Sharon Penman - El hombre de la reina

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En 1193, el joven Justin de Quincy descubre casualmente una pista que puede desvelar el paradero de Ricardo Corazón de León, a quien se da por muerto. Leonor de Aquitania, la reina que escandalizó al mundo al divorciarse del que sería rey de Francia (Luis VII) para casarse con Enrique II, le encomienda una investigación que le obligará a adentrarse en el complejo y peligroso mundo de las intrigas que rodean la corte de Leonor.

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Marzo de 1193

Caminaban a grandes zancadas por los Shambles hacia la cárcel de Newgate, cuando Lucas y Jonás se quedaron sorprendidos al ver a Justino que los esperaba en la calle. Al mirar su rostro, Lucas aceleró el paso.

– ¿Qué ha pasado? ¿Se negó ese hijo de puta a informarte sobre el asesinato del orfebre?

– No, me ha dicho todo lo que yo necesitaba saber.

– Entonces, ¿por qué estás como si fueras a un entierro? He visto a hombres camino de la horca con una expresión más alegre en el rostro que la tuya.

– ¿Conoces a un jugador tramposo de Winchester conocido por el nombre de lord Harald?

– Por supuesto que lo conozco. Más suave que la crema es ese tipo, pero con más mala leche… Pero ¿qué tiene que ver con el asesinato de Fitz Randolph?

– Es el que pagó a Gilbert y a Sampson para que organizaran la emboscada.

Lucas emitió un sordo silbido.

– Pero ¿por qué? ¿Qué tenía contra el orfebre?

– Nada en absoluto -dijo Justino amargamente-. Mataron al hombre a quien no tenían que matar. La víctima en cuestión era un truhán que le hizo trampas a Harald jugando a los dados, un tal Fulk de Chesney.

– ¡Dios Todopoderoso! ¿El arrogante patán que iba a lomos del semental tordo?

Justino asintió y explicó, para que se enterara Jonás.

– De Chesney salió a caballo de Winchester esa misma mañana, pero tuvo que darse la vuelta porque su caballo empezó a cojear.

Jonás lo comprendió enseguida.

– Y asesinaron al orfebre por equivocación. ¡Mala suerte la de Gervase!

– Sí -asintió Justino, tan lacónicamente, que Lucas le dirigió una mirada sagaz y especulativa.

– Si me hubieran pedido apostar a que tú resolverías el asesinato del orfebre, yo le habría llamado a esto la apuesta de un tonto. Pero lo has hecho, De Quincy, bien sabe Dios que lo has hecho. Entonces, ¿por qué no te alegras pensando en tu triunfo?

– No estoy seguro. Todo ello me parece inútil, Lucas. Un hombre no debe perder la vida por mor de la mala suerte.

– ¿Habrías preferido que hubiera muerto a manos de su hijo? De una manera u otra, muerto está. Al menos no le tendrán que decir a la señora Ella que su monjecito urdió un crimen por el amor a Cristo -reflexionó Lucas, encogiéndose de hombros.

– Tienes razón -reconoció Justino, y el auxiliar de justicia sonrió.

– Generalmente la tengo. Vayamos ahora dentro y terminemos de interrogar a Sampson. Llevo mucho tiempo tratando de coger a Harald con las manos en la masa. Quiero ponerlo todo por escrito y hacer que Sampson ponga la señal de su dedo antes de que se le haya despejado la cabeza. Al dar los primeros pasos hacia la entrada de la cárcel, Jonás lo siguió. Pero Justino se quedó donde estaba.

– ¿Y tú, De Quincy? ¿No vienes con nosotros?

– No -replicó Justino, y es que el papel que había estado desempeñando en el asesinato del orfebre había concluido. O estaba a punto de concluir.

Justino siempre pensó que rebosaría de júbilo si tenía la suerte de esclarecer la cuestión del asesinato de Gervase Fitz Randolph. Pero ahora que parecía haberlo conseguido, no sentía el menor júbilo; el pozo estaba seco. Le molestaba en parte la intervención del azar en el asesinato del orfebre. Era todavía muy joven y pensaba que la vida debía tener coherencia. No había aprendido todavía la lección de las Escrituras, de que los juicios de Dios son insondables y sus decisiones inescrutables para los mortales.

Pero no era el tipo de muerte del orfebre lo que carecía de sentido. Durante casi diez semanas había estado implicado en el crimen de Fitz Randolph y durante nueve de ellas no había pensado en otra cosa. Lo único que le importaba era serle fiel a la reina, no defraudarla. No había pensado qué haría después. Pero una vez que comunicara a Leonor la información conseguida, ella no le necesitaría ya. Sería dejado a la deriva, sin amarras ni costa de salvación a la vista. No se dio cuenta de lo que había significado para él ser el hombre de la reina hasta el momento en que todo estaba a punto de terminar.

Al llegar a la Torre, según caminaba hacia el cuerpo central, Justino oyó que le llamaban por su nombre. La voz era seductora, con cadencias de las tierras fértiles del sur bañadas por el sol, el acento seductor de Aquitania. Hasta ayer, le había hecho pensar en miel derretida. Ahora sólo le traía a la memoria un mito que le habían contado: cómo las sirenas de las fábulas atraían a los marineros a la muerte con el encanto de sus canciones. Se volvió con cautela, muy lentamente, esperando que Claudine cruzara el patio hacia él.

– Tú vas cuando yo ya estoy de vuelta -le dijo ella, moviendo la mano hacia su muía ensillada y las compañeras que la esperaban-. Tenemos que tratar de compaginar nuestros horarios. -Le sonrió con la mirada de unos ojos que resplandecían a la luz del sol, coqueta, afectuosa y despreocupada, la más inocente de los espías.

– ¿Son contagiosos los dolores de cabeza? Tu aspecto parece indicar que has cogido el mío -preguntó ella mientras le alargaba la mano para que se la besara.

– Bebí demasiada cerveza anoche.

– ¿Quieres decir con eso que te fuiste a ahogar tus penas después de traerme aquí? Eso es muy halagador, cariño.

– ¿Lo crees así?

– Naturalmente. ¿A qué mujer no le gustará creer que puede impulsar a un hombre a la bebida?

– Si es así, no tienes por qué preocuparte. Eso, Claudine, es algo que puedes hacer definitivamente.

– Tengo que marcharme. Pero estoy en deuda contigo por lo de anoche, y no lo olvidaré -dijo ella con pesar, y se echó a reír amablemente.

– Yo tampoco -dijo Justino amablemente-. Yo tampoco…

Leonor miró fijamente a Justino y se levantó bruscamente.

– Seguidme -dijo, y atravesó el salón hacia la mayor intimidad de su aposento. Pero ni siquiera eso la satisfizo y, con Justino detrás, cruzó la entrada que daba a la capilla de San Juan-. Dejadnos solos -ordenó al sorprendido sacerdote, y tan pronto como la puerta se cerró tras él, le hizo señas a Justino para que se adelantara.

– Habéis descubierto algo.

– ¿Cómo lo sabéis?

– Vuestro rostro es fácil de leer, por lo menos para mí. Decidme de qué os habéis enterado, Justino. No omitáis nada.

– Me he enterado -replicó Justino- de la razón por la que murió Gervase Fitz Randolph.

– ¿Era la carta?

– No, señora, no lo era. Fue asesinado por un golpe de mala suerte, porque creían que era otro hombre. El murió creyendo que estaban buscando vuestra carta, pero no era así.

– ¿Estáis seguro de eso? -Los ojos de Leonor escudriñaron su rostro.

Cuando Justino le aseguró que sí, la reina se apartó de él. Cruzando hacia el altar, se inclinó hacia adelante, apoyando sus manos con las palmas hacia arriba en el mantel bordado del altar. Justino se quedó anonadado; ésta era la primera vez que veía aflorar las emociones de la reina. ¿Constituía el rey de Francia un peligro tan grande como suponía?

Leonor se volvió. Su rostro irradiaba tal alivio que Justino contuvo el aliento al darse cuenta, tardíamente, de la razón que obligaba a la reina a mantener ese comportamiento. No era la implicación del rey de Francia lo que temía, ¡era la de su hijo Juan! Había sido Juan lo que desde el principio la preocupó. Temía que Felipe le hubiera avisado y que él hubiera contratado asesinos para asegurarse de que la carta no llegaría nunca a manos de su madre.

¿Por qué no se había dado cuenta de la verdad hasta ahora? Era todo muy plausible. Si el arzobispo de Ruán tenía espías en la corte francesa, ¿por qué no iba a tener Felipe sus propios espías? ¿Qué había dicho Leonor del rey de Francia? ¡Ah, sí, que tenía más espías que escrúpulos!

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