– Sí, lo obtendré -asintió Justino-. Pero le contaré a la reina que si no hubiera sido por ti, no habríamos conseguido que Sampson hablara.
Lucas sonrió.
– Si quieres elogiarme ante la reina, no me opongo a ello. ¡Pero me debes todavía el dinero que le di a aquel canalla! -Levantándose de un salto, le dirigió a Sampson una mirada dura y acerada-. El sargento y yo tenemos que hacer un recado. El señor De Quincy te hará las preguntas mientras estemos fuera. Contéstalas bien y te traeré una bota de vino. Miéntele y pasarás la noche en el cepo, desnudo hasta los mismísimos cojones.
Dicho esto se dirigió a la puerta. Jonás le siguió, dejando a Justino solo con el prisionero. El otro hombre lo estaba mirando con indiferencia. No mostraba antagonismo alguno ni hacía alarde del resentido recelo con que había obsequiado a Lucas y a Jonás. Pero Justino no estaba preocupado, porque Lucas le había enseñado cómo se podía domeñar a Sampson.
– Toma -dijo, y le tiró su propia bota de vino al corpulento forajido, esperando mientras bebía con avidez. Había sentido una punzada involuntaria de compasión, viendo cómo Lucas le quebrantaba a Sampson el espíritu con una habilidad tan brutal. Pero esa compasión se había desvanecido tan pronto como Sampson empezó su desenfadada confesión. Al escuchar esa fría letanía, sacó pronto la conclusión de que el idiota de Sampson no era menos merecedor de odio que el sanguinario Flamenco.
Sampson echó otro largo trago de la bota.
– Así que vos sois el que echó a perder nuestra emboscada en el camino de Alresford. Vuestro aspecto me resultaba conocido. ¿Qué queréis?
– Quiero que me hables de ese asesinato. ¿Cómo empezó y por qué?
– ¿Qué creéis? Se nos pagó para que le esperáramos escondidos. ¿Por qué otra razón íbamos a estar congelándonos el culo en el bosque? No hay hombre con dos dedos de frente que se embarque en un robo en medio de una tormenta de nieve, a no ser que sepa que sus esfuerzos valen la pena.
Justino sintió una repentina excitación al darse cuenta de que no le faltaba más que una pregunta para esclarecer el misterio del asesinato del orfebre.
– ¿Y quién os pagó?
– Un amigo de Gib.
Justino se quedó helado. ¡Santo Cristo! ¿Qué pasaría si Sampson no supiera quién los había contratado, en caso de que Gilbert fuera el que firmó el pacto? Adoptando otra táctica, preguntó:
– ¿Por qué había que matarlo? ¿Qué había hecho?
La respuesta que recibió fue totalmente inesperada.
– No desperdiciéis vuestra compasión porque bien se lo ganó. Lord Harald juró que había trucado los dados y yo me creí lo que él me dijo. No lo había visto jamás en un estado de cólera semejante. Dijo que nos dividiríamos el dinero, pero tenía que saber que nos quedaríamos con la mayor parte. Supongo que a él le bastaba con vengarse y recuperar la sortija. Le daba mucho valor. Yo lamenté que el infeliz no la llevara puesta porque a mí también me gustaba. Era de plata, con una piedra roja montada en ella, tal vez un granate o…
– ¿Pero de qué demonios me estás hablando? -Nada de toda esta retahíla de cosas tenía ningún sentido para Justino-. ¿Quién es lord Harald?
Sampson sonrió con sorna, asombrado de tal ignorancia.
– Todo Winchester conoce a lord Harald. ¡Ciertamente, ese puñetero justicia lo conoce! No es un lord, por muchos aires que se dé de serlo. Sazona sus discursos con palabras que nadie comprende y se pavonea con su rica vestimenta, como un pavo real cuando hace la rueda. Escurridizo como el hielo, es el mejor ratero que he conocido jamás. Tiene gran talento con los dados y esos juegos con cáscaras de nuez y guisantes secos. Se ha vanagloriado siempre de su habilidad en el juego, así que me imagino que por eso llevó tan mal el perder. No es que le censure, porque he oído decir que el hijo de puta no dejó de cacarear su éxito, fanfarroneando de cómo…
– ¿De qué juego de dados estás hablando? ¿Cuándo tuvo lugar? -Justino hizo estas preguntas con tal brusquedad que Sampson le miró sorprendido.
– ¿Cómo voy a saberlo? Y además, ¿qué importa?
– Claro que importa -replicó Justino con gravedad-. El crimen tuvo lugar la mañana del día de Epifanía. Pero, ¿cuándo ocurrió esa partida de dados? ¡Tengo que saberlo!
– Estoy tratando de recordarlo -protestó Sampson-, así que ¡tened paciencia! El día de Epifanía era miércoles, ¿verdad? Tuvimos una reunión con Harald el día anterior, el martes. Había descubierto que el hombre en cuestión salía de Winchester la mañana siguiente y quería asegurarse, sin lugar a dudas, de que estaríamos esperándolo. Ahora recuerdo, la partida de dados tuvo lugar el domingo. Harald nos confesó que no tenía que haber jugado a juegos de azar el día del Señor, que era un mal presagio. Gib se echó a reír afirmando que era ciertamente un pecado jugar o hacer apuestas en domingo; pero, en cambio, era un hecho de buena suerte cometer un asesinato en un día de fiesta como el de la Epifanía.
– Eso no es así. Gervase Fitz Randolph estaba todavía en Francia el domingo. No regresó a Winchester hasta el martes por la tarde.
Sampson estaba perplejo.
– ¿Quién es Gervase Fitz Randolph?
– El hombre al que Gilbert y tú tendisteis una emboscada y a quien asesinasteis vilmente.
Sampson movió lentamente la cabeza.
– No, eso no tiene sentido. No recuerdo el nombre, pero dudo que fuera Gervase.
– ¡Por los clavos de Cristo! -exclamó Justino en un susurro, porque en aquel mismo momento, lo comprendió todo-. ¿Así que nunca lo visteis?
– No. ¿Por qué? No había necesidad, porque Harald nos explicó cómo reconocerlo. De apariencia próspera, nos dijo, con el pelo castaño, cabalgando a la grupa de un palafrén tordo y de gran alzada. Había tan pocos viajantes en el camino que fue muy fácil identificarlo. Ese estúpido de Harald se olvidó de mencionar al criado, pero… ¿Qué pasa? ¿Por qué me miráis así?
– ¿Se llamaba el hombre que teníais que matar Fulk de Chesney?
A Sampson se le iluminó el rostro.
– ¡Ese es! Pero ¿qué pasa con el otro nombre? Le acabáis de llamar Gervase.
– Ése era su nombre -contestó Justino, apretando los dientes-. Al menos acuérdate, ¡demonios, le debes tanto!
– ¿Por qué estáis tan enfadado?
– Porque asesinasteis al hombre que no teníais por qué asesinar.
Sampson seguía perplejo.
– ¿Y cómo ocurrió esto?
– Fulk de Chesney era el que hacía trampas con los dados, el hombre para cuyo asesinato os pagaron. Pero su caballo empezó a cojear y tuvo que darse la vuelta. El hombre que asesinasteis era un orfebre de Winchester. Cabalgaba en un semental ruano y vosotros, estúpidos, lo confundisteis con el de De Chesney. El hombre sucumbió sin razón lógica que justificara su muerte. Que Dios lo ayude, estaba donde no debía estar y cuando no debía estar.
La voz de Justino se fue apagando. Estaba más asombrado que encolerizado, anonadado por la absoluta nimiedad de lo ocurrido. Gervase no había muerto porque su hijo estuviera deseando entrar en un monasterio o porque su hija estuviera consumida de concupiscencia por el oficial que trabajaba a sus órdenes en la orfebrería. Ni fue la carta secreta a la reina lo que le había causado la muerte. Había sido víctima de un guijarro que se había incrustado en la herradura de un semental tordo.
Sampson comprendió finalmente lo que Justino estaba diciendo.
– ¿Así que el hombre que asesinamos no era Fulk de Chesney? Eso explica que no llevara la sortija. -Pensó en ello un momento más y se echó a reír-. Pobre desgraciado, ¡él fue a quien se le gastó la broma!
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