En una reunión de oficiales pidió un voluntario para llevar el mensaje de retirada a Devaux. El lastimoso y reducidísimo grupo de oficiales observaba, con recelo, el silencioso bosque a través de las ventanas de popa.
– Yo iré -dijo Cranston al fin.
– Bien hecho, señor Cranston. Haré todo cuanto esté en mi mano para favorecerle por este servicio. ¿Alguien más ayudará al señor Cranston?
– No es necesario, señor. Me llevaré al negro.
– Muy bien, pídale cuanto le haga falta al contador y armas ligeras al teniente Keene. Buena suerte.
Los oficiales salieron de la reunión aliviados porque Cranston cumpliría con tan peligroso cometido. Cuando todos ellos se hubieron ido, Hope se sirvió un vaso de ron y se enjugó la frente por centésima vez ese día.
«Maldita sea, estaré más tranquilo cuando regresen Devaux y Wheeler… Le ruego al cielo que estén bien», murmuró para sí.
La brigada de reconocimiento alcanzó el campamento de la noche previa arrastrando tras ellos lo que quedaba de su expedición. Los hombres se desmoronaron a orillas del arroyo para lavar sus heridas o beber el agua ensangrentada. Los heridos graves emitían horribles gruñidos al reanudar los mosquitos su asalto, y varios de estos hombres comenzaron a delirar durante la noche.
Drinkwater apenas durmió. A pesar de que no estaba herido, más allá del golpe de un sable en un hombro y las rascaduras del camino, el calor, la fatiga y los acontecimientos de las horas previas pasaron factura. Desde el molino, había caminado aturdido; su mente derivaba constantemente hacia las imágenes de Threddle, yaciendo muerto en el ocaso y Sharpies, rígido, con su sangre reseca bajo el sol del mediodía. Entre ambos cuerpos flotaba Morris, Morris y una pistola aún humeante en las manos, Morris y una sonrisa de triunfo en sus labios y, lo que es peor, la imagen de Morris superpuesta sobre la imagen de Elizabeth.
Intentó con todas sus fuerzas retener la imagen de la muchacha, pero se desvaneció, se disolvió y, después, no podía recordarla, así que creyó que se volvería loco en esta pesadilla boscosa por la que caminaban penosamente.
Y al llegar la noche, no podía haber descanso, pues los mosquitos reactivaban el exhausto sistema nervioso, despertando una y otra vez la mente y el cuerpo, que no querían más que dormir. Justo a la medianoche, Drinkwater pensó que la muerte resultaría una dichosa bendición.
Tampoco Wheeler durmió demasiado. Patrullaba sin cesar sus puestos de avanzada, por miedo a que el enemigo lanzase de nuevo su ataque contra los hombres dormidos. Agitó la cabeza tristemente cuando un gris amanecer reveló su campamento. Los hombres estaban destrozados: piernas y brazos marcados por numerosas cicatrices y cortes de las ramas de los árboles, sangre seca que ennegrecía los vendajes improvisados y moscas que se posaban sobre las heridas abiertas.
Varios de los heridos deliraban y Devaux ordenó preparar varias parihuelas y, una hora después del amanecer, el grupo reanudó su dolorosa marcha.
A media mañana, encontraron a Cranston y Achilles.
Habían atado al negro a un árbol y lo habían despellejado vivo. Su espalda era un enjambre de moscas. Hagan, gravemente herido, se le acercó a saltitos y, cortando las amarras, lo tendió en el suelo. Achilles seguía vivo y expulsaba su aliento entrecortadamente.
Resultaba evidente que Cranston se había resistido. Colgaba de un árbol, pero era obvio que ya estaba muerto antes de que los rebeldes lo pusiesen allí. O, al menos, eso prefirió pensar Devaux. Apenas nadie pudo contener los vómitos al ver la mutilación infligida al cuerpo de Cranston. Devaux se preguntó si habría tenido esposa o amante o… y luego, dio media vuelta.
Wheeler y Hagan tendieron al negro en el suelo con sumo cuidado, apartándole las moscas de la cara. Devaux estaba a su lado y le tocó el hombro. Wheeler se levantó y se le hizo un nudo en la garganta:
– Hijos de mala madre -fue cuanto dijo.
Achilles abrió los ojos. Vio el abrigo escarlata y el gorjal dorado. Movió su mano levemente en señal de saludo antes de dejarla caer. Había muerto.
Los dos oficiales cortaron las amarras del guardiamarina y, de forma rudimentaria, lo enterraron junto al negro y luego, la columna siguió adelante.
Al llegar la noche, salieron del bosque y a trompicones, llegaron al embarcadero. Wheeler no protestó cuando vio que no quedaban hombres en el pequeño fuerte y Devaux sintió que una sensación de alivio le recorría por dentro. Alivio por las tensiones del mínelo, y alivio porque muy pronto vería el anciano y tranquilizador rostro de Henry Hope.
Todo cuanto vio Nathaniel Drinkwater fue la fragata, oscura y extrañamente acogedora en el crepúsculo, y esperó impaciente a que el bote lo llevase hasta allí.
– ¿Te encuentras bien, Nat?
Era el pequeño White, quemado por el sol y resplandeciente por las nuevas responsabilidades.
Drinkwater lo miró. No era posible que fuesen de la misma generación.
– ¿Dónde está Cranston? -preguntó White.
Drinkwater levantó su cansado brazo y señaló hacia el bosque, diciendo:
– Muerto, defendiendo los dominios de Su Majestad -articuló, consciente de que el cinismo le producía un gran alivio-, con los testículos en la boca.
De alguna forma, encontró que la mirada horrorizada de White le divertía.
Abril de 1781
Si lo que quedaba de la brigada de reconocimiento esperaba tener cierto descanso tras su dura experiencia, no podían estar más equivocados. Tras apenas tres horas de exhausto sueño, varios marineros se encontraron remando silenciosamente en un bote de guardia río abajo para evitar un ataque sorpresa de L a Creole o de alguna de sus embarcaciones. Hope estaba especialmente preocupado porque había visto al enemigo rumbo sur.
Aunque no podía saberlo, L a Creole no había dado con la Cyclops en su búsqueda, pero la brisa marina de la siguiente tarde la había acercado de nuevo. Una hora después de la puesta de sol, L a Creole había echado el ancla en la barra. Ya no quedaban dudas de que había encontrado a su presa.
Las veinticuatro horas transcurridas desde el regreso de la brigada de reconocimiento habían sido duras y trabajosas. Sin excepción, sus miembros traían pegado el olor a derrota y su bajo estado de ánimo estaba afectando al resto de los hombres. Se olvidó el fracaso inmediato de la misión ante la urgente necesidad de aliviar los sufrimientos de los heridos y de preparar la fragata para echarse a la mar. Los masteleros de juanete se izaron de nuevo y las vergas volvieron a su sido. Quizás fue esto lo que reveló su posición, pero a nadie le importaba ya eso. La acción era preferible a seguir allí, en medio del río Galuda, rodeados por la hedionda jungla, un instante más de lo necesario. Appleby y sus ayudantes trabajaron más que nadie, remendando como podían a los heridos menos graves para que pudiesen servir los cañones, o aliviando los sufrimientos de los más graves con láudano.
Para Drinkwater, el tiempo pasó como en un sueño. Desde fuera se podía ver que cumplía todas sus tareas con su habitual eficiencia. Cuando se pasó lista, respondió que Sharpies había resultado muerto en el molino.
Al llegar a Threddle, mantuvo la boca cerrada. Sus ojos se volvieron hacia Morris. Allí seguía su enigmática sonrisa, pero Morris no dijo nada.
El esfuerzo y la fatiga siguieron haciendo estragos en el estado nervioso de Drinkwater hasta que las noticias de la llegada de La Creole a la barra se extendieron rápidamente por todo el barco, entonces, pareció salir de un túnel. Había recuperado sus fuerzas. Morris era Morris, y había que soportarlo; Achilles había sido una breve y colorida intrusión en su vida, pero ya no estaba; Cranston estaba muerto, sólo eso: muerto; y Threddle… a Threddle se le declaró muerto, muerto en acción en el molino, o eso pasó a constar en los diarios de navegación.
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