Anne Rice - Camino A Caná

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Esta segunda entrega de la ambiciosa y valiente crónica de la vida de Cristo comienza justo antes de su bautizo en aguas del Jordán y termina con el milagro de Caná. Jesús vive como un miembro más de su comunidad, a la espera de una señal que le indique el camino que habrá de tomar. Cuando el agua de las tinajas se convierte en vino, Jesús atiende a su llamado y se convierte en aquel que invoca a Israel para que tome las armas contra Roma.

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Luchaba por controlar mi ira-. Los ángeles que llenaron aquella noche el cielo de Belén, y los pastores que acudieron a la puerta del establo a contar a mi madre y mi padre que los ángeles cantaban, no, no bastan para ti. Y tampoco los Magos, los hombres lujosamente ataviados que venían de Persia y entraron en las estrechas calles de Belén con su caravana, guiados allí por una estrella que refulgía en el cielo. ¡No te basta! No te basta haber visto tú mismo a los hombres que dejaron este cofre al pie de mi cuna. No, no basta, nunca basta, ninguna señal es suficiente. Ni las palabras de nuestra santa prima Isabel, madre de Juan hijo de Zacarías, antes de morir, cuando nos contó las palabras pronunciadas por su marido al dar a su hijo el nombre de Juan, cuando nos habló del ángel que había anunciado su nacimiento. No, no basta. Y tampoco las palabras de los profetas.

Me detuve. El se asustó. Dio un paso atrás y mis hermanos se apartaron también de mí, incómodos.

Yo di un paso adelante y Santiago retrocedió de nuevo.

– Eres mi hermano mayor y el cabeza de esta familia -dije-, y debo tener paciencia contigo. Y te he prestado obediencia y he intentado tener paciencia, y lo intentaré otra vez, y tendrás todo mi respeto porque te quiero y siempre te he querido, sabiendo quién eres y lo que eres, y que has soportado lo que todos hemos de soportar.

El seguía sin habla, agitado.

– Pero ahora escucha esto -añadí.

Me acerqué al cofre y lo abrí. Retiré la tapa. Miré el contenido, los jarrones relucientes de alabastro y la gran colección de monedas de oro, abrigadas en su caja forrada de terciopelo. Saqué la caja y volqué las monedas en el suelo.

Las vi relucir al desparramarse.

– Ahora escucha esto -repetí-. Esto es mío, me fue dado a mi nacimiento, y yo lo doy ahora para el ajuar de novia de Abigail, y para sus anillos y brazaletes y por todas las riquezas que le han sido arrebatadas; lo doy para su pabellón. ¡Lo doy para ella! Y hermano, te digo que no voy a casarme. ¡Y esto… esto es mi rescate por no hacerlo! -Señalé las monedas-. ¡Mi rescate!

Me miró desconcertado. Miró las monedas desparramadas. Monedas persas. Oro puro. El oro más puro con que un hombre puede acuñar una moneda.

No volví a mirarlas. Las había visto una vez, mucho tiempo atrás. Sabía qué aspecto tenían; sabía cuál era su tacto, su peso. No las miré ahora. Pero las vi brillar en la oscuridad.

Mi visión se nubló cuando volví a mirar a Santiago. -Te quiero, hermano mío -dije-. ¡Pero ya déjame en paz!

Sus manos se alzaron, sus dedos se entreabrieron inseguros. Vino hacia mí.

Los dos nos acercamos para abrazarnos.

En ese momento sonaron golpes en la puerta, golpes insistentes, uno y otro y otro.

Fuera soñó la potente voz de Jasón.

– Yeshua, ábrenos. Yeshua, abre la puerta.

Agaché la cabeza y me crucé de brazos. Miré a mi madre y le dirigí una sonrisa cansada, y ella me acarició la nuca con su mano.

Cleofás abrió.

Desde el diluvio atronador de fuera entró el rabino, protegido bajo una cubierta de mantas de lana, y junto a él Jasón, amparado de la misma manera.

El viento hizo portear con estrépito la puerta y una ráfaga cruzó la habitación como un animal salvaje entre nosotros. Cleofás cerró la puerta.

– Yeshua -dijo el rabino sin una palabra de saludo a los demás-. En nombre del Cielo, detenía. -¿Detenerla? -preguntó Santiago-. ¿Detener a quién? -¡La lluvia, Yeshua! -imploró el rabino desde la sombra de su capucha de lana-. ¡Yeshua, es una inundación!

– Yeshua -dijo Jasón-, el pueblo está a punto de desaparecer bajo las aguas. Todas las cisternas, los mikvahsy los cántaros, están llenos a rebosar. ¡Estamos en medio de un lago! ¿Quieres mirar fuera? ¿Quieres oírlo? ¿Puedes escucharlo? -¿Queréis que rece para que deje de llover? -pregunté.

– Sí -dijo el rabino-. Rezaste para que empezara, ¿no es así?

– Recé durante semanas, como todos los demás. -Era cierto. Mi mente volvió al momento terrible en el claro de la colina. «Padre, detenlo… Envía la lluvia»-. Rabino -le dije-, por más que yo rezara, fue el Señor mismo quien nos envió la lluvia.

– Bueno, claro que sí, sin duda, hijo mío -repuso el rabino con suavidad, las manos tendidas para encontrar las mías-. ¡Pero por favor, reza de nuevo al Señor para que El pare la lluvia! Te lo ruego.

Mi tía Esther se echó a reír. Cleofás también empezó a reírse, con una risa ahogada como un susurro, hasta que mi tía Salomé se unió a ellos, seguida inmediatamente por María la Menor. -¡Silencio! -dijo Santiago. Todavía estaba agitado por lo sucedido antes, pero se contuvo y me miró-. Yeshua, ¿quieres dirigir el rezo de todos para que el Señor cierre las compuertas del cielo ahora, si ésa es Su voluntad? -¡Daos prisa! -urgió Jasón.

– Callad -dijo el rabino-. Yeshua, reza.

Yo incliné la cabeza. Les aparté a todos de mi mente.

Aparté de mi mente todo lo que se interponía entre mí y las palabras que pronunciaba; puse en ellas mi corazón y mi aliento.

– Señor bondadoso, creador de todas las cosas buenas -dije-, que nos has salvado en este día del derramamiento de sangre inocente… -¡Yeshua! ¡Pídele sólo que pare la lluvia! -exclamó Jasón-. Si no, todos los miembros de esta familia tendremos que ir por martillos, clavos y madera para construir un arca, ¡porque vamos a necesitarla!

Cleofás estalló en una risa incontenible. Las mujeres intentaban disimular sus sonrisas. Los niños miraban pasmados. -¿Puedo continuar?

– Reza, antes de que todas las casas se derrumben -me urgió Jasón.

– Señor de los Cielos, si es Tu voluntad, haz que acabe esta lluvia.

La lluvia cesó.

El repiqueteo en el techo cesó. Cesaron las ráfagas furiosas contra los postigos. El silbido agudo de la lluvia azotando los árboles se apagó.

La habitación quedó sumida en un silencio incómodo. Luego oímos el gorgoteo del agua que bajaba por los desagües, se agolpaba en los numerosos canalones y goteaba desde el borde de los aleros.

Me invadió una sensación de frío, un hormigueo como si mi piel estuviera doblemente viva. Sentí un vacío, y luego una recuperación gradual de lo que fuera que había salido de mí. Suspiré, y de nuevo mi visión se hizo húmeda y borrosa.

Oí al rabino entonar el salmo de acción de gracias. Recité las palabras con él.

Cuando llegó al final, empecé otro en la lengua sagrada:

– Resuene el mar y cuanto contiene -dije-, y el mundo con todos los que lo habitan. Que los ríos alcen las manos para aplaudir, que las montañas griten de alegría, ante el Señor que llega, que viene a gobernar la Tierra, a gobernar el mundo con justicia y a los pueblos con equidad.

Ellos repitieron mis palabras.

Me sentía mareado, y tan cansado que podía haberme dejado caer allí mismo. Me volví y me arrimé a la pared, y muy despacio tomé asiento a la izquierda del brasero. José se sentó también y se quedó observándome como antes.

Finalmente, levanté la vista. Todos estaban en silencio, incluso los niños más pequeños. El rabino me miraba con dulzura y cierta tristeza, y Jasón parecía embobado, hasta que se sacudió como si volviera a la realidad y me dijo con una reverencia:

– Gracias, Yeshua.

El rabino me dio también las gracias, y lo mismo hicieron todos los presentes, uno por uno. Luego Jasón señaló. -¿Qué es eso?

Miraba el cofre de oro. Su mirada recorrió las monedas desparramadas que relucían en la penumbra. Tragó saliva, asombrado:

– De modo que eso es el tesoro -dijo-. Vaya, nunca creí que existiera.

– Ven, vámonos -dijo el rabino, y le empujó hacia la puerta-. Buenas noches a todos, benditos niños, y mi bendición a todos los que se cobijan bajo este techo. Y muchas gracias de nuevo.

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