William Watson - El caballero del puente

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César un gran noble del sur de Francia enloquecido tras asesinar a su propio hijo durante una batalla, vive con su esposa Bonne y su hija Flore refugiado en un castillo en ruinas, en un país devastado por las guerras entre Roger Trencavel y su señor feudal. A partir de estos personajes, Watson transporta al lector a una época en la que la imperaba el código del amor cortés y desarrolla una profunda reflexión sobre la melancolía, el amor y la locura, temas que no son exclusivos de la época histórica en la que se desarrolla la acción, sino que son universales.

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Eso le resultó divertido a Solomón, que rió hasta sufrir un acceso de tos que agitó la flema en su pecho. Golpeó con el puño el tronco en que se hallaba sentado. Mosquito le observó, y rió con él. Cuando las risas cesaron, Mosquito se puso en pie y se desperezó.

– Os traeré agua -dijo-. Os lo tomáis a la ligera, pero las riendas de un caballo hay que atarlas rápido para impedir que se lo lleven antes de que se enfríe.

Solomón pasó las manos con suavidad sobre su reluciente cabeza. Emitió otra breve risilla.

– Herejía, ¡rechazar a un cura! -declaró.

Jesús entró en el cobertizo cargado con unas alforjas de cuero y su enorme capa, y con la larga espada al cinto. Sacó a su menudo caballo bayo, medio árabe, al exterior, con la silla puesta, y le puso las alforjas en el lomo. Desde detrás del caballo inclinó la cabeza, con gran solemnidad, hacia Solomón, y éste respondió con igual saludo. Jesús enrolló la capa y la sujetó a la silla de montar. Rodeó el caballo y se dirigió a Solomón:

– ¿Estáis bien? -preguntó.

– Bastante bien -respondió Solomón-. Estoy bien.

– Estupendo -dijo Jesús-. ¿Querréis decirles que voy en busca de carroña?

– ¿Vais a buscar el cuerpo? -le preguntó Solomón.

– ¡Ah! ¡Entonces lo habéis oído! -La mortificación, pese a sus mejores esfuerzos, hizo que el español volviera el rostro.

– He oído algo, no todo. Iba y venía de la vigilia al sueño.

– ¡Ah!

– ¡Jesús! -exclamó Solomón, y el hombre volvió de nuevo el rostro-. Si vais a salir en pleno calor, llevaos esto -y Solomón lanzó su amplio sombrero de paja girando hacia el jinete. Jesús titubeó, mientras consideraba la oferta, y luego cogió al vuelo el sombrero cuando ya pasaba de largo.

Solomón parpadeó ante tal destreza. Jesús, hecho extraordinario, sonrió, y fue como si la luz de la luna rasgara en la noche. Dijo:

– Cuando vuelva… -Se encogió de hombros-. ¡Bah! -exclamó. Se puso el sombrero y agitó un puño en el aire a modo de despedida.

Solomón alzó una mano, y el pequeño caballo bayo se precipitó ladera abajo con las largas piernas del español balanceándose bajo sus hermosos costados.

9

EMPLASTO DE PIMPINELAS

Bonne tragó un poco de la infusión de vino con hinojo, pero tras su batalla con las abejas yacía la mayor parte del tiempo sumida en el letargo. Fue Gully, la cocinera, quien logró introducir en ella aquellas pocas gotas de líquido, derramando el resto sobre su piel febril; y allí estaba Gully una vez más, con su emplasto de pimpinelas azules…, el soberano remedio, como ella decía, ¡pero tarde, ya muy avanzado el día!

– Uno no puede encontrar flores silvestres en la oscuridad, Gully -protestó Flore-. ¡Vos misma habéis pasado bastante tiempo preparando la infusión en el cazo!

Esa era la respuesta apropiada.

– Flirtear tampoco ayuda -replicó Gully con placer-. ¡Y lo que haga en el cazo es asunto mío! ¡Toma! -Le tendió a la niña el cuenco que contenía la esperanzadora medicina, y apartó la sábana de lino que cubría a la paciente.

Bonne yacía en un amplio lecho de cuja de madera y cordones de cuero entrecruzados. Los cortinajes habían sido retirados al tornarse más cálido el día para dejar correr libremente el aire. Los postigos de madera de la ventana también estaban abiertos y César se hallaba allí sentado, en el antepecho de piedra, todo él inclinado hacia un costado, como si se hubiera sentado muy tieso y en tal postura se hubiese quedado dormido. Tenía los ojos cerrados, no firmemente, sino con las cejas arqueadas en gesto de sorpresa y los párpados entornados. Había pasado la noche allí con Bonne. Parte de la noche yació junto a ella, esbozando su perpetua sonrisa hacia las horas de oscuridad, pero hasta entonces no había dormido; y ése era apenas un sueño, pues podía escuchar lo que Flore y la mujer se decían una a otra.

No abrió los ojos.

– ¿Qué habéis traído? -preguntó.

– Emplasto de pimpinelas azules -respondió Gully-. Es famoso contra las picaduras, y para otras cosas también.

– Si uno consigue encontrar las flores -intervino Flore.

– Te dije dónde buscarlas -replicó Gully con astucia-. Dicen de mí que soy una mujer sabia. ¡Allá vamos!

Empezó a embadurnar con brusquedad el cuerpo de Bonne con el pastoso ungüento que había preparado.

– El veneno está por todas partes -observó-. Debemos hacer que la cura penetre tras él.

No fue tan drástica con el rostro, al que presionó firmemente con las yemas de los dedos, pero del cuello hasta los dedos de los pies golpeteó la piel con el brebaje como si pretendiera obligarlo a penetrar.

Aquella mañana, la piel de Bonne ya no estaba escarlata, sino rosácea y morada, blanquecina y amarillenta. Para Amanieu, que observaba apoyado contra la jamba, era como si estuviera hecha de una veta de mármol defectuoso, sólo que Bonne se hallaba en un estado de continua agitación bajo el extraño tratamiento. Gully palmeaba como una loca a su señora en el vientre y los costados como si creyera que esa clase de escozor pudiera eliminar los efectos del otro; como en efecto lo creía. Golpeó incluso los orgullosos pechos, pese a lo turgentes y veteados que se hallaban.

– ¡Oh, tened cuidado! -exclamó Flore, invadida por la comprensión y a la vez por la envidia ante su propio pecho inmaduro-. ¡Vais a dañarla!

– ¿Acaso no lo está ahora? -respondió socarrona Gully, de quien uno habría pensado que se extasiaba en la tarea; pero se dedicó casi de inmediato a los brazos, donde administró el ungüento sujetando un brazo en el aire con una mano, y golpeándolo con dureza de arriba abajo con la palma y el dorso de la otra.

Transcurrido un tiempo, a César se le ocurrió algo, y abrió los ojos inyectados en sangre.

– Habéis dicho que ese emplasto servía para algo más que las picaduras de abeja -dijo-. ¿Para qué?

Gully, que acababa de terminar con las piernas, se detuvo un instante a recuperar el aliento.

– Sana la locura, por lo que he oído -respondió, y luego exclamó-: ¡Virgen Santa! Estoy vieja. Esto es demasiado para mí. -Flore hundió tímidamente una mano en el cuenco y empezó a embadurnar el cuerpo inerte de su madre- Nunca lo conseguirás de ese modo -repuso Gully, pero se dejó caer en el lecho, jadeando-. Tendrá que terminar de hacerlo el señor.

– Eso es absurdo -dijo César-, No podría golpear a Bonne de esa forma, como si estuviera salando un pedazo de carne.

Amanieu, que observaba aquella carne aguijoneada, marmórea y de nuevo resentida, y aquel rostro puro y desamparado visible (al menos para él) bajo la enfermedad o la muerte que lo emborronaban, sintió una curiosa punzada. Fue una sensación no precisamente humana, un raro sentimiento de la clase que una vez había experimentado al hallarse bajo un sauce con luna llena: le habían dicho que el hacerlo era peligroso para algunos.

– Levantaos un momento -le dijo a la vieja que se hallaba sentada en el borde de la cama-, de modo que pueda volverla. Yo terminaré.

Le hizo un guiño a Flore para animarla, y empezó a embadurnar la espalda de su madre con el resto de las pimpinelas azules. Se preguntó si necesitaría más, si crecerían durante la noche, reemplazándose a sí mismas con la misma rapidez que los dientes de león; si al día siguiente volverían a recogerlas.

Cuando Amanieu hubo administrado la dosis final de emplasto sobre las nalgas de Bonne, Gully dijo:

– Ahora, frotad para que penetre. ¡Frotad! -Se había situado al otro lado del lecho, cerca del asiento de César en la ventana-. Hay algo más que hacen las pimpinelas azules -le confesó a éste-, o eso dicen. Veréis, no es algo que yo haría, pero es lo que me han dicho.

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