William Watson - El caballero del puente

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César un gran noble del sur de Francia enloquecido tras asesinar a su propio hijo durante una batalla, vive con su esposa Bonne y su hija Flore refugiado en un castillo en ruinas, en un país devastado por las guerras entre Roger Trencavel y su señor feudal. A partir de estos personajes, Watson transporta al lector a una época en la que la imperaba el código del amor cortés y desarrolla una profunda reflexión sobre la melancolía, el amor y la locura, temas que no son exclusivos de la época histórica en la que se desarrolla la acción, sino que son universales.

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Y allí estaba, sobre el lugar que había elegido, enjaulado en esplendor, aislado en un deslumbrante charco de sol, enmudecido y fútil. La luz del sol le oprimía desde el exterior y el silencio presionaba desde su interior. Reaccionaba como el hueso de una aceituna sujeto entre el índice y el pulgar. Durante un embelesado instante, como si su alma se hubiera elevado en el cielo, bajó la mirada hacia sí mismo y vio a un hombre que, desde el esplendor, observaba a una mujer oculta en la penumbra. Vio a un hombre siempre al borde de danzar en la luz pero transformado, por una mirada de Medusa, en pétrea y ciega estatua.

Mosquito regresó a extraer agua para los caballos. A través del umbral se desparramaban las piernas de su capitán, olvidadas de su dueño que permanecía en trance. Sus hombres estaban acostumbrados a que cayera en la catalepsia ante su señora, pero a Mosquito le pareció que, con Bonne sumida en trance por su propia cuenta, en esa ocasión Vigorce se había excedido. Una segunda mirada, sin embargo, le reveló que los ojos del capitán no estaban clavados en la señora, sino en su señor. Se alzaban fijos en aquel ser iluminado con la opaca mirada del que ha visto un fantasma; su enfoque era también inexacto, como si creyeran que una parte de César pudiera hallarse en lo alto, entre las vigas. Las moscas revoloteaban y zumbaban en torno a la enorme cabeza del capitán sin que éste les prestara atención.

Mosquito no era enano, pero no era más alto que un niño y sus proporciones eran las de un niño. Flemático y con los pies en tierra (debido, opinaba Solomón, a que su cerebro se hallaba cerca del suelo), dejaba que la gente se excitara, y que los cataclismos estremecieran el planeta, sin molestarse en responder con sus propias emociones. Tenía una sola obsesión: mantener en torno a sí el mismo espacio que le correspondía a un hombre de envergadura normal. Los arrobamientos y morbosas pasiones que bullían en el aire de ese lugar no provocaban en él más que irritación o asombro. No era ni amigo ni oponente, y no se hallaba infectado por ninguno de ellos.

Permitió ahora que su cabeza precediera al resto de su cuerpo a través del umbral, y se percató de que César se hallaba en éxtasis. Se le ocurrió que toda la estancia podría muy bien ser escenario de un milagro o de la magia, y escudriñó el rincón del pozo. Sus pupilas estaban contraídas por la luz del día y al principio apenas fue capaz de divisar a la señora; pero allí estaba, aún dormida. Mantuvo quieta la cabeza y desvió los ojos hacia el visitante. Se sintió penetrado por una mirada tan veloz y tan fría como un pez. Si se había producido un milagro, no había alcanzado aquel extremo de la mesa. Mosquito parpadeó y alzó la vista al techo, donde no encontró nada que explicara el desenfocado modo en que su capitán miraba a César. Había, a buen seguro, algo definitivo que contemplar allá arriba, algo fácil de describir, podría decirse que un vacilante resplandor en las vigas; pero el terrenal escalofrío que le habían provocado los ojos de Amanieu, la seguridad con que traslucían esos indescriptibles misterios que yacen insondables en lo más hondo de los hombres simples y ordinarios, había predispuesto a Mosquito en contra de lo milagroso y lo mágico. Consideró, por tanto, que el resplandor en las vigas no era más que un fragmento de luz arrojado allí, cual hoja dejada por un viento pasajero. Y aun así, pasó por encima de las tendidas piernas de Vigorce casi como si el capitán fuese un tronco en un bosque encantado; se las ingenió para pasar entre la jamba y César sin tocar a éste (de modo muy similar a como lo habría hecho de haber sido su señor transformado en árbol por un hechizo), y anduvo discretamente hacia el pozo, donde hizo bajar el cubo desde una posición lo más alejada posible de Amanieu, como si este último hubiese sido un espécimen real y natural de hiedra venenosa, o una gigante e irritante apiácea. El nivel del pozo estaba bajo, ya tan avanzado el verano, y al cubo le llevó cierto tiempo alcanzar el agua. Durante el descenso, Mosquito empezó a temblar, y supo que se hallaba bajo la gélida mirada del extraño. Cuando el cubo estaba subiendo, Amanieu habló.

– Estáis habituado a esto -dijo.

Mosquito izó el cubo hasta arriba.

– Lo hago cada día -respondió.

– No me refería a eso -replicó Amanieu.

Mosquito tiró del cubo hasta colocarlo en el borde del pozo.

– ¡Ah! -exclamó.

El temblor pasó, de modo que dirigió una rápida ojeada al interrogador. Aquel misterioso joven estaba esbozando una sonrisa amistosa. A pesar de la sensación que Mosquito tenia sobre el visitante (que no se trataba de un hombre como los demás sino de una criatura hecha con tierra excavada de profundas y espantosas fosas, en cuyos fondos humeaba el azufre); pese al rostro de comadreja y los ojos de reptil, Mosquito sintió que en ese momento su propio espíritu honrado y humano respondía a un vestigio de calidez. Por tanto, preguntó:

– ¿Qué queréis decir exactamente?

Amanieu indicó a Bonne, tras él, en el extremo de la mesa, y las dos figuras inmóviles cerca de la puerta.

– Quiero decir que estar aquí es como observar los sueños de otro, y que a hacerlo a estas alturas vos estáis acostumbrado.

Mosquito se dirigió al interior de la cocina y vació el cubo en un canalón de madera fijado a la pared que atravesaba el cobertizo hasta el abrevadero. En la lejanía, como si procediera del otro extremo del canalón, se oyó un sonido parecido a un débil grito. Mosquito escuchó, pero no volvió a oírlo.

Se le ocurrió algo, y se lo expuso al extraño.

– Si contemplar a esos tres -indicó con la cabeza a Bonne y los dos hombres- es como contemplar los sueños de otro, ¿de quién se supone que es ese sueño? No pueden compartir el mismo sueño. No pueden tener los mismos sueños que los otros.

– ¿Acaso es eso cierto? -preguntó Amanieu, muy afectado-. Quizá sea cierto. En cualquier caso, ¿no tenéis la sensación de que sueñan un solo sueño, y de que vos vivís en él junto con ellos?

A Mosquito no le agradó semejante idea.

– Yo no sueño mucho -dijo-, pero mis sueños me pertenecen.

Amanieu se sintió molesto.

– ¿A quién le importan vuestros sueños? -espetó-. La cuestión radica en los sueños de vuestros señores. Quizás el señor tenga un sueño que incluya a la señora, y quizás ella tenga uno que le incluya a él, y quizás, en ocasiones, ella en el sueño del señor, y él en el de la señora, se encuentren. ¿Qué opináis de eso?

Mosquito se concedió tiempo para considerarlo mientras estudiaba las dos figuras del acertijo del extraño. Por fin, respondió:

– Creo que los sueños y la locura, si uno los vive, son lo mismo. ¿Puede uno soñar lo suficiente como para compartir la locura de otro?

– ¿Qué? -exclamó Amanieu-. ¡Vaya idea!

– ¿Qué es lo que he dicho?

– ¡Decidlo de nuevo!

Mosquito descubrió que había olvidado lo que había dicho.

– Decidme qué era -pidió.

– Será mejor que os vayáis sin saberlo -respondió Amanieu-, No os lo diré. Llenad vuestro cubo.

Amanieu ya tenía su respuesta, y se paseó por la estancia, por los rincones oscuros y los iluminados, apareciendo y desapareciendo. Se plantó enfrente de la mesa, equidistante de Bonne y César, y en el límite entre la luz del sol y la penumbra. Estudió sus formas inanimadas. Bonne seguía durmiendo, al parecer reposando debidamente, dorada y hermosa en la negrura. César, en cambio, parecía haberse venido abajo, como si el ataque de mística demencia que sufría hubiera seguido su curso y estuviera a punto de afectarle la fatiga de la relajación. Amanieu dio otra vuelta por la estancia (y se percató, al pasar, de que Vigorce aún estaba sentado en el umbral y miraba con estupefacción a su maestro), que concluyó sentándose, una vez más, sobre el parapeto del pozo. Mosquito vertió otro balde de agua en el canalón y de nuevo, al cabo de unos instantes, oyó aquel sonido similar a un débil gemido. Decidió que debía de tratarse de algún engañoso efecto del agua al caer y devolvió el cubo al pozo.

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