– El hombre inventa dogmas, dicta preceptos, determina exclusiones, promulga prohibiciones, pero Dios hace lo que quiere, y ¡Él te ha entregado a mí!
– ¡Qué ínfulas tienes! Siempre tienes que mezclar a Dios con tus bajos instintos.
Detestaba esas réplicas que sonaban tan sensatas. Helena lo medía con la mirada. El aguijón de su menosprecio avivó su rabia. Nicéphore barrió con el brazo vasos y jarras. El ruido del cristal al romperse con estrépito le hizo mucho bien y se calmó un poco. Helena le pareció más bella y deseable que nunca. Mechones de cabellos con reflejos rojizos le caían sobre su frente obstinada. Su pecho lechoso se elevaba. Atraído irresistiblemente, rodeó la mesa. La boca se le deformaba en un rictus, su cara amarillenta podía compararse a la de un aparecido. Pudo leer el miedo en la mirada de su esposa.
Helena se levantó de su asiento y se colocó en la otra punta de la mesa.
– Muy bien, general, te dejo elegir las armas -soltó ella apoderándose de un largo tenedor de plata-. Pero ten cuidado, podría traspasarte la piel tranquilamente.
Lo clavó con una inopinada violencia en el vientre de un salmón. Nicéphore comprendió que no bromeaba, pero restó importancia a su gesto atreviéndose a soltar una risita. Habría podido llamar a sus hombres para descuartizarla sobre la mesa, pero deseaba solucionar ese problema solo.
– Vamos, preciosa -dijo él-, seguro que podemos hallar un lugar de encuentro. ¿Tanto te disgusto? Soy un hombre con experiencia y mis caricias te darán placer.
– Me tomas por una de esas criadas tártaras que te llevas a tu habitación de noche. No me parezco en nada a esas retrasadas que fingen sentir placer por miedo a las represalias. ¡Mírame, Nicéphore! Soy joven, tengo diecisiete años. Mírate a ti, sólo eres un viejo asqueroso. No quiero soportar tus caricias repugnantes. No quiero recibir tu semilla corrupta.
Helena sacó el tenedor del salmón y le apuntó cuando él iba a rodear la mesa.
– ¡No te acerques a mí o perforaré tu decrépito pellejo!
Nicéphore se detuvo. Iba a atravesarle la vieja piel que cada día intentaba reafirmar con ungüentos orientales y maceraciones de hierbas africanas. Ella le recordaba que estaba a merced de la decrepitud, igual que sus hombres y sus siervos.
Diecisiete años apenas, y se comportaba como un aguerrido soldado. Él, el vencedor de los turcos, invicto, cuyo nombre se murmuraba con temor desde el mar Caspio hasta el mar de Azov, estaba a merced de una adolescente armada con un tenedor.
La cólera se apoderó de él.
Quería tomarla allí mismo. Enseguida. Se precipitó hacia una panoplia de armas y se apoderó de un heggestor húngaro, una espada curvada pensada para hundir cráneos.
– Ya veremos quién de los dos ensarta al otro -gritó exultante, cortando el aire con su arma.
Helena se volvió a situar en el otro extremo de la mesa. Dejando caer su espada al azar, Nicéphore redujo a pedazos la preciosa vajilla, e hizo picadillo aves, pescados, pasteles y porcelana.
– ¡Serás mía! -gritó él.
El hierro dibujaba grandes círculos; después se hundió en la madera.
– ¡Ven aquí, ramera!
Helena se tropezó de repente con una de las pieles extendidas, perdió el equilibrio y fue a darse contra el samovar ardiente.
– ¡Ya te tengo! -eructó Nicéphore precipitándose hacia ella.
Helena abrió el grifo de cobre. De él manó agua hirviendo que llenó una palangana de plata. El general se colocó encima de ella, pero ésta le lanzó el contenido de la palangana a la cara.
Nicéphore, olvidando su arrebato, gritó de dolor. Tras dejar caer la espada, se llevó las manos a la cara.
– ¡Maldita!
No había tenido bastante. Se echó hacia delante, ciego, y pudo atrapar un mechón de cabellos. Tiró con todas sus fuerzas, pero Helena recuperó el tenedor y se lo clavó.
– ¡A mí, Talik! ¡A mí!
El cosaco apareció en la habitación y se lanzó sobre Helena. No pudo esquivar el tenedor, que se le clavó en el cuello. Ese golpe magistral le permitió a Helena liberarse.
Nicéphore recuperó poco a poco la visión. La silueta vaga de su esposa se confundía con la de su perro guardián. Talik se esforzó por mantener el equilibrio. Un reguero de sangre le manchó la camisa.
– Señor, ayúdeme… -gimió el cosaco.
Nicéphore no estaba en condiciones de ayudar a su guardia; ni se movió cuando Helena, en su huida, pasó cerca de él.
Dónde podía refugiarse? La dacha estaba llena de criaturas a sueldo de su esposo que la acosaban. Las tierras de Blavatski, repletas de hombres y mujeres a su servicio y de unidades de soldados que le obedecían ciegamente, se extendían hasta donde le alcanzaba la vista. Nadie habría osado proteger a Helena a treinta verstas a la redonda, ni los temibles pastores armenios ni los monjes errantes, ni siquiera los ermitaños de la ciudad muerta de Ani. Todos se habrían apresurado a devolverla a Nicéphore a cambio de una recompensa contante y sonante.
Esperó encerrada, mientras las horas pasaban. El cielo giró. El sol reapareció sobre la pura corona del Aragaz. La niebla cubría los valles. Vio sangre en los picos y también en las torres de vigilancia. Las grandes águilas retomaron su caza sobre el Cáucaso; envidió su libertad.
Las horas seguían pasando y las represalias todavía no llegaban. ¿Qué tramaba el retorcido de Nicéphore? Cansada de esperar y de estar al acecho tras la ventana, superada por la fatiga, fue a tumbarse a la cama. Enseguida, empezaron a asaltarla sueños. Volvió a ver el palacio de su infancia, a su dulce y amante madre inclinada sobre el escritorio, a su padre desfilando por las calles de Yekaterinoslav, a la valiente Calina, el Dniéper y sus ondinas.
– ¡No! -gritó al notar que algo la rozaba.
– Señora, soy yo, Boadicea, tu criada; te traigo té y pastas…
Boadicea era una criada sin edad con trenzas blancas y ojos muy claros. Debía su nombre a la reina de los icenos, y se ajustaba a su apariencia. Una reina sin corona sometida a la voluntad del jefe de los cosacos.
– Tienes que comer.
– ¡Vete!
– Si no aceptas la comida, me golpearán y el señor me hará encadenar con los cerdos en el establo.
Helena suspiró. Esa pobre mujer decía la verdad. Había visto en ocasiones a siervos y siervas con grilletes en los tobillos y metidos en la piara.
– Accede a alimentarte, por piedad -continuó la criada.
Helena contempló el pesado plato cargado de finas pastas y frutas. ¿Podría obtener alguna información interrogando a Boadicea?
– Está bien, sírveme té -dijo Helena yendo a sentarse a la mesa redonda donde comía cuando Nicéphore no la mandaba llamar.
– Vaya, gracias, señora.
La anciana vestida de negro sirvió a Helena, después se dedicó a cumplir con sus tareas en la habitación, arrastrando los zapatos. Helena se puso a observar ese rostro anciano y solemne. En cierto instante, se fundió con ella y descubrió su porvenir… Le quedaba muy poco tiempo de vida… Vio su cadáver en un agujero abierto en la nieve y no sintió ninguna lástima. Boadicea estaba en el bando de su esposo.
– ¿Qué hace el general? -preguntó ella.
– No está aquí.
– ¿Ha salido?
– Ha ido a casa de Rudeliekov.
Helena debería haberlo sospechado. El comandante Rudeliekov era el mejor médico de la región.
– El señor está muy furioso -continuó Boadicea mientras hacía la cama-; le has causado mucha pena al herir al bueno de Talik.
Una gran alegría recorrió su cuerpo. Helena volvió a ver sangrando al «bueno de Talik».
– El señor se lo ha llevado él mismo en su calesa. Habrá que rezar para que se reponga rápido de la herida de la garganta.
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