Sharon Penman - El sol en esplendor

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Inglaterra, segunda mitad del siglo XV. Transcurren tiempos interesantes: el país está dividido, sumido en un caos de intrigas y alianzas cambiantes. Dos bandos irreconciliables, los York y los Lancaster, libran una lucha a muerte por el trono. Los reyes autoproclamados se multiplican; hombres y mujeres ambiciosos pujan por la corona. Pero en este juego de poder no hay lugar para los perdedores: una derrota en el campo de batalla puede significar una muerte brutal y la destrucción de toda una familia Ricardo, el hijo más joven del poderoso duque de York, ha nacido en medio de la cruenta lucha por la corona inglesa que la historia conocerá como la Guerra de las Dos Rosas. Eclipsado desde pequeño por su carismático hermano Eduardo, se ha esforzado toda su vida en ser un aliado fiel y un buen soldado para su causa, lo que no es una tarea fácil en el clima de traición y desconfianza imperante; y mantener la lealtad a toda costa puede requerir el mayor de los sacrificios.

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– Aquí hace calor, madame. Quizá os despejéis si tomáis un poco de aire. Por favor. -Le extendió el brazo. Ella meneó la cabeza, pero él insistió-: Creo que el aire fresco os hará bien, madame.

Margarita iba a negarse, pero calló. Asintió, y él agradeció que lo hubiera entendido. Ella se inclinó, besó a su parco hijo en el rizo que le cruzaba la sien y cogió el brazo de Somerset.

Fuera de la tienda el aire estaba más fresco y el cielo estaba despejado, constelado de puntos luminosos y remotos. Al menos no habría una niebla que favoreciera a York, como en Barnet, pensó Somerset con alivio, escrutando la lejanía donde parpadeaban las fogatas yorkistas.

– ¿Por qué queríais verme a solas, Somerset?

– Porque tengo un plan, madame, un plan que nos permitirá obtener la victoria.

– ¿Qué os proponéis? -masculló ella-. ¿Enviar un asesino al campamento yorkista para que degüelle a York? Os aseguro que nada me complacería más.

– No, madame -dijo él pacientemente, y ella notó que hablaba con suma gravedad.

– ¿Qué, Somerset? -susurró.

– He pasado varias horas estudiando el campo de batalla, que tiene varios declives y mucha vegetación. Se me ocurrió una idea y envié exploradores para ver si tenía razón. Así era. Este campo tiene una visibilidad limitada, madame. La configuración del terreno impedirá que la vanguardia y el centro de York puedan verse entre sí.

– Decidme vuestro plan.

Él se lo contó, y ella guardó silencio.

– No sé -respondió al cabo-. Sería un gran riesgo, Somerset. Inmenso.

– No vacilasteis en correr riesgos en San Albano -le recordó él-, y así derrotasteis al Hacerreyes. Claro que nos expondríamos al peligro. ¡Pero podríamos ganar mucho con ello, madame! Lo he pensado concienzudamente. Puede funcionar. Tomaremos a York por sorpresa, lo juro por mi vida. Y antes de que pueda recobrarse… -Hizo un gesto cortante con la mano, rápido y gráfico.

– Sí -dijo ella lentamente-. Sí, podría funcionar. No sé, Somerset, no sé. Si se tratara de mí, sólo de mí, diría que sí, correría el albur, y al demonio con el riesgo. Pero no se trata sólo de mí. -Le acarició la mejilla, apartó la mano-. Sois un hombre valiente, un amigo leal, y os aprecio, Edmundo, de veras. Pero creo que será mejor que discutamos esto con los demás, con Wenlock, Devon, con mi Édouard. Si ellos lo aprueban…

Hablaba con inusitada indecisión; él intuyó que ella resistía su inclinación natural, que era aceptar el plan, tomar la medida audaz que les brindaría la mayor ganancia. El Señor nos libre de los estrechos límites de la maternidad, pensó agriamente. Pero no tenía intención de someter su plan al juicio de los demás. No confiaba en Wenlock, Devon era demasiado conservador, Eduardo demasiado inexperto. Sólo ella tenía la imaginación, la audacia instintiva para aceptarlo, para entender que el riesgo mèrecía la pena.

– Madame, respaldadme en esto y quizá el príncipe Édouard no deba participar en la batalla. Podría terminar rápidamente, antes de que todo nuestro centro entre en combate. -Sintió cierta vergüenza por esto, pero no demasiada. A esas alturas, le habría dicho cualquier cosa con tal de obtener su asentimiento.

Ella se alejó, miró las fogatas yorkistas. Se volvió.

– Muy bien, nos atendremos a vuestro plan, Somerset. Está en vuestras manos. -Él mostró los dientes en una sonrisa jubilosa, pero ella añadió con voz pétrea, sin permitirle saborear el triunfo-: Con una condición. Quiero que mantengáis a Édouard lejos del combate. Quiero que esté a caballo y custodiado en todo momento, y no quiero que se enzarce en la lucha.

– No puedo prometer semejante cosa -suspiró Somerset, con mu-cho tacto-. Sabéis que no puedo. Daría la vida por protegerlo; todos lo haríamos. Pero no puedo prohibirle nada, madame. Nadie puede. Él cree que tiene edad para el mando. Su orgullo lo exige. Sabe que York aún no había cumplido los diecinueve cuando ganó Towton. Peor aún, sabe que Gloucester sólo tiene dieciocho. No puedo prohibírselo, madame. El centro estará en realidad al mando de Wenlock, no del príncipe. Y creo que él aceptará permanecer montado durante la batalla. -Por un instante tuvo una imagen del rostro blanco y enfurruñado del príncipe-. Más aún, estoy seguro de ello. Pero no aceptará más. Y más no puedo hacer.

Margarita asintió y Somerset vio que no había esperado otra respuesta.

– No, supongo que no -dijo con voz seca. Se encogió de hombros, eludió su mirada-. Bien, pues, será mejor que informemos a los demás de lo que planeamos para mañana, milord.

Dejó que él le cogiera las manos; estaban heladas, yertas.

– Todo depende de vos, Somerset -susurró-. Todo: la vanguardia, la batalla, el destino de Lancaster. -Cobró aliento entrecortadamente-. La vida de mi hijo.

Capítulo 32

Tewkesbury

Mayo de 1471

La oscuridad se disipaba y estrías doradas surcaban el cielo cuando Francis entró en la tienda de Ricardo. Rob Percy ya estaba en el interior, sentado en un baúl y royendo de mala gana una loncha de carne seca. Ricardo daba la espalda a la entrada de la tienda. Escuchaba al sacerdote que pronto pediría la bendición de Dios para la causa yorkista; también escuchaba a un heraldo que llevaba la insignia de John Howard, y detrás rondaba un correo con el Jabalí de Gloucester blasonado en el pecho del tabardo. Francis se acercó a Rob, que le dejó espacio en el cofre, ofreciéndole otra loncha de carne. A Francis se le revolvió el estómago de sólo verla; negó con la cabeza.

Tras haber atendido al sacerdote y al hombre de Howard, Ricardo despachó a su correo, murmurándole unas frases destinadas a su hermano. Se volvió, sonrió al ver a Francis, que le devolvió la sonrisa, aunque la expresión de su amigo no lo había tranquilizado. Ricardo parecía exhausto, como si sólo lo sostuviera su fuerza de voluntad.

– No dormiste, ¿verdad? -barbotó con imprudencia. Notó, sin embargo, que a Ricardo no le molestaba.

– No -concedió Ricardo-. También pasé en vela la noche anterior a Barnet.

Ian de Clare, escudero de Ricardo desde Barnet, estaba arrodillado ante él, acomodando las placas puntiagudas que protegían el muslo. Ricardo pensó que Ian estaba demasiado torpe esa mañana, todo lo contrario del ducho Thomas Parr, y la colocación de la armadura parecía llevar más de la cuenta. Pero contuvo su impaciencia al estudiar la cara ladeada de Ian. Al fin Ian terminó, hizo un último ajuste a la hombrera izquierda de Ricardo, se apartó.

Rob y Francis no ocultaban su admiración, y Ricardo sonrió. Estaba muy orgulloso de esa armadura blanca y bruñida, la consideraba una auténtica obra de arte, perfecta en cada pieza, y no era para menos, pues se la había encargado a un maestro flamenco. No lo dijo, pero Rob y Francis sospechaban que era un regalo del rey. Ambos recordaban que Ricardo temía no recibirla a tiempo para la batalla, y se apresuraron a rendir tributo en la moneda más valiosa del reino, unas bromas tan mordaces que Ricardo supo que admiraban la armadura tanto como él. Se rió cuando le aseguraron que el ejército lancasteriano agradecería que resultara tan fácil distinguir a Gloucester de los demás caballeros de York.

Francis había dejado los guanteletes en el suelo, junto al cofre. Se iba a agachar para recogerlos, pero Ian se le adelantó, y recibió su agradecimiento con una sonrisa tensa. Francis miró al escudero con ojos compasivos. Ian era un desconocido. No sabía nada sobre él salvo que, como todos los que servían a la realeza, era hijo de una familia terrateniente de abolengo. Sabía también que Ian tenía una edad parecida a la de todos ellos. Y que ésta sería su primera batalla.

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