Mario Aparaín - No robarás las botas de los muertos

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No robarás las botas de los muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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Entre diciembre de 1864 y enero de 1865 ocurrió uno de los episodios más dolorosos de la historia uruguaya: el sitio de Paysandú. Allí, se enfrentaron los seiscientos defensores liderados por Leandro Gómez, comandante de la plaza, y dieciséis mil hombres de tres ejércitos invasores; detrás se extendía un telón de intereses internacionales. La contienda terminó trágicamente para los sitiados, marcada por la inmensa desigualdad de fuerzas. Mario Delgado Aparaín introduce su propia ficción en esa Paysandú que va quedando en escombros, cubierta de cadáveres y saqueada por guerreros victoriosos.
Con más de ocho edicionas agotadas No robarás las botas de los muertos (Premio Bartolomé Hidalgo 2002) es ya un clásico de la novela histórica.

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Mientras unos pocos sobrevivientes se perdían hacia el bajo por donde habían llegado, arrastrando sobre la tierra seca y revuelta la única bandera que había quedado intacta.

De pronto, detrás del cañón recalentado, la puerta del caserón se abrió de par en par y la morisca viuda de Paredes, ni encorvada ni triste, apareció bajo el acribillado marco de madera con un cucharón que chorreaba caldo caliente de puchero en su mano derecha.

– ¡A comer, hijos, que la comida está lista! -gritó hacia la calle, hacia el centenar de hombres que la miraban con la boca abierta.

En ese instante, el coronel Lucas Píriz, con la cabeza vendada en rojo y las ropas cubiertas de polvo y cal, apareció a caballo pidiendo a gritos el auxilio del cañón para las trincheras del oeste, pero se detuvo estupefacto al reparar en la figura de aquella mujer negada a admitir la guerra.

– Señora, le ruego que vuelva a la cocina y cierre esa puerta antes de que los brasileños le coman el puchero…

La mujer le tendió el cucharón para que repusiera fuerzas con el caldo.

– Lucas, los brasileños acaban de almorzar… -dijo ella, con la misma claridad y la misma ternura de los días en que era muy joven y todavía tenía hombre a su lado.

56

A las cinco de la tarde el fuego era tan general en toda la línea, que nadie era capaz de adivinar dónde terminaba su furia y dónde comenzaba la del solazo ensartenado sobre el cielo azul de diciembre. Las potentes bombas de la artillería de Tamandaré se aproximaban gorgoteando sobre los techos, con una tensa trayectoria rasante, hasta reventar con un estruendo verdaderamente espantoso.

Para entonces, el general Venancio Flores ya había empleado cuatro mil quinientos hombres y dos mil bombas en todos los ataques a lo largo del día. No obstante, al comprobar que los enemigos eran rechazados una y otra vez en cada intento de atravesar las líneas, el entusiasmo de la guarnición era tan inmenso e indescriptible, que en medio del estruendo de la pelea se oían los vivas que los Guardias Nacionales daban a la independencia, al gobierno o a sus jefes inmediatos. Se arriesgaban disparando de pie y a pecho descubierto, gritando como desaforados que allí no existía ningún cobarde, que todo el mundo estaba en su puesto de honor, mientras los jefes superiores se veían obligados a recorrer la línea al galope y contener a gritos a los que aseguraban que había llegado la hora de lanzarse fuera de las trincheras.

En el centro de la plaza, un proyectil de la escuadrilla brasileña hizo saltar en pedazos el monumento a la Libertad levantado sobre una pequeña pirámide de piedra.

Al ver volar los fragmentos de la estatua, el capitán Hermenegildo Alarcón se paró detrás de un montículo de escombros frente a la escalinata carcomida de la iglesia y dio un grito desmesurado de alarma dirigido al coronel Leandro Gómez, tal como si hubiese sido testigo del hecho más grave del día:

– ¡Coronel, los brasileños mataron la Libertad!

– No se preocupe… -gritó el coronel Gómez-. Vaya y ordene a los comandantes de cantones, que apenas pase el fuego, recojan todas las balas brasileñas que encuentren. Haremos una nueva pirámide con las balas enemigas.

Al escucharlo, el capitán Hermógenes Masanti, apostado a pocos metros, fuese por la liviandad de los nervios o por el sol cayendo a plomo sobre su cabeza, se rió con ganas, como si se tratase de una broma divertidísima; admiraba las mil y una mañas del Coronel para tranquilizar a su gente. En alguna ocasión le había escuchado decir que los símbolos rotos dañan seriamente la esperanza y el ánimo de los guerreros y por lo que sabía -”ustedes traen mala suerte”, le había dicho al andaluz Martín Zamora-, el capitán Hermenegildo Alarcón era un maldito supersticioso.

57

Nada más terrible que un ejército a pie. A las seis de la tarde, apenas cuarenta caballos vagaban en las inmediaciones de la plaza, arrastrando las riendas o los restos desoladores del apero enredado en las patas, las colas levantadas en escuadra, las orejas en lanzas y relinchando terror frente a las yeguas muertas. Cuarenta caballos, entre ellos el tordillo del coronel Leandro Gómez, para seiscientos hombres. El resto muerto o fugado en medio del fuego y las bombas, persiguiendo espacios, buscando el silencio acogedor del campo abierto, muy lejos.

Una extraña bruja negra llamada Severia, inquietante, flaca y fibrosa, que observaba la bella y despavorida disparada de los caballos desde el socavón de una hojalatería, juntó las manos en gesto de oración y mientras los miraba saltar zanjas, trincheras, arrancar chispas de pedrejones en las calles, arrobada, musitó:

– Oh, qué lindos que son. No se vayan, por favor…

58

Al caer la oración el fuego disminuyó y las columnas de asalto, aturdidas por la agresividad de la resistencia y la visión fantasmal de los seiscientos muertos que apenas unas horas atrás estaban vivos, comenzaron a retirarse en desorden hacia sus campamentos, dejando detrás una inquietante estela de desamparo.

Sólo se escuchaba el bombardeo cada vez más esporádico de la escuadra del río, cuando sentado frente a la mesa de su camarote con una servilleta de seda alrededor del cuello y alumbrado por un candelabro de cuatro cirios, el Barón de Tamandaré ordenó que detuviesen los cañones de todos sus barcos, porque le gustaría disfrutar del tiempo de la cena en medio de un silencio perfecto.

A la misma hora, extenuados por la fatiga, los hombres de la defensa comenzaron a aflojar sus manos y a soltar uno tras otro las armas a su lado, hasta que terminaron por echarse o dejarse caer sentados en los cráteres de las bombas o entre los recovecos de los escombros, y tras fumar un cigarro tembloroso por la inestabilidad del pulso, se sumían de pronto en un sueño agitado del que solo los centinelas que montaban guardia podían removerlos.

Desde la cima del Baluarte de la Ley, el comandante Juan Braga, con su rostro estropeado por los cascotes del parapeto, le comentó al capitán Masanti que los últimos tiros que se escuchaban, parecían provenir de una pequeña fuerza del Batallón Florida que en las últimas horas de la tarde, se había apoderado de la casa vacía de don Atanasio Ribero y también de la contigua, frente al edificio de la Jefatura bombardeada y calle por medio.

Allí, sobre los techos, aún permanecía parapetado Martín Zamora con los brazos adormecidos de tanto matar.

59

La ciudad presentaba el aspecto lúgubre e irreal de un mundo calcinado en donde solo tenían cabida algunos vivos entre centenares de muertos provocados por una lluvia continua de dos mil bombas diarias.

Las miradas de los hombres, secas y sin brillo, se daban a cada paso con el cuadro de las ruinas humeantes, las casas cribadas por los balazos, las puertas hechas pedazos, los zaguanes azulejados violados por la metralla, las rejas de las ventanas retorcidas o colgantes y las calles hoyadas por los rebotes de las balas de cañón o las explosiones de las bombas.

Frente a la iglesia, dentro del cráter abierto por un solo proyectil, cinco muertos yacían con las cabezas hacia el centro, mientras a su alrededor cuatro muchachos heridos observaban la escena sin repugnancia ni inquietud, fascinados quietamente y por primera vez con los despojos irreconocibles de la especie humillada.

Mientras el coronel Leandro Gómez cruzaba la plaza en dirección a la Comandancia sorteando escombros y jirones de caballos mutilados, los oficiales que pasaban lista entre su gente se aproximaban cada poco para enterarlo de que el coronel Raña tenía el vientre destrozado, que eran veintidós los muertos identificados, que ciento trece de sus hombres habían quedado fuera de combate, que dos carronadas se habían desmontado, que la hacienda para el consumo de las tropas había sido arrasada por las balas y que los animales sobrevivientes a la matanza habían huido despavoridos buscando la paz de los campos, por lo que ya no habría más carne fresca para la guarnición.

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