Mario Aparaín - No robarás las botas de los muertos

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No robarás las botas de los muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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Entre diciembre de 1864 y enero de 1865 ocurrió uno de los episodios más dolorosos de la historia uruguaya: el sitio de Paysandú. Allí, se enfrentaron los seiscientos defensores liderados por Leandro Gómez, comandante de la plaza, y dieciséis mil hombres de tres ejércitos invasores; detrás se extendía un telón de intereses internacionales. La contienda terminó trágicamente para los sitiados, marcada por la inmensa desigualdad de fuerzas. Mario Delgado Aparaín introduce su propia ficción en esa Paysandú que va quedando en escombros, cubierta de cadáveres y saqueada por guerreros victoriosos.
Con más de ocho edicionas agotadas No robarás las botas de los muertos (Premio Bartolomé Hidalgo 2002) es ya un clásico de la novela histórica.

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– ¿De qué está hablando este hombre? -preguntó Laurindo José, menos querubín que antes, la mano en la cintura y rodeando con el ojo solitario a los presentes.

Pero el cónsul Guillenea lo ignoró a él y al presidente João Lena. Hablaba sin detenerse, destilando una angustia antigua y una furia desmesurada para un auditorio de mujeres petrificadas en las sillas.

– …Y después vendió a la viuda y a la huérfana en Río Grande sin que hasta hoy se conozca el paradero. Pero el destino de Juan Rosa sí pude saberlo. Él, su mujer y su hija fueron vendidos en Pelotas al francés Le Clerc, notorio traficante de africanos. Y de no ser por un descuido del francés y por mi oportuna intervención, Juan Rosa hubiera sido revendido enseguida a João Felipe Netto, funcionario del gobierno… ¿Para qué? ¿Por qué pagaría por Juan Rosa un funcionario del imperio con dineros públicos?… Pues, vayan sabiendo, señores… Para ser devuelto por la fuerza y a palos a la guerra contra el Uruguay, pero esta vez como uno más de los mil negros regalados al general Venancio Flores para engrosar su ejército de invasión.

– ¡Pruebas, señor cónsul, pruebas de lo que está diciendo, pues el general Flores jamás ha tenido esclavos en sus filas…! -exclamó con soberbia uno de los notarios de Negocios Extranjeros y criador de caballos en Candiota.”

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“-Con que el señor notario quiere pruebas. Con que sí, ¿eh?… Con que el general Flores no tiene negros forzados en sus filas… Que no, ¿eh?… Pues aquí le tengo un pequeño tesoro -dijo el cónsul Guillenea, mientras extraía de un bolsillo un papel doblado en cuatro y regastado por reflexiones y manoseos. Enseguida se colocó bajo la luz de la lámpara más cercana, desplegó la pequeña hoja y comenzó a leer con una impecable voz de actor de teatro:

‘-Deploro como el que más la terrible necesidad de los castigos corporales que prescriben nuestras leyes militares y he tenido que reprimir mis sentimientos para habituarme a presenciarlos. Pero échese una mirada por el personal actual de nuestros cuerpos de línea. Estos son compuestos de reclutados de la cárcel y de una gran cantidad de esclavos africanos, indolentes y acostumbrados al rigor, que sólo con él se consigue que se vistan, que se aseen y que observen los deberes del soldado. Hombres incorregibles, que si a fuera darse cumplimiento a lo que prescriben las ordenanzas militares, sería necesario fusilar con frecuencia. ¿Se quiere abolir los castigos corporales? Es muy justo y muy a la altura de la libertad y de la civilización de la República. Pero antes refórmese el personal del ejército, púrguese a este de la hez y de los criminales’.

Cuando finalizó la lectura, el cónsul recorrió el auditorio con sus ojos de carbonilla y al tiempo que sacudía la hoja ante sus rostros, los ilustró aun más:

– Quiero que sepan, señores, que esta nota pertenece al coronel León de Palleja, un militar español al servicio del general Venancio Flores, y la escribió para rectificar la denuncia pública de que uno de sus soldados negros había sido castigado con mil quinientos azotes; no fue así, como habían afirmado vilmente por ahí… sino con quinientos palos.”

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“-Pero además, señor mío… ¡Yo mismo soy la mejor prueba de lo que vengo diciendo! ¡Una prueba con fueros diplomáticos! Pues yo en persona tomé al negro Juan Rosa y a su familia bajo protección en mi residencia y pedí a las autoridades del Imperio un desagravio para las víctimas y un castigo ejemplar para el sujeto. Pero no, señor, no tuve respuesta. Tampoco la tuvieron decenas de ingenuos como yo. Y pregunto: ¿cuántos testimonios cayeron sobre los escritorios del Juzgado Municipal de Río Grande, en contra de los estragos de este facineroso?… Decenas, mis amigos. Las autoridades brasileñas sabrán lo que hicieron y lo que dejaron de hacer, ¡pero no podrán negar la apariencia de protección imperial al robo de carne humana…!

– No le permito, señor cónsul… -se alteró el presidente João Lena Vieira, enredando sus labios en una baba espumosa que manchó su impecable chaqueta de venado. Desprovisto de caballerosidad, aquel jerarca imperial quitó sin miramientos la silla a una de las mujeres y la apostó violentamente frente a la mesa ubicada justo en el centro del salón. Acto seguido tomó asiento y enfrentó desde allí al cónsul Guillenea, gritando, repitiendo una, dos, tres veces, ‘¡no le permito, señor cónsul!’.

Hasta que al fin, el brasileño logró ordenar sus pensamientos. Y con mejor control, pero sin dejar de gritar, aseguró que la balanza de la injusticia había guardado también un sitio de preferencia para el gobierno uruguayo. Dijo que si el cónsul tenía tiempo y frescura, le haría escuchar una extensa relación de reclamaciones pendientes desde una década atrás, iniciadas ante el gobierno uruguayo por la legación imperial en Montevideo.

– No más de medio centenar de crímenes y hostigamiento contra los brasileños residentes en tierra del cónsul; no más, mi señor… -ironizó João Lena.

El cónsul Guillenea comenzó a arrollar las mangas de su camisa blanca sobre los codos y no aceptó aquello de enfrentar al contrincante de pie en medio de los suyos. De modo que emparejó sus ojos a los del jerarca de Río Grande y tomó asiento lentamente al otro extremo de la mesa, tratando de precaver el tono para que no le emergiera airado.

Era evidente que estaban en el abismo de sus borracheras y también coléricos, pero cada cual contenía lo suyo a los efectos de favorecer el orden de la mente.

Armando ampulosamente sus gestos, João Lena tomó con su mano izquierda el dedo índice de su derecha y le enumeró la primera desgracia sufrida por un ciudadano brasileño, no en tierras sino en aguas uruguayas.

– ¡Fue propio de cobardes! Imaginen ustedes, señores: noche de otoño apacible en la bahía de Montevideo, un vapor de guerra anclado a cien metros del muelle de la Victoria y más allá, frente a las tabernas del puerto, un pequeño grupo de marinos brasileños. Todos alegres y entretenidos por las bondades de una guitarra compatriota que les traía el alma de la tierra lejana… Sin embargo, como dice el refrán, ‘el agua estaba clarita y cayó mierda a la cachimba’: llegaron los provocadores del lugar y lo arruinaron todo. Pues, señores… ¿quién creen ustedes que fue la víctima de aquella cobardía histórica…?

João Lena hizo un silencio de espectáculo… largo… demasiado largo… y más bien propio de la morosidad del que se ha pasado de tragos. Entonces, al fin, denunció que aquella víctima no había sido precisamente un guerrero de peligro y menos un hacendado de renombre, sino el pobre músico que entretenía a los marinos del vapor de guerra Dom Alfonso anclado frente al muelle. Dijo que el mismo almirante Grenfell en calzoncillos debió abandonar el barco y trepar a una canoa para repeler a grito pelado aquella malsana diversión, una salvajada que al final costó la existencia a uno de sus marinos y una atroz herida estomacal al infeliz del músico.

El cónsul Guillenea parecía saber que el jerarca decía la verdad, pero no bajó un milímetro el ángulo del ojo.

– ¡El músico! ¡La víctima fue el músico! Y usted tendrá constancia de que además de balearlo, humillaron al trovador pintándole el culo de negro con alquitrán de muralla. Usted lo sabe, señor cónsul, todos en Montevideo lo saben: ¡el músico murió de gangrena! Sin embargo, al capitanejo que ordenó la balacera lo internaron en un hospital para facilitarle la fuga… Mi Dios… ¡Ninguno de los uruguayos sufrió pena alguna!… Sin embargo… mi Dios… hubo un mes de prisión para los marinos brasileños que participaron en la fregada.

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