David Camus - La espada de San Jorge

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Una fascinante aventura épica en el siglo XII de las grandes sagas.
Cuando aún es un niño, el intrépido Morgennes es testigo del asesinato de toda su familia. Más tarde, tras pasar unos años en el Monasterio de Troyes, donde da muestras de gran inteligencia, parte con su amigo Chretien en busca de aventuras. En Bizancio, tras superar la iniciación, será armado caballero. Y ya en Jerusalén deberá volver a probarse a sí mismo enfrentándose al mundo de la memoria y al de los muertos, a las sombras y a los recuerdos…
Una recreación histórica apasionante de los tiempos de la caballería, el honor y la devoción por la causa.
Una historia muy intensa, que no decae en ningún momento: héroes caballerescos, búsqueda de reliquias, el contexto histórico de las cruzadas y los templarios, todo ello acompañado de grandes dosis de fantasía y acción sin límite.

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– ¡Co-co-cot! -hizo el extraño individuo, llevándose un dedo a los labios y empleando el mismo tono que hubiera usado para decir: «No tan rápido, no tan rápido…»-. ¿Es esto acaso un gallinero, para que dos gallinas sigan al interior a un caballero?

– No soy una gallina -dije, haciendo desaparecer la cresta que adornaba mi cabeza.

– Ni yo un caballero -añadió Morgennes.

– ¡Por otra parte, habéis sido vos quien nos habéis invitado a subir!

– Es que efectivamente esto es un gallinero, un puerto seguro para todos aquellos perseguidos por los lobos.

– Creo que los he despistado -dijo Morgennes-. Y eso sin llevar las botas de Poucet.

– ¡Bravo! ¡En ese caso, deberemos daros un título!

– ¿Un título?

– Una condecoración. Algo que haga que se recuerde esta hazaña.

Apoyó la mejilla en un dedo, inclinó la cabeza y reflexionó. Demasiado sorprendidos para decir nada, Morgennes y yo no nos atrevíamos a reaccionar. Hasta que de pronto nuestro desconocido exclamó, con los ojos brillantes:

– ¡Ya lo tengo! ¡Vuestro nombre ha cambiado, en adelante se os conocerá como el «Caballero de la Gallina»!

– ¿El Caballero de la Gallina? -dijo Morgennes-. Hubiera preferido algo más…

– Más glorioso -dije-. ¡Lo merece!

– ¡Hay nombres gloriosos tras los que no se oculta ninguna gloria, y otros infamantes que nobles hazañas ilustran!

– Aún no he llegado a este punto -dijo Morgennes.

– Aún no, cierto. ¡Pero está en vuestras manos convertir al Caballero de la Gallina en un hombre que jamás sea olvidado!

– ¿Me lanzáis un desafío?

– En cierto modo.

– Lo acepto.

– ¡Me complace mucho saberlo! Ahora permitidme que os diga hasta qué punto aprecio que hayáis aceptado mi invitación.

– Somos nosotros quienes os lo agradecemos -dijo Morgennes-. Empezaba a cansarme, y creo que mi amigo Chrétien no se encuentra en condiciones de caminar…

– ¿Por qué razón nos habéis invitado?

– ¿Razones? ¡Dios mío, qué trivial! En fin, ya que así lo queréis, os daré razones. ¿Cuántas necesitáis? ¡Vamos, pedid! No dudéis, ¡tengo constelaciones enteras que ofrecer!

– Empezad por darnos una -dijo Morgennes, que nunca había oído hablar de «constelaciones»-. Será un buen principio.

– Yo también quiero una -añadí.

– Muy bien. Que sean dos, y una tercera para vuestra cacareante compañera, que no me ha pedido nada. No sois muy exigentes…

Acercó su rostro a una vela y pestañeó dos o tres veces, como una delicada jovencita.

– La primera -prosiguió, bajando la voz y midiendo el efecto de sus palabras-, ¡es que tengo buen corazón y han puesto precio a vuestras cabezas!

– ¿Cómo? -exclamé.

– No me digáis que lo ignorabais.

– ¿Por culpa de un huevo? -suspiró Morgennes.

– ¡Exactamente! ¡A quién se le ocurre poner un huevo sin vitellus! Sobre todo en estos tiempos agitados… Actualmente se desarrolla un proceso en Arras, ¡y temo que lo perdáis, ya que no asistís a él! Por otra parte, aunque estuvierais presentes, no cambiaría gran cosa. El asunto está sentenciado… Summa culpabilis, como dicen los latinos acerca de los musulmanes. «Sois más que culpables.» Ni el propio san Riquier, santo patrono de los abogados, podría hacer nada por vosotros. En este instante preciso, veinte caballeros galopan hacia Beauvais con intención de arrestaros en caso de que tuvierais la mala idea de presentaros allí. La Île-de-France, Normandía, Flandes… ¡Dentro de poco vuestra descripción estará clavada en las puertas de todas las iglesias! Perdonadme la expresión, amigos míos, ¡pero vuestra gallina y vosotros mismos empezáis a oler a chamusquina!

Después de tragar saliva con esfuerzo, balbucí:

– Ésta es una razón.

– ¿Y la segunda? -preguntó Morgennes.

– ¡Aquí está!

El joven se incorporó, se volvió hacia atrás y ordenó, con un gesto teatral en dirección a las colgaduras escarlata que oscurecían el interior del carro:

– ¡Cortinas!

De pronto, como velas enviadas al firmamento de los mástiles, las colgaduras se levantaron y desaparecieron en el techo.

– ¡Por la Iglesia y la santa misa! -exclamé boquiabierto.

– Se diría que estamos dentro de la ballena que se tragó a Jonás -dijo Morgennes.

Pero no era una ballena, ni siquiera un tiburón. Era solo un carro muy particular, ya que era tan grande como un barco pequeño. Algo que tal vez había sido en una vida precedente, pues todo en él recordaba a esas embarcaciones que los venecianos utilizaban para ir a Constantinopla, Tiro o Alejandría; esos navíos con anchas calas donde se podía cargar tanto grano como armas, ropas, esclavos o aceite.

– ¡Demonios! -dijo Morgennes-. ¡Comprendo que necesitéis todos estos bueyes para hacerlo avanzar! Por no hablar de este extraño carretero…

– Pero ¿qué tipo de mercancía transportáis? -pregunté.

– ¿Mercancía? ¿Por quién me tomáis? ¿Por un tendero? ¡Aparte de algunos decorados y un órgano, la única mercancía aquí sois vosotros!

– ¿Nosotros?

Después de intercambiar una mirada en la que asomaba cierta inquietud, Morgennes y yo le preguntamos al unísono:

– ¿Qué queréis decir con eso?

– Si no me equivoco sois autor y recitador…

– Entre otras cosas -dije.

– Entonces sabed que esto es un teatro ambulante. E incluso vuestro nuevo hogar, si aceptáis uniros a la Compañía del Dragón Blanco…

11

Le haré reencontrar el amor y los favores de su dama,

si tengo el poder de hacerlo.

Chrétien de Troyes,

Ivain o El Caballero del Le ó n

La Compañía del Dragón Blanco había sido fundada en 1159 y recorría el mundo en busca de los mejores artistas para llevarlos a Constantinopla. Allí eran acogidos en el palacio de Blanquernas, donde disponían de todo el tiempo necesario para crear las obras que representarían ante el emperador de los griegos y su corte.

– Bizancio es todo lo que queda de la Roma y la Grecia antiguas -nos dijo el misterioso joven-. Con excepción de la Atlántida, de la que nadie sabe si existió realmente, nadie ha hecho más por la civilización. Manuel Comneno, el actual emperador de los griegos, está convencido de que las artes son a la vez el sostén y la expresión de la grandeza de un país. Y porque nos quiere siempre en lo más alto, ha financiado nuestra compañía. ¡Como el Arca que salvó en otro tiempo del diluvio a Noé y a los suyos, recogemos a los mejores artistas del mundo a bordo de este barco, del que soy a la vez el alma y el capitán!

– Pero ¿cuál es la tercera razón de que queríais hablarnos? -preguntó Morgennes-. La que queríais dar a Cocotte.

– Esta razón se encuentra un poco más lejos. ¡Venid!

Se hundió en las entrañas del Dragón Blanco, donde nos invitó a seguirle.

Los ruidos del exterior llegaban apagados y, sin los baches del camino, hubiéramos podido creer que nos encontrábamos en una construcción sólida. Aquí y allá, de los tabiques de la caravana colgaban grandes marionetas desarticuladas. Con la cabeza pintada inclinada sobre el busto, los muñecos ofrecían una triste imagen. Algunos estaban equipados con armaduras, con la espada o el venablo en una mano y un escudo en el costado; mientras que otros vestían trajes o figuraban niños. Allí había todo lo necesario para representar la vida, con sus placeres y sus desdichas.

– ¿Por qué estos muñecos? -pregunté.

– Porque hasta ahora no he encontrado comediantes con vuestro talento -respondió el misterioso joven-. ¡Solo a un maestro de los secretos que tiene un arte para dar vida a lo que está desprovisto de ella sencillamente pasmoso!

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