Sharon Penman - El sol en esplendor

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Inglaterra, segunda mitad del siglo XV. Transcurren tiempos interesantes: el país está dividido, sumido en un caos de intrigas y alianzas cambiantes. Dos bandos irreconciliables, los York y los Lancaster, libran una lucha a muerte por el trono. Los reyes autoproclamados se multiplican; hombres y mujeres ambiciosos pujan por la corona. Pero en este juego de poder no hay lugar para los perdedores: una derrota en el campo de batalla puede significar una muerte brutal y la destrucción de toda una familia Ricardo, el hijo más joven del poderoso duque de York, ha nacido en medio de la cruenta lucha por la corona inglesa que la historia conocerá como la Guerra de las Dos Rosas. Eclipsado desde pequeño por su carismático hermano Eduardo, se ha esforzado toda su vida en ser un aliado fiel y un buen soldado para su causa, lo que no es una tarea fácil en el clima de traición y desconfianza imperante; y mantener la lealtad a toda costa puede requerir el mayor de los sacrificios.

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Francis cobró aliento. Eso sí que era una espada de doble filo: una bofetada a Hastings, y un cumplido para Dickon. Se preguntó cómo lo habría tomado Hastings, abrió la boca para preguntar cuando el aire vespertino se llenó con el tañido de las campanas de una iglesia. Miró hacia el norte mientras los ecos se extinguían. La abadía de Santa María Virgen, a media milla a la retaguardia de las líneas lancasterianas, tocaba las vísperas. Tal como los monjes lo hacían cada atardecer, como si no hubiera dos ejércitos que sumaban once mil hombres desplegados en formación de batalla, con sólo tres millas y una noche de espera entre ambos.

Ricardo volvió grupas; unos hombres se acercaban. Dada la inminencia de la batalla, Eduardo montaba un corcel de guerra y no un animal más dócil, y sus acompañantes le dejaban espacio al caballo blanco. Aunque las batallas se libraban a pie, los comandantes debían tener a mano caballos briosos que les permitieran perseguir, reagrupar fuerzas, llamar a filas y, en caso necesario, a retirada. Para satisfacer esa necesidad, ese corcel había sido desarrollado, criado y entre-nado únicamente para la guerra. Podía cargar a un caballero con armadura completa, y su temperamento fogoso lo transformaba en un arma decisiva. Francis había oído historias sobre hombres que no perecían por las estocadas, sino porque los había arrollado un corcel de guerra. Rara vez los montaban salvo para guerrear, y requerían un jinete alerta, una mano firme. Momentos atrás, el caballo de Eduardo le había lanzado un tarascón a un jinete que había cometido la imprudencia de aproximarse a sus dientes romos y amarillos; sólo la vigilancia de Eduardo había impedido que el hombre sufriera una fea herida.

Francis contuvo su cabalgadura mientras Ricardo se aproximaba a su hermano. Vio que Ricardo señalaba la loma boscosa de la izquierda y se aproximó. Eduardo se echó a reír y se volvió hacia Will Hastings.

– Me debes dinero, Will. Le aposté a Will cincuenta marcos a que enseguida detectarías el peligro de esa loma.

– Fui bien instruido por Ricardo Neville, que Dios lo tenga en su gloria -dijo Ricardo distraídamente, y Francis notó que estudiaba el terreno rocoso que se extendía entre ellos y las líneas lancasterianas.

– Se te facilitará la tarea, muchacho -dijo Eduardo, como leyéndole el pensamiento-, si llevas la vanguardia por ese terreno para vértelas con Somerset. Pero no te preocupes por esa loma. Ya me he encargado de ello.

Miró el cielo crepuscular, que ahora era azul verdoso y oscuro, y al fin dijo las palabras que Francis ansiaba oír.

– Aquí no podemos hacer nada más. Será mejor que regresemos al campamento. Pronto llegará el alba. Siempre llega pronto.

Luces tenues alumbraban la tienda de los comandantes de Lancaster. Las sombras ondulaban, se replegaban ante el chisporroteo de las velas agitadas por la corriente, fluctuaban sobre el semblante tenso y fatigado de las cinco personas que se arqueaban sobre la mesa de caballetes que habían instalado para deliberar, y para una comida que nadie había probado. Los exploradores les habían comunicado las posiciones del enemigo. Sabían que el joven Gloucester se las vería con Somerset, que Will Hastings se enfrentaría a Devon, y que York conduciría su centro contra John Wenlock y el príncipe. Margarita afrontaría la tarea más dura: sólo podía esperar.

Somerset apuró generosos tragos del mejor malvasía del abad Streynsham, luego cogió una rodaja de capón asado, pues les habían dado una dispensa para comer carne en esa víspera de batalla del viernes. Se obligó a mascar, a tragar; no era fácil, pues estaba demasiado tenso para disfrutar de la comida, demasiado crispado para saborearla.

Dejando el jarro, miró a sus compañeros. Todos llevaban las cicatrices de esa carrera infernal hacia el Severn, pero nadie había sufrido más que Margarita durante las horas turbulentas que transcurrieron una vez que se enteraron de que York les pisaba los talones.

Ella tenía el rostro tostado, pues ningún velo habría podido aguantar quince horas de exposición al viento y al sol. Hacía rato que había dejado su toca, y su cabello negro mechado de gris se derramaba en rizos desaliñados sobre el cuello, desafiaba la sujeción de un moño flojo. Los ojos que Somerset consideraba tan bellos estaban tumefactos, inflamados, hinchados por la fatiga, la polvareda y las lágrimas de frustración que había derramado cuando les negaron la barcaza de Tewkesbury.

Haber llegado tan cerca, a la vista de la barcaza que prometía seguridad para su hijo… Somerset sabía que la atormentaba esa preocupación, no el malestar físico de un cuerpo que no estaba habituado a esos abusos. Había soportado la marcha forzada sin quejas, incluso había reclamado más celeridad, y cuando sus mujeres se desmayaban, las despertaba a bofetadas y amenazaba con dejarlas a merced de York. Somerset sabía que ni siquiera habría pestañeado si cada soldado de Lancaster mordía el polvo del camino, si así hubiera podido llevar al príncipe Eduardo a Gales.

Gales. Para Somerset, significaba refuerzos, nuevas tropas, la obtención de una ventaja militar decisiva. Para Eduardo de York, planteaba una amenaza tan grande que habría hecho cualquier cosa para impedirles el cruce del Severn, incluso lanzarse a una agotadora marcha de treinta y cinco millas. Pero Somerset sabía que para Margarita Gales significaba la salvación. Sospechaba que ella estaba empecinada en reunirse con Jasper Tudor porque así podría postergar el enfrenta-miento entre su hijo y Eduardo de York. También sospechaba que, una vez en Gales, ella habría recurrido a las intrigas y las maniobras sin el menor escrúpulo con tal de mantener la batalla inminente siempre en el horizonte, postergándola para un «momento oportuno» que no llegaría nunca.

Pero ya no importaba lo que ella hubiera pensado hacer en Gales. Habían apostado y habían perdido. Y a orillas del Severn. Eso era lo que Margarita se negaba a aceptar.

Si York no hubiera deducido la estratagema de Sodbury, si no hubiera logrado recorrer esa distancia inconcebible tras someter a su ejército a un esfuerzo sobrehumano, si… Somerset podía oír el rebote de esta palabra tras la frente angustiada de su reina. Conocía sus temores. Pero ahora que estaba acorralada, obligada a luchar, no daría cuartel, y pelearía con un salvajismo tal que el derramamiento de sangre de Sandal palidecería por comparación. Haría cualquier cosa por salvar a su hijo, y Somerset contaba con eso.

Volvió a mirar a los demás. No le gustaba Wenlock, ex amigo de Warwick, lamentaba tener que confiar su centro a un hombre que le parecía poco mejor que una ramera, que se prostituía por el mejor postor. Wenlock, que no era joven, estaba gris de fatiga. Devon también parecía cansado. Por la sangre de Cristo, todos estaban cansados, y él tanto como ellos. Alzó el jarro, lo vació. Posó la mirada en el príncipe Eduardo; hacía horas que el muchacho no probaba bocado.

– Deberíais comer, alteza -lo apremió, más por sentido del deber que esperando que Eduardo lo escuchara, pero Margarita se sumó al estribillo.

– Somerset tiene razón, bien-aimé. Un poco de ese pastel frío… Te sentirás mucho mejor.

– Me siento bien tal como estoy -repuso el príncipe-. No tengo hambre. No entiendo por qué eso es tan insólito, por qué siquiera merece un comentario.

Somerset lo miró intrigado, no dijo nada. Eduardo había permanecido inusitadamente callado todo el día, más apocado que nunca. Al pasar la noche, revelaba una creciente irritación. Somerset lamentó que de nada sirviera asegurarle al príncipe que era natural tener miedo en vísperas de la batalla, que todos los hombres lo sentían, que nadie llegaba al campo sin un nudo en el estómago, sin un sudor frío en la frente, los sobacos, la entrepierna. Pero prefirió no intentarlo. Eduardo nunca confesaría ese temor; no podía. Sólo podía sufrirlo. Bien, si aceptaban su plan, ayudaría a Eduardo a pensar en algo aparte de las muchas horas que faltaban para el alba.

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