– ¿Cuántos hombres tenemos en condiciones de resistir?
– Acaso cuatrocientos, general, no más…
Afuera, el inglés Harris se aproximó a Martín Zamora hasta husmearle el sudor caliente que le chorreaba y en voz muy baja, para no ser escuchado por el gigante Guite, quien intentaba dormitar a un metro de distancia, dijo con amarga ironía:
– Quién iba a decir, Zamora, que un espía de Mitre iría a escuchar una conversación del Estado Mayor, sentado cómodamente al lado de su ventana…
Adentro, el capitán Hermógenes Masanti advirtió que ya había observado algunas trincheras muy desguarnecidas por falta de soldados y convertidas en pozos infames cubiertos de escombros y cadáveres de muchachitos de catorce años.
– Y usted, comandante, ¿qué opina?
Al comandante Aberasturi se le escuchó caminar, carraspear y patear un pedazo de ladrillo, hasta que al fin dijo que no creía desdoroso entablar negociaciones, siempre y cuando fueran dignas de la guerra.
La mayoría de los jefes lo apoyaron con pocas palabras.
– Entonces, si les parece bien, haremos una nota al general Flores pidiendo una suspensión de hostilidades por veinticuatro horas, para enterrar a los muertos -propuso Leandro Gómez.
– No me parece, general… -terció Larravide-. Bajo el fuego en que estamos y con las posiciones que han ganado los sitiadores, no creo que Flores acceda. Lo más probable es que nos intime a rendirnos a discreción.
– ¿Y qué haría usted, mayor?
– Formaría el resto de la guarnición en columna cerrada y forzaría el paso por la calle con la salida más difícil. Muchos caeríamos, pero pasaríamos. Luego ganaría la costa del río y marcharía hasta donde pudiera para escapar. Y en último caso, dispersaría la fuerza.
El general Gómez negó.
– Eso no es posible… Tenemos muchos compañeros heridos y no los abandonaremos. Creo que en último caso, el general Flores nos concedería una capitulación digna y saldríamos de Paysandú con todos los honores, como dice el comandante Aberasturi.
– Pero el general Flores creerá que la tregua es una excusa para reparar los destrozos y preparar una nueva resistencia -señaló Belisario Estomba.
El comandante Pedro Ribero opinó que pedir veinticuatro horas era demasiado, que no debía pedirse más que dos.
Al fin, se acordó solicitar ocho horas y enviar la nota del general Leandro Gómez con alguno de los prisioneros que se prestase a llevarla, tal vez el coronel Saldaña o el mayor Arroyo, ambos ocultos junto a otros ocho hombres de Venancio Flores, en un sótano de las inmediaciones.
Resuelto el punto, el General le dictó la nota a Hermógenes Masanti, luego la firmó y ordenó al capitán Adolfo Areta y a Ernesto de las Carreras que trajesen de inmediato ante su presencia al oficial prisionero de menor grado, para entregarle el mensaje y convertirlo en emisario.
El mayor Arroyo era un hombre corpulento y hosco, quien al sentirse allí, solo en el centro del recinto ruinoso, entre todos los oficiales desfigurados por las pelambres de las barbas, los harapos, los emplastos de sangre y las huellas de dos días y tres noches de crispación, decidió no mirar a nadie, excepto al general Leandro Gómez.
Los dos hombres se observaron un instante y cuando el General percibió que una hostil desconfianza entornaba los ojos del oficial colorado, le pidió que se tranquilizara y le aseguró que no tenía nada contra él. Al fin le pidió que llevase aquel mensaje a la tienda del general Venancio Flores, con la instrucción de salir de la plaza por el cantón de la esquina de la Jefatura con un farol encendido en la mano, previniéndole que cuando volviese con la respuesta, debía hacerlo por la misma trinchera y agitando tres veces el farol en alto para ser reconocido y que no le hicieran fuego.
Sin decir una palabra, el mayor Arroyo salió afuera con el mensaje en una mano y el farol en la otra, custodiado por tres hombres del capitán Areta. Antes de cruzar la calle, al enfrentarse a la trinchera improvisada, el oficial colorado se quedó mirando como alucinado la estrafalaria escena del gigante negro Guite derrumbado en su sueño con el fusil cruzado sobre el pecho, al inglés Harris y a Martín Zamora despatarrados en la vereda carcomida de la casa que oficiaba de Comandancia y a Pascual Bailón agobiado sobre aquel piano blanco astillado por los proyectiles, ensayando en estado de ausencia una música que jamás nadie había escuchado en cien leguas a la redonda.
Al verlo pasar frente a ellos, muy despacio camino de la trinchera de la Jefatura, al observar la forma en que miraba con recelo a uno y otro lado como si no estuviese muy convencido de lo que iba a hacer, Raymond Harris codeó a Martín Zamora y señaló al mayor Arroyo desapareciendo con su carga de miedo entre las casas engañosamente dormidas:
– Ese desgraciado no vuelve, téngalo por seguro… -dijo.
2 de enero
Apenas el emisario traspasó la difusa línea fortificada, los imperiales decidieron terminar con aquel silencio que desfiguraba la noche, para emprender nuevamente su tarea de aniquilamiento. Pero esta vez precedida de un gigantesco cascabeleo circular de pertrechos metálicos, una sobrecogedora cantidad de hombres arrastrándose en las tinieblas, entre los muros, atravesando las ruinas, descolgándose con sus cacharros desde los techos hacia las calles, todos en dirección al centro de la población, una multitud con la mente puesta en una hipotética plaza que jamás habían visto ni pisado, pero a la que había que llegar y detenerse.
El gigante negro Guite abrió los ojos y sacudió su cabeza brillante y pelada y preguntó qué diablos era aquello que se le había metido de un soplo en las pesadillas y Martín Zamora apretó el gatillo cargado de franqueza en la curvatura del índice y preguntó en voz alta en qué estaban ocupados el resto del mundo y el Gran Poder y el gobierno y sus malditos alrededores, que parecían no reparar en lo que estaba ocurriendo en aquella ciudad sitiada y masacrada por dieciséis mil hombres llegados desde muy lejos solo para exterminarlos y de qué manera.
– Calma, Zamora, que los macacos se vienen como hindúes y el farol no aparece… -advirtió Raymond Harris en el preciso instante en que estallaba una descarga de fusilería recién cenada y acompañada de café caliente, la más ahíta, la más sostenida y mortífera de los últimos treinta y tres días.
En el mismo instante en que unas cuadras más allá, tendido en el suelo expiraba el coronel Lucas Píriz, desde una azotea frente al almacén “El ancla dorada”, cinco soldados negros mal dibujados en la noche, asombrados de tener ante sí al maldito invulnerable de la camisa blanca que acostumbraba pasearse por los techos en medio de las descargas, tiraron a un tiempo sobre el comandante Pedro Ribero y le partieron las vértebras y lo mataron bien muerto con la preocupación congelada en su mente de que habían llegado a las dos y media de la madrugada y el hijo de perra del mayor Arroyo aún no había aparecido con su farol en alto y su respuesta, ni tampoco aparecería al amanecer cuando ya habían caído ciento veinte hombres más en los alrededores de la defensa y los sobrevivientes del Estado Mayor conjeturaban que una de dos: o el general Venancio Flores no había querido responder o el prisionero Arroyo se había quedado entre los suyos.
– Se ha quedado entre los suyos. Tenemos que mandar una segunda nota. ¡Traigan al prisionero de mayor rango! -ordenó el comandante Emilio Raña, quien de arrastrarse y soportar los arañazos de las voladuras había perdido jirón a jirón su camisa, una pierna del pantalón, deambulaba descalzo por los cantones y además, desde el final de la tarde, como le advirtió el capitán Eduvijes Acuña, le asomaba el culo entre los harapos.
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