Su vapor.
Helena se alegró de no estar a bordo. Se echó el aliento en las manos y aceleró el paso. Había conseguido granjearse la confianza del teniente y de los criados, hospedados en casa de un noble escribano de la ciudad.
Debía afanarse por borrar las huellas de su paso por ese puerto bullicioso.
Llegó a los barrios bajos y se mezcló con la multitud, que ya estaba atareada. Sólo eran las diez cuando tomó la calle principal, donde deambulaban soldados, marinos, putas, mendigos turcos, aventureros bálticos, mercaderes manchúes, caravaneros tungusos y mercenarios daguestanos. Al ver a los prisioneros altaicos, con gruesas cadenas en torno a los tobillos, y a los cosacos mirándola, no pudo evitar pensar en su propia suerte si acababa presa. La marea humana se perdía en los muelles y en los astilleros. En ese espacio de media versta de largo y cien pasos de ancho, los chirridos, golpes, balidos y relinchos no conseguían acallar las llamadas de los mercaderes y los juramentos de los traficantes, los cantos de los obreros y los silbidos de los contramaestres. Helena se dirigió al mercado de animales.
Un vendedor griego de mandíbula prominente, encaramado a un tonel, mantenía en vilo a una multitud de nómadas, una hermandad de monjes y un puñado de campesinos.
Helena se mezcló con los monjes. Los religiosos admiraban los animales allí expuestos, sobre todo el magnífico animal de pelaje marrón con motas negras que el vendedor estaba presentando.
– Sería ideal para nuestro peregrinaje a Jerusalén. Nuestro superior se montaría en él y nosotros lo seguiríamos en las mulas.
– Sí, entraríamos en la Ciudad Santa con gran pompa, junto a los hermanos de Tashkent y los penitentes de Kiev.
– ¡Lo necesitamos!
El vendedor animó a los monjes.
– ¡Fijaos! Qué bestia, qué bella bestia -decía señalando al caballo, al que un empleado hacía girar-. El propio Dios lo querría en el Paraíso, ¿no les parece, hermanos?
Los monjes desaprobaron esa afirmación, abandonaron la idea de procurar una montura digna a su superior y se apartaron para salmodiar unas plegarias. Al vendedor le importaba un bledo. Los monjes, que vivían de limosnas y donaciones, no tenían los medios para comprar un caballo. Esperó a que esos malos clientes desaparecieran, y después retomó su palabrería:
– Vamos, señores, decidíos…
Los hombres en cuestión, vestidos en su mayoría con sombrero y botas de fieltro, seguían impasibles. No comprendían demasiado bien el ruso, así que, abandonando la lengua oficial, el mercader se dirigió a ellos en sajá. Acertó de lleno. Las sonrisas dejaron a la vista los dientes mellados de su público.
– ¡Es un animal fuerte! Vuestros chamanes dirían que está hecho para enfrentarse a las nieves del Cáucaso, a los pantanos siberianos, a los desiertos del Mujunkum y a las arenas del Betpak-Dala. Ved sus jarretes, la amplitud de su pecho, el brillo de su pelo y la vivacidad de su mirada. Creedme, hijos de las estepas, no encontraréis una montura mejor a menos de mil verstas a la redonda; cargará sin desfallecer vuestras bolsas de sal, vuestras tiendas y a vuestras mujeres durante veinte años.
Los nómadas sabían que todo era mentira. El animal tenía al menos quince años. Ninguno de ellos hizo una oferta. Los griegos siempre mentían. Los campesinos, toscos georgianos pertenecientes a la misma comunidad, eran menos cautos. Su grupo se acercó al caballo.
– ¿Cuánto? -preguntó el que llevaba la voz cantante.
El vendedor se enderezó, se metió los pulgares en los bolsillos de su chaqueta y adoptó un aire pensativo. Aceptó fijarles un precio.
– Cuarenta rublos sería un buen precio para vosotros; pero, en pos de las buenas relaciones entre nuestros dos pueblos, debo hacer un esfuerzo: os lo dejo por treinta y cinco rublos. Entonces, ¿qué me decís, amigos míos?
El jefe consultó en voz baja a sus colegas. Después dijo en voz alta:
– Somos pobres.
– Treinta y dos rublos.
– Sigue siendo demasiado. No podemos pagar más de dieciséis.
– ¡Idos al diablo! -escupió el griego.
Los campesinos, decepcionados, se fueron. Helena se quedó contemplando el caballo. Era un caballo bastante mediocre.
– ¡Te ofrezco veinte rublos!
El vendedor levantó una ceja y miró con desdén a la noble y joven señorita, antes de lamentarse:
– Veinte; quieres que me arruine… Con ese precio, perdería dinero.
– ¡Sé lo bastante sobre caballos para decirte que tiene quince años y que es el bastardo de un media sangre francés y de un tarpán!
El mercader se sintió incómodo. Esa diablesa con enaguas iba a hacer que se ganara una mala reputación. Tenía más animales que vender: asnos, mulas, siete vacas y caballos de tiro. Así pues, se apresuró:
– Es tuyo.
Unos minutos más tarde, lo condujo hasta donde estaban los monjes.
– Padres, ¿pensáis ir a Jerusalén?
– Sí, hija mía.
– Es un viaje largo.
– Llegaremos dentro de unos cinco meses… Si Dios quiere.
– Entonces, aceptad este caballo.
– Nunca podremos rezar lo bastante para agradecértelo. No podemos aceptar un regalo así.
– Yo no puedo ir a Jerusalén. Es para vuestro superior. Será mi manera de estar con vosotros allí.
– ¡Que Dios te bendiga! -gritó el más anciano de los monjes, con cara de sorpresa-. Le daremos un buen uso. ¿Cómo te llamas?
– Marina Petrovskaya.
– Lo recordaré -dijo el anciano, que se apoderó rápidamente del caballo-. Le hablaré al Señor y a sus ángeles de ti.
A Helena le importaban muy poco las intercesiones en su favor ante Dios.
– ¿Puedo pediros un favor?
– Lo que quieras, hija mía.
– Dadme uno de vuestros hábitos.
– ¡Eso es imposible! -exclamó el anciano monje.
– ¿Por qué?
– Las mujeres no pueden llevarlos. Cometeríamos un gran pecado si te lo diéramos.
– ¿Quién os ha dicho que me voy a disfrazar de monje? Lo pido para una buena causa. Quiero dárselo a mi hermano, que desea ayunar y hacer penitencia -mintió ella, a la vez que extendía la mano.
Los monjes abrieron los ojos como platos. En la palma de Helena brillaban tres monedas de oro.
– Una por el hábito -dijo ella, mientras ponía la primera en la mano del monje, casualmente tendida hacia ella-, otra para lavaros de todo pecado y la última para que me borréis de vuestra memoria.
– Entonces, queda triplemente justificado -dijo el viejo monje-. ¡Hermano Grigori, quítate el hábito!
Unas nubes azuladas con ribetes de plata rodeaban la luna. Se juntaron y durante unos instantes sumieron el puerto de Poti en la oscuridad. Disfrazada de monje, con los cabellos ocultos bajo la capucha y una gran bolsa a su espalda, Helena había esperado el momento propicio para abandonar el aserradero en el que se había escondido después del mediodía. A esa hora, avanzada la noche, los soldados de su escolta y la policía debían de creer que estaba de camino a Suhumi o a Trebisonda. Había hecho falsas confidencias a sus criados: había revelado que no tenía intención de llegar a Odessa.
Se coló entre los almacenes. Desde su escondite improvisado, había estado observando los movimientos de los navíos y el vaivén de los descargadores. Había dos barcos preparados para zarpar, uno ruso y otro inglés. Por supuesto, eligió el segundo. Unos marineros borrachos aparecieron y empezaron a armar escándalo subiéndose a las cajas, y cantando y entonando canciones obscenas, pero se cansaron rápido. Ella los dejó alejarse. Se oyó un ruido de botellas rotas; después sólo hubo silencio.
Helena esperó todavía una hora más antes de actuar.
Se había levantado viento. El cielo estaba despejado. El reflejo de la luna flotaba libremente sobre el mar. Helena se coló entre los barcos varados en tierra. Los dos mástiles del navío inglés oscilaban. Oía los silbidos de las vergas y los cabos, los chirridos de las poleas y el chapoteo del agua alrededor del casco.
Читать дальше