Belinda Alexandra - La lavanda silvestre que iluminó París

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La lavanda silvestre que iluminó París: краткое содержание, описание и аннотация

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En la bella Provenza, la joven Simone Fleurier, de catorce años, vive arropada por el amor incondicional de su familia, dueña de una plantación de lavandas que atraviesa graves problemas económicos. Cuando por fin las cosas parecen mejorar, su padre fallece en un fatídico accidente de tráfico. Su familia, destrozada y sin recursos, se ve obligada a enviar a Simone a un vieja casa de huéspedes en Marsella dirigida por su tía, una cruel mujer que la obligará a trabajar como criada en unas pésimas condiciones. Sola, sin el amor de los suyos y perdida cualquier esperanza, Simone cae en una vida triste y miserable. Pero su suerte cambiará cuando trabe amistad con Camile Casal, una hermosa, fría y calculadora joven dedicada al teatro de variedades que le descubrirá el mundo del espectáculo. Poco a poco, florecerá en el corazón de Simone un sueño que la motivará a seguir adelante: convertirse en la más extraordinaria bailarina y cantante de toda Francia.

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Camille desapareció en una esquina y eché a correr para seguirle el paso. Me encontré en una plaza con una fuente en el centro. Al otro extremo había un enorme edificio de piedra con cuatro columnas y paneles esculpidos con ninfas danzarinas a cada lado de las puertas dobles. El cartel superior rezaba: «Le Chat Espiègle». El edificio era impresionante por su tamaño, pero destartalado en los detalles. Las columnas estaban agrietadas y cubiertas de manchas, y los relieves, que probablemente en su día fueron blancos, habían ennegrecido y estaban tiznados de mugre. Alcancé la fuente a tiempo para ver a Camille entrando en un callejón en el lateral del edificio. Salí corriendo tras ella y estaba a punto de llamarla cuando subió deprisa un tramo de escaleras y desapareció tras una puerta. Dudé un momento, preguntándome si debía seguirla. Subí los escalones y giré el pomo, pero la puerta estaba cerrada. A través de una ventana abierta del segundo piso se escapaba el débil sonido de unas notas al piano y el eco de un taconeo. Bonbon puso las orejas en tensión y yo me paré a escuchar.

De repente, resonaron unos pasos sobre los adoquines de la calle, así que bajé de un salto los escalones y me escondí detrás de unas cajas de basura. Lo hice justo a tiempo, antes de que me sorprendiera una procesión de mujeres que se aproximaban a nosotras. Eran jóvenes y esbeltas, con el pelo corto y caras bonitas. Me acomodé contra una pila de periódicos arrugados y de botellas vacías. El aire apestaba a ginebra y a pescado. Bonbon bajó las orejas y apretó su cabecilla contra mi pecho.

Una chica pelirroja subió las escaleras dando zancadas y golpeó la puerta con los nudillos. Las otras se apoyaron sobre la barandilla o se sentaron. Llevaban modernos vestidos, con el corte justo por debajo de la rodilla, pero incluso desde donde yo me encontraba agazapada podía ver que estaban hechos de encaje acartonado y baratas cuentas descoloridas.

Una chica con el pelo rubio oxigenado sacó un peine del bolso y se lo pasó por el flequillo.

– Tengo hambre -se quejó, doblándose hacia delante y cubriéndose el estómago con una mano.

– Eso es lo que pasa cuando no comes -replicó la muchacha que estaba a su lado.

Su acento era poco natural y, aunque sus facciones eran elegantes, hablaba un francés barriobajero.

– No puedo comer -respondió la primera chica, mirando por encima del hombro a la pelirroja, que estaba llamando a la puerta otra vez-. Tengo que pagar mañana el alquiler.

– Mon Dieu! ¡Qué calor hace! -se quejó una muchacha morena, secándose el sudor de la frente con un pañuelo-. Me estoy marchitando como una flor.

– Ahora hace un poco menos -le respondió la chica hambrienta-. Era peor esta tarde. El maquillaje se me caía a chorros por el sudor. No encienden los ventiladores durante los ensayos.

La pelirroja se volvió.

– Marcel me dejó caer durante el baile arabesco.

– ¡Ya lo vi! -exclamó otra chica-. ¡Y caíste en medio del charco de sudor que había a sus pies!

– ¡Menos mal que no me ahogué! -bramó la pelirroja, estallando en carcajadas.

Las otras muchachas se echaron a reír.

El cerrojo chasqueó y todas se pusieron de un salto en fila, como a fuerza de costumbre. La puerta se abrió de golpe.

– ¡Bonsoir, Albert! -corearon una por una antes de desaparecer en la oscuridad.

Bonbon se revolvió y me lamió los dedos. Estaba a punto de ponerme en pie cuando escuché más pasos sobre los adoquines de la calle y me volví a esconder. Espié entre las pilas de basura para ver a una mujer con aspecto de matrona dirigiéndose hacia nosotras con un montón de cajas de sombreros en las manos. Las cajas eran tan altas que tenía que mirar por un lado para saber por dónde iba. La seguían de cerca dos hombres muy morenos que llevaban estuches de instrumentos musicales bajo el brazo. El trío se paró delante de la puerta y uno de los hombres llamó. Como había sucedido con las chicas, tuvieron que esperar unos minutos antes de que se abriera y desaparecieran en el interior. Aunque me dolían las pantorrillas y los pies y Bonbon se estaba revolviendo entre mis brazos, me sentía hipnotizada por la procesión de gente que pasaba ante mis ojos. En comparación con mi vida de extenuante trabajo, todos ellos resultaban muy misteriosos.

La puerta se abrió y pegué un salto. Salió un hombre, que echó un vistazo al callejón. Estaba segura de que me vería, pero se paró poco antes de descubrir mi escondrijo. A pesar del calor, llevaba puesto un abrigo sobretodo que le llegaba hasta los tobillos y tenía el cuello de la camisa subido. El hombre dejó la puerta abierta, fijándola con un ladrillo, y se reclinó sobre la barandilla durante un momento antes de rebuscarse en el abrigo y liarse un cigarro. Noté que el tobillo derecho me ardía de estar en cuclillas y moví un poco el pie para aliviar el calambre. Golpeé con el zapato una botella de vino, que se fue rodando hasta chocar contra un cubo de basura con un tintineo. El hombre giró sobre sus talones y me miró a los ojos. A mí se me cortó la respiración.

– ¡Vaya! ¡Hola! -saludó, rascándose la barba de varios días que le cubría la barbilla.

– ¡Hola! -contesté, poniéndome en pie y estirándome el vestido. Después, incapaz de pensar en una buena razón para justificar que me estuviera escondiendo en la basura, exclamé-: ¡Buenas noches!

Y salí corriendo del callejón.

Intrigada por lo que había presenciado y a falta de otra diversión, regresé al teatro la noche siguiente. Pero cuando llegué al callejón estaba desierto. Pensé que quizá Le Chat Espiègle no ofrecía espectáculo los sábados por la noche y corrí a la taquilla, donde me aseguraron que sí que había y me señalaron los precios de las entradas. Volví al callejón. Escuché que alguien afinaba un violín, lo que me convenció de que disfrutaría de nuevo de la llegada de los artistas. Encontré una caja vacía entre la basura y la coloqué bajo el toldo de la tienda de objetos usados que se encontraba frente a la puerta de artistas. Me senté en la caja con Bonbon sobre el regazo, me cogí las rodillas con las manos y observé con expectación la esquina. No tuve que esperar mucho hasta que aparecieron las coristas, riéndose y desfilando como patitos de camino al estanque. La chica pelirroja fue la que primero me vio:

– Bonsoir! -exclamó, sin sorprenderse ni lo más mínimo de ver a una niña sentada en una caja con un perro sobre las rodillas.

Las otras me saludaron con la cabeza o me sonrieron al pasar. Llamaron a la puerta, se abrió y desaparecieron en la oscuridad.

Un poco más tarde, tres hombres y dos mujeres aparecieron detrás de la esquina. Me sorprendió su forma de marchar al andar, sus fornidas espaldas y sus barbillas levantadas. Los brazos de los hombres eran tan anchos como troncos de árboles, mientras que las extremidades de las mujeres eran nervudas y sus rostros estaban en tensión. Dos de los hombres cargaban con un baúl. Cuando se aproximaron, vi las palabras «La Familia Zo-Zo» pintadas en un lateral, junto a una imagen de seis trapecistas balanceándose en la cuerda floja. La cuerda se encontraba sobre un río atestado de cocodrilos y en el fondo se veían montañas y árboles de aspecto prehistórico. Había seis acróbatas en la imagen, pero solo cinco personas formaban el grupo. Me pregunté qué le habría sucedido al sexto componente.

Una de las mujeres llamó a la puerta. Se abrió y esta vez vislumbré la silueta del portero acechando en las sombras. Después de que entraran los acróbatas, salió al rellano.

– Pensé que era usted -me dijo-. Llega pronto. Normalmente no dejamos entrar a los admiradores hasta después de la actuación. Y solo pueden entrar los que han pagado por ver el espectáculo.

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