Threddle le pisaba el brazo y sostenía un alfanje. Sus ojos mostraban un brillo cruel y sonreían las comisuras de su boca con una mueca.
– ¿Qué vamos a hacer con él, Threddle? -dijo Morris, que seguía a sus espaldas, fuera del campo de visión. Drinkwater se sentía extremadamente vulnerable, como una yegua sujetada ante el semental. Como si hubiese podido leer ese miedo, Morris le propinó una patada. Se ahogó con la oleada de náuseas que subió desde sus genitales, intentó tomar aliento mientras vomitaba. De pronto sintió la mano de Threddle agarrándole por el cabello, retorciéndole la cara para que mirase sus propios excrementos.
– Qué maravillosa idea, Threddle… y luego, lo someteremos, ¿verdad? Eso lo pondrá en su sitio.
Drinkwater no tenía fuerza para resistirse, no podía más que cerrar con fuerza la boca y las manos. Pero incluso cuando el olor de sus excrementos le inundó las fosas nasales, fue capaz de percibir que cesaba la presión de la mano de Threddle y que éste se apartaba. Aquel gigantón cayó con un ruido sordo.
– ¿Qué dem…? -exclamó Morris, girándose a medias para descubrir entre las sombras de la noche la silueta de un hombre con una pica de abordaje, cuyo extremo le apuntaba con un húmedo brillo.
– ¡Sharpies!
Sharpies no le dijo nada a Morris.
– ¿Se encuentra bien, señor Drinkwater?
El guardiamarina se puso en pie tambaleando. Se apoyó contra un árbol y, con dedos temblorosos, se abrochó los pantalones. No podía aún emitir sonido alguno; asintió con un mudo gesto.
Morris intentó moverse pero se detuvo en seco al pincharle Sharpies en el pecho.
– Y bien, señor Morris, saque la pistola de su cinturón, sin trucos… -Drinkwater levantó la cabeza para mirar. Cada vez había menos luz, pero aún quedaba la suficiente como para percibir el furioso brillo en los ojos de Sharpies.
– Ahora, nada de tonterías, señor Morris, quiero que apunte su pistola hacia la cabeza de Threddle y que le vuele los sesos -dijo la voz, con insistencia vehemente. Drinkwater miró a Threddle. La pica le había alcanzado en el abdomen, penetrando bajo el tórax y rasgándole los órganos digestivos. No estaba muerto pero yacía en el suelo, desangrándose por el abdomen y expulsando borbotones de sangre por la boca. Cada poco, las piernas daban una débil sacudida y lo único que parecía no estar ya medio muerto eran los ojos, que emitían un silente grito de protesta y de ayuda.
– ¡Amartilla! -ordenó Sharpies- ¡Amartíllalo! -gritó, pinchando a Morris con la pica en el trasero y obligando al guardiamarina a mirar a Threddle a la cara. El sonido del percutor al amartillarse sonó en los oídos de Drinkwater, que despertó de su letargo y dijo en un susurro:
– ¡No! ¡Por amor de Dios! ¡Sharpies, no!
Su voz fue ganando fuerza pero antes de que pudiera decir algo más, Sharpies gritó: -¡Fuego!
Durante, quizás, una décima de segundo, Morris dudó pero, luego, la pica de abordaje le hizo contraer los músculos involuntariamente. La pistola se disparó y la cara de Threddle se desintegró.
Nadie se movió durante, quizás, treinta segundos.
– ¡Dios mío! -pudo decir Drinkwater por fin-. ¡Qué demonios has hecho, Sharpies!
El hombre se dio la vuelta. Una pueril y breve sonrisa se le dibujada en la boca. Sus ojos parecían charcas profundas en la cercana noche, charcas de lágrimas. Cuando consiguió hablar, su voz salía entrecortada por los sollozos.
– Vino con el correo, señor Drinkwater, el correo de la Galatea, la carta que me decía que mi Kate había muerto. Dijeron que murió al dar a luz, pero yo sé que no es cierto, señor. Sé que no es cierto.
Drinkwater consiguió dominarse al fin.
– Lo siento, Sharpies, lo siento mucho… y gracias por ayudarme. Pero, ¿por qué mataste a Threddle?
– Porque no era más que un pedazo de mierda, señor -dijo simplemente.
Morris levantó los ojos. Su rostro era pálido como la nieve. Comenzó a tambalearse en dirección al campamento. Con una última ojeada a Threddle, Sharpies lo siguió y, luego, al sentir que Drinkwater se quedaba atrás, giró sobre sus talones.
– A lo hecho, pecho, señor Drinkwater…
– ¿No deberíamos enterrarlo?
Sharpies le contestó en tono despectivo:
– No.
– Pero, ¿qué le voy a decir al primer oficial?
Sharpies le arrastraba ya fuera de aquel claro ensombrecido. Se oyó el sonido de las ramas al caminar sobre ellas. Vieron acercarse a Wheeler y dos infantes de marina, con sus blancos cinturones cruzados brillando en la noche que se avecinaba, rodeando a Morris.
Sharpies soltó la pica de abordaje.
Ambos grupos se encontraron.
– ¿Qué sucede? -inquirió Wheeler mirando a Morris, que aún tenía la pistola en la mano. El impasivo rostro de Morris no movió ni un solo músculo y miró a través de Wheeler, en vez de hacia él.
Drinkwater dijo:
– Ha sido una estúpida confusión, señor Wheeler. Estaba vaciando mi vejiga cuando Morris pensó que era un rebelde. Sharpies estaba haciendo lo mismo a unas diez yardas -siguió, sonriendo a duras penas-. ¿No es eso cierto, Morris?
Morris lo miró y Drinkwater sintió que sobre su corazón se cerraban varios dedos helados. Pues lo que hizo Morris fue sonreír, una espantosa sonrisa cómplice.
– Si usted lo dice, Drinkwater…
Sólo entonces Drinkwater se percató de que al justificar sus acciones con una mentira, se había convertido en cómplice de un crimen.
A la mañana siguiente, muy temprano el campamento bullía quejumbroso. Nadie alcanzaba a comprender el propósito, supuestamente inútil, de aquella marcha, alejados de su propio entorno y en un estado de semilocura; allí se respiraba una inconfundible atmósfera de rebelión. Devaux hizo todo lo que pudo para aplacarlos, pero le fallaba la convicción pues él compartía sus sentimientos, con mayor justificación, de que aquella misión era una total pérdida de tiempo.
– Bien, Wheeler -dijo-, puede que estemos siguiendo el «camino militar» correcto, pero apenas veo que por él camine ningún correcto militar, exceptuándole a usted, desde luego. Creo que bien podríamos volver por donde hemos venido antes de que nos sigan comiendo los malditos insectos.
Al llegar a este punto, se abofeteó la cara, dejando escapar al culpable y presintiendo que los hombres habrían visto un espectáculo absurdo.
Wheeler consideró la cuestión y se alcanzó un acuerdo. Seguirían adelante hasta el mediodía y luego, si no habían encontrado nada, regresarían.
Una hora más tarde se pusieron en marcha.
En la franja del río Galuda, el guardiamarina Cranston servía galleta y agua a la dotación de la chalupa. A pesar de que estaban muy apretados y les dolían todos los huesos tras una noche en la pequeña embarcación, los marineros se mostraban alegres. La navegación cercana al litoral les permitía disfrutar de la brisa marina o costera, y apenas les molestaban los insectos. Ansiaban pasar un día agradable, casi una excursión comparado con lo que sufrían los adinerados miembros de la flota del duque de Cumberland. Todo aquello parecía no tener mucho que ver que los rigores de la vida en un buque de guerra. Con vela aurica, la chalupa navegaba exigiendo pocos esfuerzos de su dotación. Confiados en su situación, fue un duro golpe divisar las juanetes de un enorme navío cerca del litoral.
Cranston maniobró para tener el viento de popa y se dirigió al estuario. Estaba seguro de que el barco extraño era La Creole.
El sol había alcanzado casi su cénit cuando llegaron al molino. Era otro edificio de madera y mostraba signos de estar habitado, puesto que el camino que se alejaba estaba despejado y se notaban las pisadas recientes. Con todo, allí no había nadie, a pesar de que encontraron un saco de harina mediado y un montón de maíz rojo.
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