Belinda Alexandra - La lavanda silvestre que iluminó París

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La lavanda silvestre que iluminó París: краткое содержание, описание и аннотация

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En la bella Provenza, la joven Simone Fleurier, de catorce años, vive arropada por el amor incondicional de su familia, dueña de una plantación de lavandas que atraviesa graves problemas económicos. Cuando por fin las cosas parecen mejorar, su padre fallece en un fatídico accidente de tráfico. Su familia, destrozada y sin recursos, se ve obligada a enviar a Simone a un vieja casa de huéspedes en Marsella dirigida por su tía, una cruel mujer que la obligará a trabajar como criada en unas pésimas condiciones. Sola, sin el amor de los suyos y perdida cualquier esperanza, Simone cae en una vida triste y miserable. Pero su suerte cambiará cuando trabe amistad con Camile Casal, una hermosa, fría y calculadora joven dedicada al teatro de variedades que le descubrirá el mundo del espectáculo. Poco a poco, florecerá en el corazón de Simone un sueño que la motivará a seguir adelante: convertirse en la más extraordinaria bailarina y cantante de toda Francia.

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Espié de nuevo a través del telón y parpadeé. Unos seres fantasmales se movían desordenadamente por el escenario. Levantaron algo sobre el telón de fondo que se desenrolló con un ruido sordo como el de una vela desplegándose al viento. Empujaron el tótem hacia los bastidores y en su lugar colocaron tres objetos que parecían árboles. Unos minutos más tarde, las tenebrosas siluetas se retiraron, como asesinos escabullándose entre las sombras. Me di cuenta de que se escuchaba una voz apagada y comprendí que otro número estaba teniendo lugar delante del telón. Los hombros redondeados y la postura adusta me resultaban familiares y supuse que era el humorista huraño. No alcanzaba a oír lo que estaba diciendo porque proyectaba su voz hacia el público, pero fuera lo que fuera no les gustaba. Le estaban abucheando y golpeaban los puños contra los laterales de sus asientos.

– ¡Saquen a las chicas! -gritó una voz hosca por encima de la algarabía.

No me enteré de si el humorista había terminado su número o no, pero instantes después el arpa comenzó una melodía cantarína. Se le unió una flauta, que arrastraba las notas como si se tratara de una serpiente. Una luz dorada inundó el escenario. El público se quedó boquiabierto y yo también. El decorado estaba ambientado en el antiguo Egipto con un telón de fondo de arena, pirámides y palmeras. Las coristas estaban de pie o arrodilladas delante de una escalera que desaparecía por el techo. Vestían túnicas blancas atadas a un hombro con un broche dorado y todas ellas tenían un aspecto muy similar, con pelucas de color ébano y los ojos alargados con una gruesa raya negra. Los eunucos se encontraban de pie a ambos lados del escenario, agitando abanicos de plumas de pavo real. Las coristas cantaron y sus voces recibieron respuesta de otra voz que provenía ce más arriba.

Unos pies enjoyados con tobilleras plateadas aparecieron en lo cito de la escalera y comenzaron a descender. Después, les siguieron unas estilizadas piernas y un torso. Cuando la mujer surgió por completo, se impuso un silencio ahogado entre el público. Llevaba cubiertas las caderas con una gasa de muselina que se le cerraba a la cintura con una hebilla en forma de cobra. Toda ella relucía por las joyas que la adornaban de pies a cabeza. Brillaban en los lóbulos de sus orejas y en sus muñecas, y en la parte superior de cada brazo tenía un brazalete dorado. Sobre el pecho le colgaban tiras de cuentas que apenas escondían sus senos turgentes. Fue avanzando paso a paso, deslizándose escalera abajo. Gracias a aquella elegante manera de andar logré reconocerla. Era Camille. Había pasado de ser una hermosa mujer a transformarse en un exótico objeto de deseo. De repente, comprendí la obsesión de monsieur Gosling.

Camille alcanzó el final de las escaleras y se movió hacia las candilejas, donde comenzó a hacer ondas con los brazos y a contonear las caderas al ritmo de la música. Un hombre de la primera fila se tapó la boca con la mano sin poder apartar los ojos de ella. El resto del público no se movió ni lo más mínimo. Se quedaron inmóviles, agarrados a sus asientos. Camille movió sensualmente los hombros y las caderas y giró en círculo. Alcancé a ver un instante el brillo de sus ojos, su expresión altiva. Todos los demás artistas que la acompañaban en escena se desvanecieron, se volvieron insignificantes. La voz de Camille era fina pero su presencia sobre el escenario resultaba formidable. Un barco de velas púrpuras apareció deslizándose desde los bastidores y se detuvo a los pies de la escalera. Flanqueada por las coristas, Camille se subió a él. Se volvió y le dedicó al público un último y descarado contoneo de caderas antes de desaparecer como por arte de magia. Las luces se apagaron. El baile había terminado. El público se puso en pie y aclamó, su aplauso fue tan ensordecedor como un trueno. Apreté a Bonbon contra mí, ambas estábamos temblando.

Tras varios bises, en ninguno de los cuales apareció Camille de nuevo, me di cuenta de que se me estaba haciendo tarde y que tendría que perderme el segundo acto. Me levanté para irme a casa.

Albert estaba fumando en el rellano y le di las gracias por haberme dejado ver el espectáculo, pero apenas oí mis propias palabras, pues todavía resonaba en mis oídos el vivido recuerdo de la música y del aplauso del público. Caminé por la Canebière como en sueños y las patitas de Bonbon repiquetearon sobre los adoquines delante de mí. Me imaginaba el número de Camille una y otra vez; me había impresionado más que ninguna otra cosa que hubiera visto antes. No era lascivo ni vulgar como lo había descrito tía Augustine. Era fascinante. Y en comparación con aquello, mi vida parecía aún más deprimente.

Llegué a la puerta principal cuando se estaba poniendo el sol y levanté el pestillo. Pero la chica que había dejado la casa aquella tarde no era la misma que regresaba. Entonces supe que tenía que lograr subirme al escenario o mi vida no valdría nada.

Capítulo 4

Le Chat Espiègle no era precisamente un teatro de variedades de primera categoría con un gran presupuesto de producción ni un público entre el que se contaran duques y príncipes. Pero para mí se trataba de un lugar mágico. Pensaba que las luces y la música, aquellos trajes brillantes y las coristas eran el colmo del glamour y el entusiasmo. Aunque es cierto que no tenía nada con lo que compararlo. Para mí no existían los telones raídos, los asientos desgastados ni los rostros prácticamente famélicos de los artistas. Vivía anhelando aquellas noches en las que Bonbon y yo íbamos hasta el teatro y Albert nos colaba en nuestro lugar secreto entre bastidores.

A veces, algunas actuaciones se pasaban del segundo acto al primero de la representación y una vez asistí a la matiné del domingo cuando a tía Augustine le dio una migraña y me ordenó que no la molestara ni hiciera ningún ruido en la casa. De esa manera, tuve la oportunidad de ver los números de otros intérpretes. Los artistas y el empresario teatral, monsieur Dargent, me descubrían de vez en cuando, pero no decían nada. Incluso Camille hacía caso omiso de mi presencia: permanecía distante sin delatarme a tía Augustine y seguía pagándome por pasear a Bonbon.

El mimo se llamaba Gerard Chalou. Aunque solo podía verle la espalda durante su representación, me solía tropezar con él entre bastidores mientras practicaba la postura de los hombros contra una pared o se tumbaba boca arriba y contraía y relajaba los músculos del abdomen. A veces calentaba en la caja en la que yo me sentaba y a menudo se pasaba cuatro o cinco minutos moviendo solamente los ojos.

– Son los que lo comunican todo -aclaró, ante mi expresión sorprendida-. También hay que calentarlos.

Una vez, durante el intermedio, Chalou nos ofreció a Albert y a mí una representación de su número sobre un caniche maleducado. Para enfatizar los momentos cómicos, se quedaba congelado en algunas posturas. Escudriñé sus labios y el pecho en busca de algún indicio que demostrara que estaba respirando, pero no encontré ninguno. Madeleine y Rosalie, dos coristas que aparecían desnudas en el espectáculo excepto por sus cache-sexes tachonados de joyas, le rogaron a Gerard que les enseñara aquella técnica especial de «inmovilización».

– Podéis practicar corriendo -les indicó-. Y después, quedaos quietas en una postura. No debéis mover ni un músculo. Pero tampoco puede parecer que estáis muertas. A través de la mirada, tenéis que transmitir vida.

Madeleine y Rosalie trotaron por la habitación como caballos. Cuando Gerard gritó: «¡Quietas!», se pararon en seco, tratando de no tambalearse sobre los tacones de aguja que llevaban y sosteniendo sus boas de plumas tras ellas, como si fueran alas. Pero por mucho que lo intentaran, cada vez que lo hacían, algo siempre las delataba. Un pendiente tintineaba contra su tocado; una pulsera que se deslizaba brazo abajo; o sus pechos, que continuaban rebotando. Aunque se suponía que aparecían desnudas, sus «trajes» solían ser más pesados que los de las coristas que aparecían vestidas.

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