– ¡Es ahora o nunca! -gritó ella.
Oyó relinchar a los caballos. Tenía que hacerse con uno. No conocía muy bien la distribución del lugar, así que se fió de su intuición. Tuvo listo su plan en unos pocos segundos. Precipitándose sobre la cama, desgarró las sábanas, y después hizo lo mismo con las cortinas. Atando los trozos, improvisó una cuerda, sin perder de vista el avance de la tormenta. La tempestad se recrudeció y alcanzó el castillo. Una tromba de agua anegó las atalayas, los matacanes, los caminos de ronda y los puestos de vigilancia, por lo que los guardias tuvieron que ponerse a cubierto. No había tiempo que perder. Empujó la cama junto a la ventana y ató su cuerda a uno de los baldaquines antes de echarla fuera. La separaban del suelo unos quince metros. Pasó por encima del alféizar de la ventana y se deslizó torre abajo, azotada por la lluvia y balanceada por el viento. Su corazón latía desbocado; cada trueno la paralizaba. El miedo le hizo un nudo en el estómago en el momento en que se dio cuenta de que la cuerda era demasiado corta. No había calculado correctamente la distancia que la separaba del suelo. Ya no podía volver a subir, porque le fallaban las fuerzas.
Saltó.
Cuando se golpeó, creyó romperse en mil pedazos. Después de rodar por el suelo inclinado, acabó cayendo en el foso. Con el rostro hundido en el barro, movió un miembro tras otro. No se había hecho nada, sólo tenía la visión algo borrosa debido al aturdimiento. Tras levantarse, chapoteó en el foso y acabó por orientarse. Los relinchos de los caballos… La cuadra estaba a unos cien pasos. No tomó precaución alguna para esconderse. El patio estaba desierto por el temporal que lo azotaba. Nadie vigilaba ni las poternas ni la pesada puerta. La cuadra parecía abandonada. Los palafreneros y los muchachos se habían encerrado en el dormitorio común. Nadie podía calmar a los caballos, que, asustados, intentaban romper las tablas y las ataduras. Un robusto purasangre de las estepas parecía más calmado. Helena le acarició el costado y le murmuró:
– Tú me conducirás a Tiflis.
Cinco minutos más tarde, se enfrentaba al diluvio; cuando alcanzó el camino del norte, lanzó un grito de alegría.
– ¡Soy libre! ¡Libre!
El cielo la saludó con un tremendo rayo.
– ¡Venga, mi bello semental! ¡Vuela como el viento!
Le espoleó en los costados con los talones. Se había subido el vestido, así que se agarraba al cuerpo caliente del animal con los muslos desnudos. Notaba que los músculos se le tensaban y después se relajaban con cada sacudida. Su corcel era poderoso, hecho para las cabalgatas largas. Los secuaces de Nicéphore no conseguirían atraparla. Galopó durante un buen rato antes de dejar trotar a su caballo. Los árboles continuaban ardiendo a pesar de las cataratas de agua que caían sobre la ensenada. Había llegado al lugar en el que había aparecido el fuego. El puerto se elevaba a más de dos mil quinientos metros de altitud. Ella continuó su ascenso, mientras la nieve sucedía a la lluvia.
Le castañeteaban los dientes por el frío de noviembre. El viento le cortaba la cara; tenía las manos hinchadas y el cuerpo helado. Helena aguzó el oído para captar los ruidos que traía el viento. A cada instante, esperaba toparse con lobos, con la cabeza levantada para olisquear su olor y el de su montura. Pero era la única que se aventuraba por las montañas caucasianas.
La tempestad había continuado su camino hacia el suroeste. Hacía más de cuatro horas que había salido de Erevan. Los guardias debían de haber vuelto a sus puestos. En las primeras horas del amanecer, las sirvientas entrarían en su habitación y darían la voz de alarma. Entonces, cosacos, mongoles, rusos y armenios, todo aquel que pudiera montar a caballo, todos los patanes a sueldo de Nicéphore, se lanzarían a perseguirla.
La princesa se encogió sobre su montura. El frío la anestesiaba. Medio inconsciente, la invadieron pensamientos, visiones y sensaciones que la devolvían a su infancia. Comunicarse con los muertos, jugar con los fantasmas, abrir las puertas de los mundos prohibidos… Se zambulló vertiginosamente en el pasado y se adentró en fantásticas exploraciones por las sendas del futuro. Sus extraños poderes, sus dones, cuya intensidad había disminuido, empezaban a recuperarse.
Las fuerzas invisibles volvían a poseer su cuerpo libre. Se abrió al mundo, sobrevoló pueblos perdidos en las montañas y el ojo negro del monte Ararat. Recorrió distancias considerables, alcanzó el Cin Dag, surcado por caravanas turcas, las marismas sombrías del Hazapin, las ruinas encantadas urartianas y, más lejos todavía, llegó a la maléfica fortaleza de Kars. Volvió a aprender el lenguaje de los vientos y de los astros.
Había vuelto a ser la Sedmitchka.
Los Siete Espíritus de la Revuelta se despertaron. Otras imágenes empezaron a imponerse. Paulatinamente, vio la silueta de un hombre perfilarse cerca de un fuego.
– Un persa -se dijo ella.
Se encontraría con él al cabo de poco tiempo. Se concentró en esa presencia que estaba a cinco o seis verstas de ella. Era un hombre acorralado, peligroso, perseguido por los rusos.
Un aliado potencial.
Abandonó el estado de videncia. Tenía que llegar lo antes posible junto a ese hombre. Azuzó a su caballo.
Una hora después, vio el fuego bajo una cornisa rocosa. Echando pie a tierra, guió a su montura entre las grietas, inquieta. Ya no adivinaba nada de lo que se le acercaba. Tenía el espíritu cerrado. Apenas podía ocultar su miedo…, su miedo y su voluntad de matar.
Avanzó prudentemente hacia la fuente de luz. Derrumbadas en parte, las paredes de un refugio protegían apenas el fuego cuyas llamas alocadas chisporroteaban en torno a un recipiente de hierro. Bajo la cornisa rocosa, había un caballo mestizo atado a una viga calcinada.
El persa ya no estaba allí.
– ¿Hay alguien ahí? -preguntó con voz temblorosa.
En ese instante, una masa se abatió a su espalda y le dio la vuelta.
– ¡Piedad! -gritó ella-. ¡Me persiguen soldados rusos!
Su agresor la volvió brutalmente y clavó su mirada en la suya. En la mano derecha, que tenía levantada a la altura de la cabeza, sujetaba un cuchillo.
– ¡Estás mintiendo!
– ¡No!
Le acercó su cara de odio, enmarcada por una corta barba negra y blanca.
– ¡Soy rusa y me persiguen!
– ¡Estás mintiendo! -repitió el persa.
Sus dedos se crisparon en torno a la empuñadura del arma: iba a atacarla.
– El señor de Erevan, el general Blavatski, quiere ejecutarme; soy su esposa.
Su revelación fue tan inesperada que el hombre se quedó boquiabierto. Algo así no podía inventarse. La mujer de Blavatski ante él, indefensa. Una cristiana de la noble corte del zar. Se le brindaba la oportunidad de cortarle la garganta a una enemiga del islam. Unas voces le recordaron que Alá era magnánimo. De modo que guardó el cuchillo, se separó de ella y le tendió la mano para ayudarla a levantarse.
– Acércate al fuego.
La tranquilidad sucedió al miedo. Helena se acercó al fuego. Se calmó, olvidó sus miserias. El completo bienestar llegó cuando el persa le cubrió los hombros con una pelliza de piel de lobo.
– ¿Adónde pensabas ir con tu vestido de princesa? -le preguntó, y se sentó cerca de ella.
– A Tiflis.
– Vestida así y sin provisiones, no habrías sobrevivido más de veinticuatro horas… Blavatski… Blavatski… -Un rictus le deformó la cara-. Tu nombre te costará unos cuantos disgustos si te quedas en esta región -añadió.
– Llámame Helena. No he elegido ser una Blavatski. Me han casado a la fuerza con ese matarife.
El recuerdo le abrió una brecha en su caparazón y estalló en sollozos.
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