reflejadas en su rostro, lanzó un alarido y hundió su daga en uno de los dos minúsculos cráneos; la sangre le salpicó.

Luego cedió su lugar al cirujano, que terminó el trabajo ayudándose con un gancho.

Un hedor metálico invadió la habitación. El cirujano lloraba y murmuraba palabras en hebreo. Parecía que deliraba, aunque tal vez era una oración.

– ¡Cerradle los ojos! -gritó a tu padre-. ¡Cerradle los ojos!

Tu padre posó las manos sobre los ojos de tu madre, pero ella trató de morderle, porque quería asistir a todo, no ahorrarse nada.

– No lo consigo -dijo el cirujano con voz ronca-. El muerto estorba. ¡El otro no puede salir!

El cirujano tiraba del niño muerto, tiraba y tiraba, pero la fortuna se encarnizaba con ellos: el niño seguía atrapado. Pensaron que aquello era obra del diablo, o de Dios (ya no lo sabían), y se preguntaron qué habían hecho para merecer el castigo de semejante prueba. El pequeño cadáver se aferraba tanto a su madre que sacarlo violentamente pondría la vida de esta en peligro. Entonces el cirujano recordó su experiencia como enterrador, cuando para ganar espacio en una tumba se procedía a reagrupar los huesos, aunque se despojara al cuerpo humano de lo poco que le quedaba de su anterior vida; tan solo era una vaga forma antropoide.

La violencia de la escena que siguió no merece ser descrita. Por tanto, os ahorraré los detalles. Contentaos con saber que el cirujano cortó al gemelo de Morgennes en el interior del vientre de su madre, y luego lo sacó pedazo a pedazo. Un bracito, una cabecita, un torso, una pierna, que depositó en el suelo, sobre el polvo.

Aquello no era un nacimiento, sino una exhumación.

Tu madre se había desvanecido de nuevo, y tu padre estaba demasiado trastornado para llorar.

Cuando hubo suficiente espacio para que pudieras salir, el cirujano llamó a tu padre y le dijo:

– ¡Venid a ayudarme!

Tu padre se acercó, y el cirujano gritó:

– ¡Ahora!

Un grito resonó en la estancia, el grito de un bebé.

Morgennes había nacido.

2

¿No he visto hoy a las más hermosas

criaturas del mundo cruzando la Gaste

Forêt? Diría que estos seres son más

bellos aún que Dios y todos sus ángeles.

Chrétien de Troyes,

Perceval o El cuento del Grial

De niño pasaste largos días sobre la pequeña tumba. Tu padre la había excavado no muy lejos de la casa, en la cima de una colina. La noche de tu nacimiento, mientras tu madre te proporcionaba los primeros cuidados, él salió para ofrecer al bebé muerto una sepultura decente. Curiosamente, los lobos, que le habían seguido hasta su casa, se apartaron de su camino y le dejaron enterrar a su hijo. Con ayuda de una pala, tu padre cavó en la nieve, en la tierra, y enterró el pequeño cadáver; luego lo cubrió todo de nuevo. A la luz del día, tenía un aspecto ligeramente abombado, como si el cuerpo fuese mucho mayor de lo que era en realidad.

Al día siguiente de tu venida al mundo, el cirujano volvió a su cabaña con una piedra rara, llamada draconita, que tus padres le habían entregado en pago por sus servicios. Nunca volverían a verse, y supongo que así es como debía ser.

Tus padres te rodearon de amor, pero quedaron profundamente marcados por las circunstancias, tan dolorosas, de tu nacimiento. Nunca las olvidaron; además, en la parte inferior del rostro tenías una pequeña cicatriz blanca en forma de mano.

¿Era la mano del hijo muerto? Aquella marca parecía un adiós, una señal de afecto que un ser dirige a otro al que ama, al que no ha conocido y nunca conocerá.

Una noche en la que tu padre había salido a buscarte, te encontró tendido sobre la pequeña tumba -que ninguna cruz identificaba-. ¿Qué hacías allí, hablando al vacío? De repente, tu padre tuvo miedo. Nunca, ni él ni tu madre, habían mencionado delante de ti esta sepultura ni a la criatura que estaba enterrada en ella. Sin embargo, ahí estabas, tendido sobre ese abultamiento del terreno, como un dragón sobre su tesoro.

En cuanto viste a tu padre, te levantaste y corriste a echarte en sus brazos. En esa época debías de tener unos cuatro años, y tus pequeñas piernas ya te llevaban lejos: a veces dabas largos paseos por el bosque; salías con las primeras luces del alba y no volvías hasta que era noche cerrada, cuando tu madre salía a la escalera de entrada para llamarte.

Una vez en sus brazos, exclamaste:

– ¡Lo sé!

– ¿Qué sabes? -dijo tu padre.

– ¡Voy a tener una hermanita!

Tu padre te miró, estupefacto. ¿Una hermanita? Su mujer no le había dicho nada. Mordiéndose el labio inferior, se apresuró a volver a la casa para preguntarle:

– ¿Esperas un niño?

– ¿Quién te lo ha dicho?

– De modo que es cierto…

– Sí.

Tu madre se sonrojó y se secó las manos con el delantal. Aunque pasaba de la treintena, todavía era hermosa, a pesar de las profundas arrugas y los innumerables cabellos blancos que adornaban su rostro, legado de la espantosa noche de tu nacimiento.

– Quería darte una sorpresa.

– ¡Una sorpresa! Pero dime, ¿cuándo, cómo?

Loco de alegría, tu padre cogió a tu madre en brazos y la llevó en volandas por la habitación, girando sobre sí mismo.

– ¡Gracias, Dios mío, gracias!

Dejó en el suelo a tu madre, que se quedó allí, aturdida, y luego le dio la espalda. Entonces sacó de debajo de su camisa una cruz de bronce que había fabricado él mismo, en su forja, y la cubrió de besos a escondidas de su mujer.

– ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!

Tenía una mirada de loco, y no sabía a quién besar, si a su mujer, a su hijo o a la cruz. Era feliz, feliz como nunca lo había sido. En este instante tus padres se creyeron perdonados, y los años que siguieron fueron hermosos.

Adivinar que tu madre estaba encinta, aún; pero conocer por anticipado el sexo del niño era algo que no tenía explicación. Porque tú habías acertado, y la criatura que nació, en una hermosa mañana de primavera, fue una niña, una adorable niñita de cabellos rubios y unos ojos que, después de algunas vacilaciones, decidieron permanecer azules.

Tu hermana era una niña vivaracha y risueña, que dio mucha alegría a tus padres. Pronto sus risas resonaron por toda la casa y sustituyeron a los habituales martillazos y el soplido de la forja.

La noche, sin embargo, debía volver. De hecho ya había empezado a caer en los alrededores de Vézelay, cuando en el año de gracia de 1146 su santidad el papa Eugenio III ordenó a Bernardo de Claraval que predicara una nueva cruzada a Tierra Santa, para liberar… A decir verdad, no se sabía muy bien qué, pues la tumba de Cristo estaba en manos de los cristianos desde hacía casi cincuenta años; pero cierto rey de Francia y cierto emperador de Alemania deseaban obtener, ellos también, su parte de gloria y formar parte de los «humildes protectores de Cristo».

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