– Tienes frío.
– No -contestó Agripina, sobresaltada-, aquí llega el sol.
Cayo se sentó a su lado y dijo de un tirón:
– Aunque me tape los oídos con las manos, oigo continuamente a la gente hablar de ti y de tu madre, Julia, y de la maldita Noverca, a la que no he visto nunca ni de lejos. Pero, cuando se percatan de que estoy delante, inmediatamente se callan.
Agripina era muy guapa, como demuestran sus retratos. Poseía la belleza engañosamente serena y dulce de la estirpe Julia, la que también aflora en el rostro de Augusto. Pero ese día Cayo solo vio que sus facciones se ponían rígidas debido a la alarma.
– Después de todo lo que ha pasado -dijo entonces-, no pueden seguir existiendo secretos. Dime por qué Julia, la única hija de Augusto, tu madre, fue desterrada a la isla de Pandataria y después la enviaron a Reggio a morir. Es una crueldad que no puedo comprender.
– Pandataria es una isla preciosa -contestó inesperadamente Agripina, y Cayo se quedó sin palabras-. Tenemos una villa en Pandataria. La construyó mi padre, Agripa. -No dijo, sin embargo, que no podía ir desde hacía años. Su bello rostro estaba demacrado, su cuello delgado, las venas le palpitaban bajo la piel, pero ella insistía en sonreír-. Es una isla pequeña, muy verde porque tiene un manantial. Mi padre era un gran marino, encontró el lugar más protegido para atracar y construyó un pequeño puerto. A mí me gustaba.
Cayo estaba impacientándose, notaba que la conversación se le iba de las manos. Tan solo años después comprendería que su madre había intentado evitarle el dolor.
– La villa está en la cima del promontorio -continuó ella-, al final de una larga escalinata. Tiene la forma de dos alas, hacia levante y hacia poniente; en el centro, mi padre construyó un nymphaeum. Así, ese rincón queda protegido de los vientos invernales y se llena de flores.
»En la parte más alta mi padre construyó una terraza, y desde allí se ve todo el Tirreno y las demás islas, y la costa del Lacio. En levante y en poniente, bajan hasta el mar dos pasos cubiertos; mi padre había previsto poder encontrar aguas tranquilas hiciera el viento que hiciese.
Cayo no podía imaginar la angustiosa importancia que adquiriría muy pronto esa descripción. Agripina lo acarició, le apartó los cabellos ondulados que le caían sobre la frente. Él no lo soportó, se escabulló de las caricias.
– Por favor, dime por qué Julia, tu madre, murió de ese modo.
– El viaje a Egipto, adonde no pude acompañarte… -Agripina respiró y Cayo intuyó el daño que le hacían aquellos últimos meses de la vida de Germánico lejos de ella-. Ese viaje te lo reveló todo sobre la familia de tu padre. Pero por mi parte, de cómo vive en ti la sangre de Augusto, solo sabes lo que han podido y querido decirte personas que no vivieron aquellos días. -Respiró de nuevo, pero el tiempo de callar había terminado-. Para empezar debo decirte que Augusto, para casarse con la Noverca, envió la carta de divorcio a su mujer, Escribonia, el mismo día que esta traía al mundo a Julia, mi pobre madre. Una crueldad que disgustó a toda Roma. Augusto nunca quiso a su única hija, simplemente la convirtió en un instrumento para sus planes. Apenas esta cumplió catorce años, la hizo casarse con su sobrino Marcelo, al que había escogido como heredero. Pero Marcelo murió unos meses más tarde, cuando mi madre no tenía aún quince años. Augusto solo buscaba aliados seguros, pues toda su vida había estado amenazada por conjuras: Aulo Murena, un cultísimo jurista, y Fanio Caepio, descendiente de cónsules; y poco después Cornelio Cina, cuya familia había sido aliada de Cayo Mario; y Valerio Sorano, que era un noble samnita. Todos descubiertos, todos muertos. Augusto dijo que se sentía como un tigre sobre una roca, rodeado por una jauría de perros. Y enseguida casó a Julia con su amigo más seguro, el hombre que lo había ayudado a conquistar el imperio, mi padre.
»El general Marco Vipsanio Agripa tenía más de cuarenta años, otras mujeres y otros hijos en su pasado; y en aquellos días en Roma se dijo brutalmente: "Augusto regala mujeres a sus fieles como se regala un caballo". Sin embargo, aquel gélido matrimonio de conveniencia se transformó, para sorpresa de todos, en una feliz y fértil familia.
»Pero, como sabes, mi padre murió pronto durante una guerra. Augusto dijo, acongojado, que había perdido su brazo derecho, "al hombre que ha dirigido todas mis batallas", gemía. La Noverca, en cambio, no lloraba. Y le sugirió que, en todo el imperio, tan solo un hombre podía sustituir al gran Agripa, y era su hijo Tiberio. Había que convertirlo en el heredero del poder, desanimar a otros aspirantes, casarlo inmediatamente con Julia. Pero cuando murió mi padre, mi madre estaba embarazada; era la sexta vez en nueve años. Nadie había desobedecido nunca a Augusto, pero aquella vez ella se rebeló. Muchos la oyeron gritar que se estaba utilizando sin misericordia su vida, que no podían ligarla, al cabo ele unas semanas de luto y con un niño recién nacido, al taciturno Tiberio, que era, por encima de todo, hijo de la Noverca, la segunda y odiosa mujer de su padre.
Lo que Agripina, tras un tortuoso silencio de años, estaba contándole finalmente a Cayo, en su época había sido el cotilleo más sonado de Roma. Y muchos habían reído abiertamente, pues, de forma inesperada, Tiberio también se había rebelado contra aquella boda. En realidad, ya estaba casado, y para sorpresa general había declarado en público que lo estaba felizmente, con una mujer ele temperamento moderado y severa como él. Y no aceptaba dejarla. Además, esta era, en aquella demencial trama de parentescos, la hija del primer matrimonio del difunto Agripa. Y Tiberio había alzado la voz para pronunciar una frase que dio la vuelta a Roma: «¿Voy a tener que divorciarme de la hija de Agripa para casarme con su viuda?».
Pero, mientras que la capital del imperio seguía divertida aquel insólito debate familiar, Augusto había declarado solemnemente: «Yo pienso en Roma con una perspectiva de siglos, no de los escasos años de nuestras vidas», y semejante frase no admitía réplica. Pocas ceremonias nupciales, desde luego, habían sido tan fúnebres como aquella.
Agripina, que de jovencita se había encontrado como recalcitrante padrastro a Tiberio, concluyó:
– Sé que él obedeció llorando, y cuando casualmente volvió a ver a la mujer que lo habían obligado a dejar, miró para otro lado.
Y en secreto continúa llorando.
La frase entraría, prácticamente con las mismas palabras, en los libros de historia.
Cayo no decía nada. Que un hombre como Tiberio hubiese llorado era inimaginable; pero quizá era verdad. Y el absurdo matrimonio no podía durar. Tiberio acabó por dar un portazo y se marchó a la lejana isla de Rodas. La gente murmuró que Augusto había descubierto ciertas intrigas políticas y comenzó a llamarlo «el exiliado de Rodas». Los populares proclamaron que la triunfal carrera de Tiberio había acabado.
Sin embargo, eran palabras imprudentes, porque en el Palatino seguía estando la Noverca. Solo la contemplación (si puede decirse así) de ese demencial árbol genealógico transmite una idea del infierno que anidaba en el seno de la esplendorosa y riquísima familia imperial. Y por encima de todos sobresalía ella, que era a la vez la mujer de Augusto, la madrastra y después suegra de Julia, la abuelastra de Agripina y de sus hermanos muertos, la bisabuela de joven Cayo y especialmente la madre de Tiberio, y que sorprendería serenamente a todos los demás por llevar, con infatigable lucidez criminal, a su hijo al imperio y mantenerlo en él.
Y, como coincidieron en escribir los historiadores de la época, su mente, «una mente como la de Ulises», desarrollaba con laberíntico cinismo planes a muy largo plazo.
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