Sharon Penman - El hombre de la reina

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En 1193, el joven Justin de Quincy descubre casualmente una pista que puede desvelar el paradero de Ricardo Corazón de León, a quien se da por muerto. Leonor de Aquitania, la reina que escandalizó al mundo al divorciarse del que sería rey de Francia (Luis VII) para casarse con Enrique II, le encomienda una investigación que le obligará a adentrarse en el complejo y peligroso mundo de las intrigas que rodean la corte de Leonor.

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Esto explicaba muchas cosas. Tal vez no estaba de Dios que se supiera la verdad. Hasta ese críptico comentario de la reina tenía ahora explicación. Si no podía probar que Juan era inocente, tendría que contentarse con mantener su culpabilidad en secreto. Al recordar sus encuentros con Juan que le producían tal desasosiego, Justino estaba seguro de que el más joven de los hijos de Leonor era capaz de asesinar si el crimen iba en interés propio. Los temores de la reina estaban bien fundados. Dándose cuenta de cuánto se ventilaba en el juego, se alegró súbitamente de su propia ignorancia. Porque si hubiera sabido cuánta importancia tenía esto para Leonor, ¿habría sentido la tentación de decirle lo que ella necesitaba oír?

– Me habéis traído buenas noticias, Justino. Ahora decidme el resto, por qué murió el orfebre y cómo os enterasteis de la verdad.

Así lo hizo Justino, sin omitir nada. El interrogatorio en la cárcel de Newgate. La trampa en el juego de dados. El jugador resentido dispuesto a la venganza. Dos caballos, uno tordo y otro castaño. Los forajidos esperando, escondidos, tan despreocupados en su asesinato.

– La buena suerte de Fulk de Chesney fue la perdición de Fitz Randolph -concluyó con gravedad-. Sentí al principio un acceso de cólera ante una muerte tan arbitraria y tan sin sentido. Pero creo que a su familia lo que más le preocupa ahora es que se la libere de toda sospecha. Al menos se le podrá evitar a su viuda la prolongación de su desconsuelo.

– Es asombroso -repuso Leonor- que hayáis podido esclarecer este crimen con tan pocas pruebas. Habéis justificado con creces la fe que tengo en vos. Me imagino que incurristeis en gastos en el curso de vuestra investigación, ¿no es así? Daré órdenes a Pedro para que os reembolse lo que os gastasteis en mi nombre.

– Gracias, señora. -Justino esperó, seguro de que la reina ofrecería alguna compensación extra, una recompensa por los servicios tan favorablemente prestados.

– Supongo que he de ser yo quien fije el importe -dijo Leonor con una sonrisa-. Yo estaba pensando en dos chelines. La cantidad me parece justa.

– Dos chelines… -Justino esperaba más, mucho más. Ahora que iba a estar otra vez solo, el dinero tenía importancia. Pero se tragó cualquier palabra que expresara desilusión o descontento. A las reinas no se les presentan quejas.

Pero su desilusión era tan evidente que la sonrisa de Leonor se le heló en los labios.

– No estaríais esperando más que eso, ¿verdad? ¡Dios Santo, Justino, yo les pago a los caballeros de mi corte dos chelines al día!

– ¿Al día? Señora, ¿estáis hablando de salario?

– Por supuesto -contestó Leonor con impaciencia-, ¿Qué creíais que quise decir?

– ¿Es que queréis que permanezca a vuestro servicio?

– Sí, lo quiero. ¿Os sorprende eso tanto? Habéis demostrado ser un hombre de recursos, osado y digno de confianza. -Volvió a sonreír-. ¡Cometería una tontería si os dejara marchar!

– ¿Y qué? ¿Qué puedo hacer por vos?

– Lo que yo necesite que se haga. -Su irritación había desaparecido y sus ojos brillaban con risa contenida-, Pero nada ilegal, muchacho, al menos no ostensiblemente ilegal.

– ¡Señora, yo no quería decir eso! -dijo Justino apresuradamente.

– ¡Claro que lo queríais decir! -Leonor estaba ahora riéndose sin disimulo-. Pero no me he ofendido. Siempre he admirado la manera en que los gatos miran antes de saltar. Así que, ¿cuál es vuestra respuesta? ¿Os agrada mi ofrecimiento?

Justino asintió en silencio, incapaz todavía de encontrar la palabra adecuada.

– No tenéis por qué aparecer tan deslumbrado, Justino, porque tendréis mucho trabajo en vuestra nueva posición. Os puedo garantizar largas horas en la silla de vuestro caballo y noches en vela a mi servicio, más a menudo tal vez de lo que pensáis.

El humor de Leonor había sido siempre muy cambiante. Mientras Justino la observaba, su risa se mitigó y aquellos ojos color de avellana se encontraron con los suyos con una expresión de candor.

– He de reconocer ahora que temía que Juan estuviera implicado en el asesinato del orfebre. Sospecho que eso lo adivinasteis.

Perplejo, lo único que Justino pudo hacer fue asentir otra vez. La mirada de la reina tenía un poder hipnótico; él experimentaba la estremecedora sensación de que podía ver hasta las profundidades de su alma.

– Juan era inocente… esta vez. Pero sé dónde se ha ido y lo que quiere hacer. Apuesto la seguridad de mi salvación a que está en la corte del rey de Francia, ahora mismo, mientras estamos hablando, tramando con Felipe la manera de asegurarse de que Ricardo no vuelva a ver la luz del día. A Inglaterra, y a todos nosotros, nos esperan tiempos difíciles. Voy a necesitar hombres en quienes pueda confiar total e incondicionalmente. Hombres como vos, Justino de Quincy.

– No os defraudaré, señora.

Pero las palabras sonaban huecas en sus oídos, porque la estaba ya defraudando con su silencio. Tenía la intención de compartir con ella sus sospechas, de advertirla que Claudine era espía de Juan. La reina necesitaba saber que no podía confiar en su familiar. Y si despedía a Claudine, la deshonra no era más de lo que Claudine merecía. Pero ahora que había llegado el momento, las palabras no le salían de la garganta.

– ¿Justino? -Leonor lo estaba mirando con una expresión de perplejidad-. Parecíais estar a punto de hablar. ¿Tenéis algo más que decirme?

Tragó saliva y desvió la mirada.

– No, señora -dijo-, nada más…

20. WINCHESTE

Marzo de 1193

Winchester había levantado el cadalso más allá de las murallas de la ciudad, en el camino de Andover. Se había congregado ya una multitud ingente cuando Justino y sus compañeros llegaron. No les sorprendió la muchedumbre de espectadores porque las ejecuciones públicas atraían generalmente mucho público, ya que ofrecían tanto un entretenimiento truculento como la tranquilizadora prueba de que llega siempre la hora de la verdad para los que hacen el mal, sus, nunca mejor dicho, Dies Irae.

Para presenciar el día del juicio de Gilbert el Flamenco había venido una gran muchedumbre de Winchester: hombres, mujeres y hasta niños. Justino sabía que había quien opinaba que ésta era una buena manera de enseñar a los adolescentes que la Biblia dice la verdad cuando leemos que el precio del pecado es la muerte. Pero él no se imaginaba a sí mismo llevando a un hijo suyo a ver colgar a un hombre en el extremo de una cuerda hasta que exhalara el último suspiro.

Aldith, evidentemente, estaba de acuerdo con él:

«¡Virgen María, Madre de Dios, cuida a esos pequeñuelos!», decía. Y un poco más allá un hombre vendía empanadas calientes. ¡Cualquiera creería que esto era la feria de San Giles!

– Las ejecuciones públicas son siempre así, como un velatorio en el que ninguno de los dolientes lamenta la pérdida del muerto. ¿Estás segura de que quieres estar aquí, Aldith?

– Sí -insistió, no muy convencida-. Esto ha sido un gran triunfo para Lucas, cazar a un despiadado criminal como el Flamenco. Y para ti también, Justino -añadió como si fuera una obligada conclusión.

Aunque Justino admiraba su lealtad, seguía pensando que las horcas no eran un lugar adecuado para ella. Pero se calló su opinión. Nell insistía en que las mujeres eran más duras de lo que él creía y había empezado a creer que tenía razón. Ciertamente, Nell y Nora eran capaces de cuidar de sí mismas, pero ¿lo era Claudine? ¿Qué habría hecho si le hubiera hablado a la reina de su doblez? ¿Habría vuelto a su hogar y a su familia en Aquitania, avergonzada y deshonrada? ¿O habría pedido ayuda a Juan?

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