Sharon Penman - El hombre de la reina

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En 1193, el joven Justin de Quincy descubre casualmente una pista que puede desvelar el paradero de Ricardo Corazón de León, a quien se da por muerto. Leonor de Aquitania, la reina que escandalizó al mundo al divorciarse del que sería rey de Francia (Luis VII) para casarse con Enrique II, le encomienda una investigación que le obligará a adentrarse en el complejo y peligroso mundo de las intrigas que rodean la corte de Leonor.

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– ¿Cómo? -dijo Sampson con una mueca burlona-. ¿Tratando de que yo haga las paces con Dios?

Lucas se encogió de hombros.

– A algunos hombres les sirve de consuelo ir a la muerte con la conciencia tranquila -contestó, sin que pareciera afectarle la explosión de blasfemias con que Sampson recibió sus palabras-. No puede ser muy agradable estar tirado ahí en el pozo día tras día, esperando la muerte. ¿Qué hombre entre todos los hombres no le tiene miedo a la muerte, especialmente a morir en la horca? -Empinando la bota, bebió con aparente deleite, pareciendo no darse cuenta de la manera en que los ojos de Sampson seguían la bota-. Si fuera yo, querría un sacerdote.

– Bien, pero vos no sois yo -replicó Sampson bruscamente y añadió un «maldito bastardo» para redondear la frase.

Lucas no sonreía ya.

– No… Yo no soy a quien van a ahorcar, y bien que me alegro de ello. Es una desesperada y lenta manera de morir. Yo preferiría una navaja en la garganta que tener que enfrentarme con la soga.

Sampson estaba repantigado en su silla, pero seguía con los ojos fijos en la bota.

– ¿Quién ha dicho que me van a ahorcar?

– ¡Claro que te van a ahorcar, Sampson! Has matado a un hombre en presencia de medio Aldgate y te han pillado en el acto. ¡Santo Cristo, si la sangre no se ha secado aún en tu navaja! Ni aunque uno de los mismísimos ángeles de Dios baje a hablar en tu favor al tribunal no te serviría de nada. El mismo día que vayas al tribunal, ese mismo día te mandarán a la horca.

Lucas le pasó la bota a Justino y luego se la tiró a Jonás.

– Supongo que siempre puedes tener la esperanza de que la cuerda se rompa. Eso le pasó a un prisionero en mi primer año de justicia adjunto, y el rey le indultó.

– Me aseguraré de que utilicen una bien fuerte, especialmente para él -prometió Jonás y se echó a reír como si aquello fuera una broma.

Lucas cogió la bota en el aire con destreza, y se la colocó en las piernas, sin empezar a beber.

– Sé que has visto morir a otros hombres, Sampson. ¿Pero has visto alguna vez ahorcar a un hombre? Es un espectáculo inolvidable, créeme. No es rápido, se necesita bastante tiempo para estrangular a un hombre. Tiene las manos atadas detrás de la espalda, para que no pueda soltarse. Está indefenso, está colgado, está dando patadas desesperadas para tocar la tierra con los pies. Su rostro se va poniendo azul y luego negro, y hace esfuerzos para respirar, ansiando cambiar cualquier cosa por un poco más de aire. Hay veces en que un hombre hasta se traga su propia lengua.

– ¡Que Dios te maldiga! -Sampson se puso de pie y levantó sus manos esposadas en un frustrado gesto de amenaza-. ¡Basta ya, no quiero oír más!

– ¿Crees que a mí me importa lo que tú quieras o no quieras? -dijo Lucas con frialdad-. Vuelve a sentarte.

Justino dudaba de que Sampson obedeciera las órdenes, pero al cabo de un momento nada más, el hombre se desplomó sobre su silla. Tenía el rostro lleno de manchas, a causa del calor, los ojos saltones e hinchados, y cuando Lucas de repente lanzó al aire la bota, la cogió con manos temblorosas. Bebió el vino con ansiedad, como si ni todo el vino del mundo fuera suficiente para él, no importándole que se le derramara en la barba y le salpicara su túnica sucia y hecha jirones.

– ¿Qué queréis de mí? -preguntó, apretándose la bota contra el pecho-. ¿Por qué estáis aquí?

– Quiero la verdad. Tenemos preguntas que hacerte sobre otros crímenes y necesitamos respuestas. Quiero poder enterrar estos casos al mismo tiempo que te entierro a ti.

– ¿Y por qué tengo que hacer lo que me estáis pidiendo? -preguntó Sampson, con un resabio de sus previas bravuconadas-. ¿Qué voy a sacar yo de ello?

Cuando Lucas se inclinó hacia adelante, Justino supo que ésta era precisamente la pregunta que él estaba esperando que hiciera Sampson.

– Vas a morir. Yo eso no lo puedo cambiar, ni lo haría si lo pudiera hacer. Pero puedo conseguir que tus últimos días sean más tolerables. Si yo estuviera a punto de enfrentarme con la soga, querría hacer las paces con Dios. Y después querría emborracharme, hasta el punto de que nada me importara cuando vinieran a buscarme. Si nos dices lo que queremos saber, Sampson, yo me ocuparé de que te den suficiente vino o cerveza para que vayas a la horca como la perra de un trovador ciego.

Sampson empezó a hablar, pero se detuvo inmediatamente. Retorciéndose en la silla, miró a Jonás y después a Lucas.

– Si accedo a esto, ¿cómo puedo estar seguro de que cumpliréis vuestra parte del trato?

Lucas metió otra vez la mano debajo de su manto y sacó esta vez una bolsa con dinero.

– Contesta a nuestras preguntas y ganarás suficiente dinero para comprarle a los centinelas toda la cerveza que quieras. Y me refiero también a comida y mantas. Con el dinero suficiente, un hombre puede comprar también la compañía de una mujer. ¿No es verdad, Jonás?

– Se sabe que esto ha ocurrido -contestó el sargento lacónico.

Lucas volteó la bolsa del dinero en la palma de la mano.

– Así que, ¿qué dices, Sampson? ¿Hacemos un pacto?

– Dejadme que lo cuente primero. -Sampson hurgó en la bolsa, tarea dificultosa por las esposas. Cogiendo la bolsa del suelo, manoseó las monedas antes de decir ásperamente-. ¿Qué queréis saber?

Lucas mostró un destello de triunfo mirando hacia donde estaba Justino.

– Empecemos con Londres. Sé que Jonás tiene mucha curiosidad acerca de todo lo que has hecho en esta ciudad.

– Ya sabéis todo lo de ese cretino en Aldgate.

– Estás atormentado por los remordimientos, ¿no es así? -dijo Lucas con sarcasmo y Sampson le miró como si no lo comprendiera.

– ¿Qué razón tengo para lamentar su suerte? Se buscó él mismo su desgracia metiéndose donde no le llamaban. No tuve más remedio que hacer lo que hice. No sé qué otra cosa contarte.

– ¿Cuántos robos? -preguntó Jonás con impaciencia-. Sé lo del hombre al que atracaste en Southwark, cerca del puente. Y los del borracho que metiste en un callejón de la Cheapside. ¿Algo más?

Sampson arrugó el entrecejo, intentando concentrarse.

– Bueno… Le robé un monedero a un mozalbete ahí en los «estofados». Era un chaval imberbe que presumía de estar allí para «pagarse un polvo» y agitaba su dinero en la mano como si estuviera pidiendo que se lo robaran. Otra vez tomé parte en una pelea en una taberna cerca de Cripplegate y le quité al hombre las sortijas y la daga por mi trabajo. Creo que eso es todo. ¡Oh, también le rompí la mandíbula a una mujer, pero no era más que una ramera que estaba intentando engañarme! Y Gib y yo atracamos a un hombre en la Watling Street Road. Puesto que no habíamos llegado todavía a Londres, ¿cuenta también eso?

– Gilbert se estaba descuidando al dejar con vida a un testigo. ¿O se sentía caritativo aquel día?

Sampson no captó la ironía de Lucas.

– Gib tenía intención de matarle, pero se escapó corriendo hacia el bosque y decidimos que no valía la pena ir detrás de él. -Agitando la bota, se dio cuenta de que quedaba suficiente vino para un trago más y se lo echó al coleto-. ¿Qué otra cosa queréis saber?

Habían estado hablando en inglés, pero Lucas se pasó ahora al francés, excluyendo deliberadamente a Sampson.

– Supongo que quieres continuar tú a partir de ahora, De Quincy. No tiene ninguna prisa por volver al «pozo» y debe de contarte lo que necesites saber sobre el asesinato del orfebre. Espero que lo compartas después conmigo, porque deseo esclarecer el crimen Fitz Randolph tanto como lo deseas tú. Pero supongo que tendrás que obtener primero el consentimiento de la reina, ¿no es así?

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