La mirada que vi en los ojos de mi madre era triste, como lo fue la noche en que recibimos la carta. Pero sobrellevaba su pena con entereza. Nada la sorprendía ni la alarmaba. Se sentaba al lado de José de vez en cuando, entre él y Cleofás, su hermano. Mecía a José contra su hombro. Le daba agua cuando él se desperezaba, pero en general impedía a los demás que lo espabilaran, cosa que hacían sobre todo para tranquilizarse comprobando que podía ser espabilado.
Una noche, José despertó y no supo dónde estábamos. No logramos hacerle entender que nos habíamos puesto en marcha hacia el Jordán con la intención de encontrar a Juan hijo de Zacarías y sus seguidores. Santiago llegó a sacar la carta arrugada para leérsela a la débil luz de una vela.
Finalmente, mi madre dijo: -¿Crees que te llevaríamos a donde tú no quisieras ir? Nunca haríamos una cosa así. Ahora, duerme.
Entonces se conformó y cerró los ojos.
Santiago se alejó para que nadie le viera llorar. Era su padre, y nos estaba dejando. Oh, todos éramos hermanos, pero él era el padre de Santiago y lo había tenido con una esposa joven a la que ninguno de nosotros, a excepción de Alfeo y Cleofás, había conocido. Cuando era un niño pequeño, Santiago había estado junto al lecho de muerte de su madre, con José. Y ahora, muy pronto José se iría también.
Fui a colocarme cerca de Santiago, y cuando él quiso me indicó que me acercara más. Estaba tan inquieto como siempre, revolviéndose a un lado y otro.
– No tenía que haber insistido en que viniera.
– Pero si no lo hiciste -dije-; él quiso venir, y mañana cuando salga el sol… estaremos allí.
– Pero qué sentido tiene eso de que uno bautice a otro, que no baje uno al río a bañarse por su cuenta como siempre, sino que sea otro… ¿Y has visto los soldados?
Las noticias que corren de todo lo que está pasando enfurecerán a ese bobo gobernador, sabes muy bien que será así.
Lo que supe es que necesitaba todas aquellas preocupaciones para no enfrentarse a la otra, la de que José se estaba muriendo. De modo que no le dije nada. Y muy pronto se fue a discutir otra vez de lo mismo con Jasón, Rubén, Hananel, el rabino y el grupo más reciente de soldados del rey, varios de los cuales servían de escolta a los ricos que viajaban en literas de colores brillantes… Y yo me quedé atrás, contemplando la enorme multitud dispersa por aquel suelo pedregoso, y el cielo que se oscurecía en lo alto.
El aire cálido traía el suave aroma del río y los humedales verdes, y se oían los chillidos de los pájaros que siempre se reúnen en las cercanías del agua.
Me gustaba y mi corazón cantaba también, pero al mismo tiempo sentía la misma tristeza que había percibido en mi madre. Era una sensación de ligereza y a la vez terrible: una especie de ambivalencia y asombro ante las cosas más pequeñas y triviales.
Algo estaba cambiando para siempre. Los niños, llamados ahora a acostarse, no percibían ese cambio, sólo la novedad y la aventura, como si se tratara de una excursión al mar grande.
Incluso mis hermanos se encontraban en un estado de euforia cansada, que ellos mismos se describían unos a otros como el deseo que tenían de confesarse, purificarse, incluso ser bautizados si insistía en ello Juan hijo de Zacarías, y regresar después a sus diversas ocupaciones, a este o aquel problema de su vida cotidiana, con energía renovada.
La conciencia que tenía yo de aquel momento era enteramente distinta. No quería apresurarme y tampoco quedarme atrás. No me preocupaba la distancia mayor o menor que había si tomábamos un camino u otro. Avanzaba despacio hacia lo que en definitiva significaba la separación de todo lo que me rodeaba.
Lo sabía. Lo sabía sin saber cómo ni qué ocurriría en concreto. Y en el único lugar en que veía esa misma conciencia -y en cierta manera la misma aceptación-, era en la dulce mirada habitual de mi madre.
Era media mañana, bajo un cielo gris y desapacible, cuando llegamos al lugar de la reunión bautismal.
Ni siquiera el número de los nuestros nos había preparado para las dimensiones de aquella multitud extendida a lo largo de ambas orillas, hasta donde alcanzaba la vista, muchos de ellos instalados en tiendas ricamente decoradas y con vituallas dispuestas sobre sus alfombras, mientras otros eran vagabundos andrajosos que venían a codearse con los sacerdotes y los escribas.
Inválidos, mendigos, ancianos e incluso las mujeres pintarrajeadas de la calle formaban parte de aquel gentío, al que venían a sumarse todos los que habían llegado con nosotros.
Los soldados del rey estaban por todas partes, y reconocimos los uniformes de quienes servían aquí al rey Heredes Antipas, y los que servían al otro lado a su hermano Filipo, y alrededor de unos y otros a mujeres suntuosamente vestidas, rodeadas por sus sirvientes, o que simplemente asomaban la cabeza desde sus lujosas literas.
Cuando finalmente alcanzamos a ver al propio Juan, la multitud guardó silencio y los himnos que se cantaban a lo lejos quedaron como un simple fondo acústico. Hombres y mujeres se despojaban de sus ropajes exteriores y entraban en el agua sólo con sus túnicas, y algunos hombres se quitaban incluso éstas, y con sólo un paño sujeto a las caderas se acercaban a la silueta claramente visible de Juan, en medio de sus numerosos discípulos.
Por todas partes se oían los susurros confidenciales de quienes confesaban sus pecados y pedían perdón al Señor, entre murmullos lo bastante altos para que se oyera la voz pero no se distinguieran las palabras, mientras los ojos se cerraban y las ropas caían entre los juncos, y la gente se metía en el humedal y luego en el río.
Los discípulos de Juan lo flanqueaban a izquierda y derecha.
Él mismo era inconfundible. Alto, con el polvoriento pelo negro muy largo, cayendo sobre los hombros y la espalda, recibía a un peregrino tras otro; sus ojos oscuros brillaban a la luz gris de la mañana, y su voz profunda dominaba todo el rumor de voces que le rodeaba.
– Arrepentíos, porque el Reino de los Cielos está cerca -decía, como si cada vez fuera la primera, y quienes le rodeaban repetían la frase, hasta que pronto percibimos que sonaba como una salmodia que variaba de timbre y tono en ciertos momentos, al azar de las incesantes confesiones.
Jasón y los jóvenes se quedaron atrás, cruzados de brazos, observando.
Pero uno a uno mis hermanos bajaron, se quitaron sus ropas y entraron en el agua.
Vi a Santiago sumergirse en la corriente y emerger despacio mientras Juan, sin que su rostro cambiara lo más mínimo por el presumible reconocimiento, derramaba el agua de una concha sobre su cabeza.
Josías, Judas y Simón se acercaron a los discípulos, y con ellos fueron sus hijos y sobrinos. Menahim llevaba de la mano a Isaac el Menor, muy pegado a él porque al parecer le asustaban el suelo esponjoso y los densos juncales, y el mismo río a pesar de que su profundidad no pasaba de las rodillas de alguien de pie.
Una tienda sostenida por cuatro postes decorados se abrió sonoramente al viento cuando las nubes grises se apartaron para dar paso a un sol radiante.
Salió de ella un rico recaudador de impuestos, un hombre al que sólo conocía de mis viajes para trabajar o visitar Cafarnaum.
Se colocó a mi lado y observó la masa móvil de los bautizantes y los bautizados; el grosor de aquella multitud parecía hincharse y crecer a derecha e izquierda mientras la observábamos.
De entre la gente situada detrás de nosotros, abriéndose paso a codazos para avanzar, salió un fariseo ricamente vestido y con una larga barba blanca, acompañado por dos hombres pertenecientes a la clase sacerdotal, a juzgar por sus finas vestiduras de lino. -¿Con qué autoridad haces esto? -preguntó el fariseo de la barba blanca -. Vamos, Juan hijo de Zacarías. Si no eres Elías, ¿por qué convocas aquí a la gente para el perdón de sus pecados? ¿Quiénes son tus discípulos?
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