Anne Rice - Camino A Caná

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Esta segunda entrega de la ambiciosa y valiente crónica de la vida de Cristo comienza justo antes de su bautizo en aguas del Jordán y termina con el milagro de Caná. Jesús vive como un miembro más de su comunidad, a la espera de una señal que le indique el camino que habrá de tomar. Cuando el agua de las tinajas se convierte en vino, Jesús atiende a su llamado y se convierte en aquel que invoca a Israel para que tome las armas contra Roma.

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Se miraron el uno al otro. El rostro de Abigail estaba sereno, y sus ojos, dulces y grandes. Entonces Rubén se ruborizó y tomó torpemente el collar, de modo que la seda en la que reposaba en las manos de Abigail cayó flotando al suelo. El abrió el cierre e hizo un gesto: ¿podía ella ponérselo al cuello?

– Sí -dijo mi madre. Y tomó el collar de sus manos y cerró el broche en la nuca de Abigail.

Yo me adelanté y coloqué mis manos sobre los hombros de Rubén y Abigail.

– Habla a este joven, Abigail -dije en voz baja-. Hazle saber lo que guardas en tu corazón.

Las facciones de ella se suavizaron y colorearon, y su voz sonó ahogada y llena de emoción.

– Soy feliz, Rubén. -Entonces sus ojos se humedecieron-. He sufrido una desgracia -murmuró.

– Lo sé… -¡No he sido prudente!

– Abigail -susurré-, ahora eres una novia.

– Mi pequeña -dijo Rubén-. ¿Quién de nosotros es prudente ante una adversidad tan grande? ¿Qué es la juventud, y qué la inocencia, sino tesoros que perdemos muy pronto ante los embates del mundo? El Señor te ha preservado para mí durante mis años de loco vagabundeo, y yo sólo puedo darle las gracias.

Las mujeres los rodearon, abrazaron y palmearon, y luego apartaron a Rubén y se llevaron a Abigail escaleras arriba.

Miré a Hananel. Me estaba observando con fijeza. Sus ojos revelaban astucia, pero4a mirada era dócil y un poco triste.

Pareció que todos los presentes tenían necesidad de moverse, y ofrecieron a nuestros huéspedes trasladarse, si así lo deseaban, a una habitación seca y limpia que acababan de acondicionar, o insistieron en que bebieran un poco más de vino, o comieran más, o pasearan, o hicieran cualquier otra cosa que les apeteciera.

Hananel seguía con su mirada fija en mí. Me indicó que me acercara. Yo di unos pasos y me senté a su lado. -¿Señor?

– Gracias, Yeshua hijo de José -dijo-, por haber venido a mi casa.

16

Finalmente, nuestros huéspedes quedaron acostados en sus habitaciones, en nuestras mejores alfombras, que habíamos colocado a guisa de camas sobre un lecho de paja, con los escasos almohadones finos que pudimos reunir y el inevitable brasero, y agua por si necesitaban. Por supuesto, aseguraron que aquello era mucho más de lo que esperaban, pero sabíamos que no era así e insistimos en proporcionarles sábanas de seda. Ellos rehusaron y nos dijeron que nos fuéramos a acostar. Yo volví a la habitación principal, donde dormía casi siempre, y me acosté al lado del brasero.

José tomó asiento en silencio como antes y me miró con ojos pensativos; y tío Cleofás se sentó frente al fuego y paladeó su tazón de vino a pequeños sorbos, mientras murmuraba algo para sí.

Yo sentía una violenta angustia. Me atacó mientras estaba tendido allí, en silencio y en la penumbra, sin hacer caso de las idas y venidas de mis hermanos José y Judas. Me atacó mientras era vagamente consciente de que Silas y Leví estaban haciendo los preparativos para acostarse, así como Cleofás el Menor y su esposa María.

Sabía que Abigail estaba a salvo y que en cierto modo sus desgracias habían terminado. Sabía que Hananel y su nieto Rubén serían buenos con ella toda su vida. Lo sabía.

Pero también sabía que había dado a Abigail a otro hombre, que la había perdido para siempre.

Y ahora me oprimía la cantidad de posibilidades, posibilidades que tal vez yo había entrevisto en los momentos íntimos cuando tendido en la arboleda pensaba en ella, posibilidades desbaratadas por la necesidad y por mi decisión. Ahora me llegaban como reproches susurrados que tomaban una forma etérea al pasar ante mis ojos empañados: Abigail mi esposa, Abigail y yo juntos en una casa pequeña, Abigail y yo dedicados a trabajos rutinarios en una glorieta con pámpanos colgando del emparrado, las fatigas diarias y su piel suave… Apenas puede uno atreverse a imaginar una cosa así, el roce de los labios, un cuerpo que se aprieta contra el mío en la oscuridad, noche tras noche… Ah, la esencia de lo que habría venido después, de todo lo que habría podido venir si yo la hubiera tomado por esposa, si hubiera hecho lo que esperaban de mí todos los hombres del pueblo, lo que habían esperado mis hermanos mucho antes que todos los demás hombres, si hubiera hecho lo que la costumbre y la tradición me exigían. Si hubiera hecho lo que mi propio corazón parecía desear para mí.

No quería dormir. Temía los sueños, quería paz, quería que llegara el día siguiente para poder caminar, quería que siguiera cayendo la lluvia hasta apagar todos los demás ruidos en aquella habitación, cada palabra que se pronunciara. ¿Y por qué a esas horas y después de tantos acontecimientos seguían hablando?

Levanté la vista. Santiago estaba de pie, mirándome ceñudo. A su lado estaba Cleofás. Mi madre tiraba de su hermano para llevárselo de allí, y finalmente Santiago lo soltó: -¿Y cómo vamos a proporcionar a la novia un vestido adecuado y un velo y un pabellón y todos los acompañantes de los que has hablado con tanta vehemencia, para casarla con un hombre como el nieto de Hananel de Cana? -Se quitó las sandalias con rabia-. Dime qué escondes detrás de esa fanfarronada, dímelo tú que eres el responsable de este desastre, de este verdadero desastre. ¿Cómo puedes pedir para ella un ajuar y unos preparativos que nadie en esta casa ha podido dar ni siquiera a tu hermana?

Se disponía a soltar un torrente de palabras, pero yo me puse en pie.

Mi tío Cleofás habló en tono amable: -¿Por qué no podías haberte casado tú con ella, hijo mío? -preguntó suplicante-. ¿Quién te obliga a no tomar mujer?.

– Oh, vale demasiado para eso -declaró Santiago-. Quiere superar a Moisés, y no casarse; quiere hacerlo mejor que Elías, y no casarse. Vivir como un esenio, pero no con los Esenios porque es demasiado bueno para ellos. Y de haber estado otro hombre con esa chica en la arboleda, ella estaría ahora perdida. Pero todos te conocen y saben que no, que tú jamás la tocarías.

Tomó aliento para soltar otra andanada de palabras, pero yo lo detuve.

– Antes de que te pongas enfermo de rabia -dije-, déjame que le pida una cosa a mi madre: por favor, ve a buscar los regalos que me hicieron cuando nací. Tráelos aquí, donde los veamos.

– Hijo mío, ¿estás seguro?

– Estoy seguro -contesté con la mirada fija en Santiago. Quiso hablar y le dije-: Espera.

Mi madre salió de la habitación.

Santiago se me quedó mirando con frío desdén, dispuesto a estallar en cualquier momento. Mis hermanos se habían agrupado ahora detrás de él. Mis sobrinos miraban también, y habían entrado en la habitación tía Esther y Mará.

Shabi, Isaac y Menahim estaban de pie, apoyados contra la pared.

Yo miré con firmeza a Santiago.

– Estoy cansado de ti, hermano -dije-. En mi corazón, estoy cansado.

Se quedó atónito y estrechó los ojos.

Mi madre volvió. Traía un cofre demasiado pesado para ella, y Mará y Esther la ayudaron a llevarlo hasta el centro de la habitación y colocarlo en el suelo frente a nosotros.

Durante décadas ese cofre había estado escondido, incluso después de nuestro regreso de Egipto. Santiago había visto aquel cofre. Santiago sabía lo que contenía, pero mis otros hermanos nunca habían puesto sus ojos en él, porque eran hijos de mi tío Cleofás, y habían nacido después que yo. Ninguno de los más jóvenes lo había visto nunca. Tal vez los niños presentes en la habitación nunca habían oído hablar de él. Puede que Mará y María la Menor no supieran de su existencia.

Era un cofre persa, forrado con una lámina de oro y decorado de forma exquisita con espirales de pámpanos y granadas. Incluso las asas del cofre eran de oro. Brillaba a la luz, y resplandecía como lo había hecho el oro del collar de Abigail en su cuello. -¡Nada es suficiente para ti!, ¿eh, Santiago? -dije conteniendo la voz.

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