Sharon Penman - El hombre de la reina

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En 1193, el joven Justin de Quincy descubre casualmente una pista que puede desvelar el paradero de Ricardo Corazón de León, a quien se da por muerto. Leonor de Aquitania, la reina que escandalizó al mundo al divorciarse del que sería rey de Francia (Luis VII) para casarse con Enrique II, le encomienda una investigación que le obligará a adentrarse en el complejo y peligroso mundo de las intrigas que rodean la corte de Leonor.

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18. LONDRES

Marzo de 1193

Ellis, con cara de sueño, los dejó entrar de mala gana, aduciendo que la taberna no estaba abierta aún. Dentro, todo estaba tan oscuro y silencioso como una tumba y hasta había un cuerpo tumbado sobre una de las mesas.

– Nell nos permitió que le dejáramos dormir la borrachera -masculló Ellis, estremeciéndose cuando Jonás alar gó el brazo y volcó la mesa, tirando a Alfred a la paja que cubría el suelo.

A la caída le siguió un grito asustado de Aldred e inmediatamente después otro grito de «¿Ellis?» procedente de la parte de arriba de las escaleras.

– ¿Qué es ese ruido?

Jonás dio unos pasos hacia el hueco de la escalera.

– Tengo aquí a unos borrachos que necesitan despejarse la cabeza, Nell, y solicito tu ayuda.

– ¿Qué es eso? -Lucas miraba con suspicacia el contenido de su vaso-. Parece agua de un pantano.

– Bebedla -insistió Nell-. ¡Cualquiera diría que os estoy pidiendo beber cicuta! Si queréis saber lo que es, os diré que es azafrán disuelto en agua de cebada, mezclada con unas cuantas hierbas. Tengo mucha práctica en estas cosas, porque a mi marido le gustaba la cerveza más de la cuenta.

Puso una fuente en mitad de la mesa y dijo:

– Tratad de comer pan. Volveré cuando vea lo que puedo preparar para el dolor de cabeza de Aldred. -Aldred le dio las gracias con voz quejumbrosa y se desplomó en su asiento, con el cuerpo tan fofo como una muñeca de trapo de Lucy. Nell puso los ojos en blanco, murmuró algo sobre los hombres que no era muy elogioso y desapareció en la cocina.

Jonás se sirvió un vaso de cerveza hasta rebosar y se puso a untar miel en una larga rebanada de pan.

– Si te queda algún arenque salado -le gritó a Nell-, no me importaría tomarme uno o dos. -Al oír tal ocurrencia, Aldred volvió a quejarse y salió corriendo al escusado, con gran diversión de Jonás-. Espero que vosotros dos no tengáis estómagos tan delicados.

– Siento desilusionarte, pero no es ése el caso -Justino cogió un trozo de pan e hizo esfuerzos por tomárselo a trocitos-. Dinos lo que has descubierto sobre Sampson.

– Parece que se ha gastado el dinero muy deprisa, porque cometió su primer robo el martes de carnestolendas. Estuvo muy ocupado en cometer al menos tres delitos. Su método ha sido sencillo: merodear por las tabernas a la caída de la noche, seleccionar a su víctima (un borracho solitario) y a continuación irse detrás de él, y echársele encima tan pronto como estuvieron solos. Para su desgracia, no es hombre que pase desapercibido: tan alto, tan corpulento como un oso, con una mella donde debiera haber tenido su diente delantero y una cicatriz sobre uno de los ojos.

– Sí, ése es Sampson -asintió Lucas-, pero acabas de decir en la cabaña que está en la cárcel de Newgate. ¿Cómo lo atraparon?

– Metió la pata, como Justino adivinó que la metería. El tercer robo salió mal desde el principio, porque su futura víctima no estaba tan borracha como él creía. Cuando Sampson se tiró sobre él, el atacado se defendió como un león. Ese cálculo equivocado de Sampson fue su primer error. El segundo fue el ser demasiado impaciente porque no había sonado todavía el toque de queda. Una misa de réquiem estaba a punto de terminar en St. Andrew's Cornhill y los feligreses salieron a Aldgate para ver a qué se debía el alboroto.

Jonás se echó un buen trago y se limpió después la boca con la palma de la mano.

– En el preciso momento en el que Sampson dominaba a su presa y sentado a horcajadas sobre él buscaba la bolsa donde el hombre llevaba el dinero, antes de que pudiera escaparse, se le enfrentó uno de los feligreses. Lucharon y cuando Sampson vio que no podía zafarse de él, le dio una puñalada al buen samaritano en la garganta.

Justino tragó con dificultad, haciendo esfuerzos para que le bajara la corteza por el gaznate, con ayuda del agua de cebada. Pero no era el pan lo que le había dejado un amargo sabor de boca. Mataban con tanta facilidad los Gilbertos y los Sampsones de este mundo, y sembraban tanto dolor a su alrededor, que con ahorcar a hombres así sólo se conseguía que éstos no volvieran a matar otra vez. No aliviaba para nada el dolor que causaban a tantos vecinos, en su descenso a los infiernos. Mirando alrededor de la mesa, vio su propia frustración y su rabia reflejadas en el rostro de Lucas. Jonás, como siempre, era inescrutable.

Hizo una pausa para beber otra vez antes de continuar el sangriento argumento de su historia.

– Sampson salió corriendo, perseguido por los feligreses. Pero su envergadura y esa sangrienta daga mantenían a la mayoría a cierta distancia. Me atrevería a decir que se habría escapado si no hubiera tenido la mala suerte de coger Lime Street. Por casualidad» se metió en el mismísimo cuerpo de policía. Fueron precisos cuatro hombres para reducirle y tuvieron que protegerle de la multitud que quería lincharlo. Pero el párroco de St. Andrew's Cornhill los contuvo e hizo que desistieran de su intento, y a Sampson lo arrastraron a la prisión. Su indulto será corto. Apuesto cualquier cosa a que el tribunal le condenará antes de que empiece el juicio.

– Me gustaría estar tan cierto de esto como lo estás tú -dijo Lucas con aire taciturno, porque sabía por triste experiencia que no era fácil condenar a un hombre a la horca. Había meditado muchas veces por qué los jurados eran tan reacios a ver ahorcar a un hombre y había sacado la conclusión de que la tristemente famosa indulgencia de los jurados estaba paradójicamente relacionada con la dureza de las leyes. Daba igual que un hombre matara accidentalmente, en defensa propia o con premeditación y alevosía, en cualquier caso se les acusaba de asesinato. Podía alegar «infortunio» o «justificación», pero tenía que probarlo en el tribunal y muchos hombres se escapaban antes de arriesgarse a someterse a la justicia real. A un hombre se le podía ahorcar también por robo, podía pagar también con su vida un crimen de hambre o desesperación. El resultado era que los jurados rehusaban a menudo acusar, aun en casos en que las pruebas parecían exigirlo.

El escepticismo de Lucas tenía perplejo a Justino, pero Jonás lo comprendía perfectamente.

– Los dos hemos visto a hombres librarse de la horca cuando sabíamos que eran tan culpables como Caín -le explicó a Justino-. Pero esta vez no. Ese estúpido de Sampson acuchilló a un hombre delante de más de una docena de testigos, incluida la propia mujer de la víctima y el cura párroco. No, éste es un tipo que sabe exactamente lo que le espera: una breve danza al extremo de una larga soga.

– ¿Cuándo podemos interrogarlo? -preguntó Justino-. Es una pena que no puedan esperar hasta después del juicio. Sampson estará probablemente más dispuesto a hablar una vez que sepa que no hay esperanza. Pero si se le juzga y se le encuentra culpable, será demasiado tarde, porque las ejecuciones se llevan a cabo casi siempre inmediatamente. Sólo las mujeres embarazadas pueden aprovecharse de una demora. Si se le declara culpable, llevarán inmediatamente a Sampson a la horca.

– Podemos ir a la cárcel esta tarde. -Jonás expresó con palabras la propia inquietud de Justino, diciendo-: Pero tal vez no esté dispuesto a hablar contigo. ¿Por qué ha de estarlo? Tal vez esté esperando que ocurra un milagro: un jurado tan ciego, tan sordo y tan mudo que no sean capaces de condenarlo. O simplemente que se muestre reacio por puro resentimiento. Así que puede muy bien ocurrir que no tengas mejor suerte con él que la que tuvimos con el Flamenco.

Justino sintió un estremecimiento de aprensión e inquietud, porque ésta era su última oportunidad de enterarse de la verdad sobre el asesinato del orfebre. Pero Lucas meneó la cabeza.

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