Sharon Penman - El hombre de la reina

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En 1193, el joven Justin de Quincy descubre casualmente una pista que puede desvelar el paradero de Ricardo Corazón de León, a quien se da por muerto. Leonor de Aquitania, la reina que escandalizó al mundo al divorciarse del que sería rey de Francia (Luis VII) para casarse con Enrique II, le encomienda una investigación que le obligará a adentrarse en el complejo y peligroso mundo de las intrigas que rodean la corte de Leonor.

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Justino masculló entre dientes un juramento y Aldith le apretó el brazo en un gesto de simpatía y le tranquilizó diciendo:

– No te debe sorprender. A la gente le gusta hacer comentarios, sobre todo de temas sexuales. Y en esa Gracechurch Street van a hablar siempre de ti, por aquello de que estás al servicio de la reina.

Se habían parado en un estrecho sendero que iba alrededor de las tumbas y Aldith levantó la mano para protegerse del reflejo del sol, mirando al mismo tiempo con curiosidad el rostro de Justino.

– Yo no pretendo saber lo que pasó entre vosotros o qué ha ido mal en vuestra relación, pero sí creo que estás aún sufriendo. ¿Puede servirte de ayuda el hablar de ello y oír el punto de vista de otra mujer?

– ¡No! -dijo, con una brusquedad de la que se arrepintió en el acto-. Sé que tus intenciones son buenas, Aldith, pero no puedes hacer nada. Todo ha terminado.

– ¿Estás seguro, Justino? Hay pocas brechas que no se pueden cerrar.

– ¿No lo comprendes? Esto fue más que una pelea de enamorados. Esto implicaba una traición.

– Lo comprendo -dijo Aldith-, pero ¿era imperdonable?

– Sí – contestó Justino-, lo era.

Continuaron caminando por el sendero en silencio durante un rato. Después de mirarle varias veces de reojo, Aldith dijo, con cierta vacilación:

– Cuando dijiste que la traición era imperdonable, lo que querías decir era que tenías que tomar una decisión: perdonarla o no.

Justino sonrió sin amargura, porque Aldith había dicho una verdad más profunda que lo que ella creía. Era cierto que se había enfrentado con una decisión.

– Supongo que sí -dijo lacónicamente.

– Sé que me estoy metiendo en camisa de once varas -replicó ella-, y después de esto, te prometo que no te volveré a decir nada más. Pero me parece que lo ocurrido te está atormentando todavía.

– Supongo que sí -respondió él otra vez, muy a su pesar.

– Podría ser entonces -sugirió Aldith- que hubieras tomado una decisión equivocada.

Al ver que él no contestaba, Aldith se conformó con dejar de hablar del asunto, con la esperanza de haber sembrado la semilla, una semilla que florecería en forma de reconciliación. Cogiéndole de nuevo del brazo, dijo:

– Vamos a gastar tu dinero. Creo que debes comprarle a Nell un espejo, y unas cintas para el pelo para su hijita. Sé dónde puedes encontrar un espejo de latón bruñido a un precio razonable. Después de esto, ¿te importa que nos paremos un momento en la iglesia de Santa María en Tanner Street? El padre Antonio ha estado recogiendo unas cuantas mantas y prendas de vestir para la familia de Kenrick y me gustaría saber cómo van las cosas.

– Me alegra saber esto, pero no estoy dispuesto a reconocerle al padre Antonio todo el mérito por haber llevado a cabo esa buena obra. Al parecer alguien le ha empujado suavemente en esa dirección…

– Te lo ha dicho Lucas, ¿a que sí? Fue aquel chaval, el hijo de Kenrick, yo no podía apartar de mi mente su carita angustiada -le confió Aldith a Justino-, porque así fui yo una vez.

Estaban ya en High Street. Impaciente por enseñarle a Justino el espejo de latón, le tiraba del brazo, haciéndole que se diera prisa. Pero no habían andado mucho cuando Justino oyó que le llamaban a gritos. Aldith lo oyó también.

– ¡Es Lucas! -exclamó sorprendida. Se volvieron y vieron al auxiliar del justicia yendo a largas zancadas hacia ellos.

– ¿Dónde demonios te has metido, De Quincy? Te he estado buscando por todo el barrio.

A Justino le sorprendió la tensión que se manifestaba en la voz de aquel hombre. Creía que a Lucas se le habían pasado los celos.

– ¿Por qué?

– Había mandado a dos de mis hombres a Southampton a recoger a un prisionero. Volvieron esta mañana y con noticias que debes oír. El barco de Juan ancló anoche en el puerto.

Justino exhaló un suspiro que era todo una voz de alarma y Aldith clavó su mirada alternativamente en un hombre y en el otro.

– ¿Juan? ¿El hijo de la reina?

– ¿Qué otro puede ser? -contestó Lucas lacónicamente-. ¿Te das cuenta de lo que esto supone, De Quincy?

– Problemas -asintió Justino y viendo que Aldith no comprendía, añadió-: Si lo que oímos es verdad, Juan ha hecho un pacto del diablo con el rey de Francia. Rindió homenaje a Felipe por Normandía y prometió desposarse con su hermana, aparentemente olvidando que estaba ya casado. Por su parte, Felipe se comprometió a ayudarle a reclamar la corona de Inglaterra. Así que, como ves, Aldith, el regreso repentino de Juan a Inglaterra no tiene buenos augurios para la reina o para el rey Ricardo.

– ¿Qué vas a hacer, Justino?

– Tengo que comunicárselo a la reina inmediatamente -contestó.

Aldith salió de la casa con un paquete en la mano.

– Te he preparado pan y queso para que comas durante el camino.

Mientras Justino ponía el paquete en la alforja, ella intentó una vez más convencerle de que pasara allí la noche.

– Quedan todavía algunas horas de luz, las suficientes para llegar, con un poco suerte, a Alton. Eso me sitúa a quince millas más cerca de Londres por la mañana.

Justino apretó las correas que sujetaban las alforjas a la grupera, haciendo una pausa para mirar al auxiliar del justicia por encima del caballo.

– Tengo curiosidad acerca de algo, Lucas. ¿Conoces a un hombre llamado Durand de Curzon?

– No. El nombre no me suena.

– Tal vez haya usado otro nombre. Un hombre de algo más de treinta años, muy alto, con cabello y barba castaño oscuro, ojos azules y brillantes y modales autoritarios. -Justino no pudo por menos de añadir-: Y una sonrisa despectiva.

– Recuerdo a un hombre así -dijo Lucas, reflexionando-. Decía ser el auxiliar del justicia en Berkshire y andaba a la caza de un bandido que se había escapado. Según recuerdo, me hizo muchas preguntas sobre la situación del mundo del crimen en esta zona, diciéndome que tenía razón para creer que su hombre bien pudiera ser que se encontrara oculto entre los forajidos locales. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Es importante?

– No -contestó Justino-, no lo es ya.

Aldith cogió a Lucas del brazo y acompañaron a Justino hasta la calle.

– Ándate con mucho cuidado, De Quincy -dijo Lucas bruscamente-, porque Juan puede ser más peligroso que el Flamenco.

– Estaré de vuelta para vuestra boda -dijo y despidiéndose de ellos, dirigió su caballo al camino. Cuando miró hacia atrás, estaban aún observándole y él les dijo adiós con la mano y siguió cabalgando. Las calles estaban abarrotadas de carros y otros medios de locomoción y tuvo que tener mucho cuidado para que Copper no tropezara con los peatones distraídos. Pero una vez que llegó a la puerta este, dejó atrás la congestión del tráfico. El camino que se extendía frente a él estaba libre y espoleó a su caballo a que cabalgara a galope. Pero la advertencia de Lucas parecía flotar en el aire que le rodeaba.

Era tarde y la mayoría de los habitantes de Londres estaba ya en la cama. Las luces en el gran aposento de la reina estaban encendidas. Se hizo un completo silencio una vez que Justino terminó de hablar. Leonor tenía los ojos fijos en su regazo y sus espléndidas sortijas relucían en sus dedos fuertemente apretados.

– Servidnos un poco de vino, Justino -dijo al fin-, y beberemos a la salud del retorno de mi hijo a su hogar.

Su ironía era tan forzada que Justino hizo una mueca. Cruzó la habitación, trajo dos copas, pero bebió muy poco de la suya, porque el vino y la fatiga podían prender un fuego con más rapidez que cualquier combustible.

Como si pudiera leer sus pensamientos, Leonor dijo:

– Tenéis aspecto de estar agotado. Habéis debido de dormir en la misma montura para poder llegar aquí tan pronto. Una vez más, me habéis servido bien.

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