Sharon Penman - El hombre de la reina
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Justino se acercó a regañadientes a casa de los Fitz Randolph. A diferencia de sus hijos, la viuda del orfebre no había asistido al juicio del Flamenco. Así como no le importaba ni poco ni mucho la benevolencia de los Fitz Randolph más jóvenes, la opinión de Ella no le era indiferente. Era la única en la familia del finado a quien encontraba afable y deseaba que pensara bien de él. Por eso quería averiguar si ella lo censuraba como lo habían hecho sus hijos.
Le abrió la puerta Edith, la criada, y lo condujo al salón. Ella no le hizo esperar mucho.
– Señor De Quincy, ¡qué sorpresa! -Pidiéndole a Edith que les trajera vino, mandó a Justino que se acercara a la chimenea. Acababan de sentarse cuando se oyó un portazo y Jonet entró apresuradamente en el salón.
Era evidente que le habían advertido de la presencia de Justino, porque no mostró al verle el menor asombro, sólo antagonismo.
– ¡No puedo creer que tengáis agallas para venir a visitarnos teniendo en cuenta la manera horrible en que habéis ofendido a nuestra familia! No podéis ser bien visto en esta casa.
– No eres tú a quien le corresponde decir tal cosa.
– ¡Madre! Este hombre nos consideró sospechosos del asesinato de mi padre.
– Lo sé, Jonet. Pero también sé que, si no hubiera sido por él, la justicia nunca habría capturado a los asesinos de tu padre.
– Eso no le excusa.
– Sí -contestó Ella con firmeza-, sí le excusa. Mantén tu resentimiento si lo deseas, pero no te consentiré que seas descortés con una persona que visita esta casa, mi casa. ¿Está claro?
Justino no pudo por menos de darse cuenta de que Jonet no era tan guapa cuando estaba enfadada. Su cutis, pálido como la leche, estaba salpicado de manchas rojas, sus ojos daban la impresión de ser puras ranuras horizontales, a través de las cuales miraba con descaro a su madre. Pero fue ella quien tuvo que retroceder, y salió de la habitación enfurruñada.
Justino encontró este diálogo muy interesante. Tenía la impresión de que Ella estaba desplegando las alas, afirmando su autoridad con sentido matriarcal de la familia. Ciertamente un papel más satisfactorio que el de esposa engañada o viuda de luto.
– Ojalá lo hubiera podido salvar, señora.
– Yo también lo habría deseado -dijo ella con gran serenidad-. Tenía sus defectos como todos los humanos, pero tenía buen corazón, era generoso y no merecía morir a manos de un forajido. Me apena tener que decir esto, pero su muerte no parece haberle afectado a nadie más que a mí. Para los otros fue casi… conveniente.
– Eso no es posible -replicó Justino por cortesía, pero sin mucha convicción, porque también a él se le había ocurrido el mismo pensamiento.
– Me temo que así es. Si Gervase viviera aún, Tomás no sería el novicio más reciente de Hyde Abbey. Además, Jonet y Miles no estarían prometidos en matrimonio. Hasta esa mujer desvergonzada se ha beneficiado de la muerte de Gervase si los rumores son ciertos. ¿Lo son? ¿Está Lucas de Marston realmente decidido a casarse con ella? -Cuando Justino asintió, Ella hizo una mueca-. ¡Los hombres son tan tontos!
Justino sabía que Aldith comprendería que no tratara de defenderla ante la viuda de su antiguo amante; era demasiado imparcial como para no aceptar que el resentimiento de la otra mujer estaba más que justificado.
– Tengo algo para vos -dijo, sacando un pergamino enrollado y sellado-. Su Majestad la reina me ha pedido que os entregue esto.
– ¿Por qué me querrá escribir a mí la reina? -preguntó Ella, sorprendida. Cuando le alargó la carta, no la cogió-. Gervase insistió en que enseñáramos a leer a Jonet, pero mi padre no vio la misma necesidad cuando yo era niña. ¿Tendríais la bondad de leérmela?
– Por supuesto. -Rompió el sello, desenrolló el pergamino, se acercó a la luz más próxima, una lámpara de metal suspendida del techo por una cuerda trenzada, y leyó:
Leonor, reina de Inglaterra, duquesa de Normandía y Aquitania, condesa de Poitou, envía sus saludos a Ella, señora Fitz Randolph de Winchester. Deseo ofreceros mis condolencias por la muerte de vuestro esposo. Por lo que he oído decir de él, era un hombre bueno y valiente. Espero que sea un consuelo para vos el saber que murió al servicio de la Corona.
Cuando Justino levantó los ojos, vio que Ella le miraba asombrada.
– Yo…, no lo comprendo. ¿Qué me quiere decir?
– ¿Habéis oído contar que el rey Ricardo fue capturado por sus enemigos a su regreso de Tierra Santa?
Como esperaba, Ella hizo un gesto afirmativo de cabeza, porque Leonor había hecho pública la difícil situación de su hijo después de la reunión del Gran Consejo en Oxford.
– Cuando vuestro esposo salió camino de Londres el día de Epifanía, llevaba una carta para la reina, un mensaje urgente y confidencial que le confió una persona que se había enterado del secuestro del rey. Creo firmemente que Gervase se defendió tan valientemente de los que le atacaron porque temía que estuvieran buscando la carta de la reina.
– Ahora comprendo… -suspiró-. Entonces, ¿es verdad que murió al servicio de la reina?
Gilbert el Flamenco no dejaba nunca testigos oculares de sus crímenes y Gervase Fitz Randolph habría muerto tanto si hubiera ofrecido resistencia como si no. Pero Justino no vio la necesidad de decirle esto a su viuda.
– Sí, señora Fitz Randolph, así murió.
Acercándose a ella, le puso la carta en el regazo y Ella pasó las manos por el pergamino con suavidad, casi con reverencia y los ojos se le llenaron de lágrimas. Justino había considerado el mensaje de la reina como un riesgo, algo que podía haber hecho tanto bien como mal. Pero pronto se dio cuenta de que Leonor había acertado, porque cuando Ella levantó la vista, su rostro surcado de lágrimas estaba iluminado por una trémula sonrisa.
La última vez que Justino visitó la tumba de Gervase Fit Randolph estaba cubierta de nieve. La tierra estaba aún desnuda y parda, pero no pasaría mucho tiempo sin que Gervase reposara bajo una manta de exuberante hierba verde. En este lunes templado salpicado de sol, el segundo día de Pascua, se respiraba en el aire el aroma de la proximidad de la primavera.
Arrodillada junto a la tumba, Aldith cerró los ojos y sus labios se movieron en una oración silenciosa. Cuando se levantó y se sacudió la tierra de la falda, dijo:
– ¡Ojalá hubiera podido traerle flores o una lamparilla! Pero eso no habría hecho más que abrir la herida en el corazón de su viuda… Eso sí, cuenta con mis oraciones y podrá contar con ellas mientras yo tenga aliento para recitarlas.
Justino se unió a ella al lado de la tumba.
– Descansa en paz, Gervase -murmuró, esperando que el asesinado orfebre descansara realmente en paz. Entonces ofreció su brazo a Aldith y se pusieron en camino-. Necesito tu consejo, Aldith. Quiero comprarle algo a Nell para darle las gracias por cuidar de mi perro mientras he estado fuera.
– Lo haré encantada, pero si me lo permites, puedo hacer algo más. Me gustaría ayudarte a arreglar una pelea de enamorados. -Notó su repentina tensión en los músculos del brazo, debajo de la mano de ella, y le dijo con voz apresurada-: Espera, Justino, escúchame hasta el final. Lucas me ha contado que tu relación con una de las damas de la reina está pasando por un mal momento, y yo quisiera…
– ¿Una de las damas de la reina? -dijo Justino receloso e incrédulo-, ¿Cómo demonios se ha enterado Lucas de eso?
– Por Nell. Estaban echando un trago en la taberna después del arresto del Flamenco, cotilleando y bromeando sobre cómo tú habías echado a Lucas de casa porque ibas a llevar a ella a una mujer para que compartiera tu cama. Tenían todos mucha curiosidad, como es natural, y alguien sugirió, medio en broma, que Nell debía invitarte a ti y a la joven a uniros al jolgorio, y de esa manera poder echarle a ella una ojeada. Nell contestó, a su vez, de forma tajante: «Es demasiado noble para compañía como la nuestra», y una vez que los demás se dieron cuenta de que sabía algo, no la dejaron en paz hasta que les dijo que «una dama muy elegante» te había visitado después de que te dieran aquella puñalada, y que venía escoltada por uno de los caballeros de la reina.
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