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Ángeles Caso: Un largo silencio

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Ángeles Caso Un largo silencio

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Premio de Novela Fernando Lara Finalizada la guerra civil, una mujer con sus hijas y nieta regresa a su ciudad natal, donde se encuentra con el desolador paisaje que deja la guerra. Premio de Novela Fernando Lara 2000. Finalizada la guerra civil española, una mujer cuyo marido e hijo pertenecieron al bando republicano regresa a la ciudad de provincias en la que había transcurrido su vida hasta el inicio del conflicto. Sus hijas y su nieta de pocos años la acompañan en el difícil regreso. Como si de un fatal presagio se tratara, un fuerte aguacero recibe a ese grupo de mujeres, cansadas, débiles, derrotadas, pero en cuyas miradas late, sin embargo, toda la voluntad y el deseo de salir adelante de los supervivientes. Salvo la niña, todas han perdido mucho, quizá demasiado, con la guerra. En breve, los vencedores comenzarán a dejarles claro que tampoco podrán recuperar nada de cuanto aún creían poseer, desde la casa familiar, que les ha sido usurpada, hasta la belleza de sus sueños. La derrota no sólo ha sido total: debe ser continua. Un largo silencio profundiza en uno de los episodios más terribles de nuestra historia reciente desde la mirada, lúcida e inerme, con que una serie de mujeres, muy distintas entre sí, observan un mismo y desolado paisaje ante el que no cabe más refugio que el recuerdo, ni más gesto que la claudicación.

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Al quinto día, Miguel y dos amigos suyos aparecieron por la ventana de la cocina de don Manuel. Apenas enterado del golpe, el pobre Miguel, que pasaba unos días en una aldea de la montaña con Margarita y los niños, había regresado a Castrollano para unirse a los milicianos. Preocupado por la situación de su familia, había logrado llegar hasta la casa a través de los tejados, y estaba dispuesto a sacar de allí a todos los vecinos que quisieran ser rescatados. Letrita se tragó la conmoción que supuso para ella saber que su hijo ya estaba armado y dispuesto a partir hacia cualquier lugar donde hicieran falta soldados. No dijo ni una palabra. Preparó el equipaje imprescindible en un par de maletas, guardó en una bolsa las cosas de más valor -incluidas las pocas joyas que aún le quedaban de los buenos tiempos- y todavía fue capaz de dirigir con autoridad la operación de recoger la casa, metiendo los objetos delicados en los armarios, apilando colchones, cubriendo los muebles con sábanas viejas, revisando las trampas para los ratones, cerrando la llave de paso del agua y quitando los plomos, exactamente igual que si se fueran de vacaciones por unas semanas. Nadie se mostró tan sereno como ella durante aquel rescate difícil, en el que hubo que trasladar en una silla a Publio, más torpe y anquilosado a medida que pasaban los días. Incluso mantuvo intacto su sentido del humor al instalarse en casa del tío Joaquín, quien los recibió refunfuñando porque su presencia alteraba el orden estricto de su vida de solterón maniático, aunque no les echase la culpa de su desgracia a ellos sino a la Iglesia, que según decía se había empeñado en amargarle toda la existencia, sin respetar ni siquiera su triste vejez. Y todavía conservó el valor en la despedida de Miguel, que partió en un tren lleno de hombres sonrientes y ruidosos, más parecidos a alegres veraneantes que a soldados, salvo por las armas que llevaban en bandolera y que agitaron al aire a través de las ventanillas cuando el tren arrancó lentamente, desvaneciendo sus siluetas entre los humos. Muchos de ellos no volverían. Letrita lo supo, pero se calló, y hasta le dio un sopapo ligero a Feda al ver que se echaba las manos a los ojos para tapar las lágrimas.

Durante todo aquel tiempo, ella siguió tomando decisiones y repartiendo tareas. Alegría y Merceditas fueron las encargadas de hacer la compra en un mercado todavía bien surtido aunque cada día más caro, del que volvían siempre escandalizadas. Y Feda se ocupó de ir todas las mañanas a Correos, a recoger y enviar las cartas, que empezaban ya a espaciarse demasiado. Por suerte, enseguida llegaron noticias de María Luisa, que seguía en Madrid aunque estaba haciendo planes para trasladarse a Barcelona, con su familia política. Además de su trabajo en la escuela, ahora conducía los fines de semana un tranvía, supliendo igual que otras muchas mujeres a los hombres que ya estaban en el frente. Fernando se había incorporado como oficial al ejército y luchaba en Extremadura. Estaba bien, un poco asustado por la brutalidad que lo rodeaba, pero bien, y mandaba saludos.

La casa del tío Joaquín, un edificio burgués de finales del siglo anterior, se levantaba justo frente al viejo puerto, en la esquina entre la plaza de la Reina y la calle del Fomento; a espaldas del temido barrio de pescadores, con sus miserables edificios medio en ruinas, sus calles embarradas y sus muchas casas de putas. Desde el balcón del comedor, en los días claros, se alcanzaba a ver una enorme extensión de mar, cambiante y dúctil bajo las luces y los vientos. Una preciosa mañana de principios de agosto, Merceditas, ocupada en peinar a su muñeca, vio una mancha oscura que aparecía repentina sobre la lejana línea del horizonte. Algunos pesqueros de bajura habían salido a faenar al amanecer. De pronto, como si se hubieran puesto de acuerdo, sus cascos de colores enfilaron hacia el puerto. A medida que se acercaban a la bocana, la mancha oscura parecía seguirlos, y su perfil empezó a tomar forma. Era un gran barco gris, amenazador y veloz y rígido como un monstruo marino. Los curiosos que todos los días remoloneaban por el puerto formaron corrillos, y en cuanto los primeros pesqueros fondearon y los hombres bajaron a tierra, se les acercaron, tal vez inquiriendo noticias. Hubo gestos de asombro, manos lanzadas al aire, quizá gritos, y en seguida todos, marineros y paseantes, echaron a correr a través de los muelles, seguidos de cerca por los pescadores de los otros barcos, que iban llegando a puerto y eran abandonados a la carrera por las tripulaciones, olvidando a bordo la pesca del día.

Merceditas tuvo miedo, y voló a la cocina donde la abuela preparaba unas lentejas con tocino pero sin chorizo, porque el chorizo estaba ya demasiado caro en aquellos días y Alegría no había querido comprarlo. Letrita se asomó al balcón, y, al ver el monstruo, volvió a entrar rápidamente en la casa, dando instrucciones de abandonarla. Salieron a toda prisa, sin tiempo para coger las cosas de valor, y ya en la calle se vieron mezclados con una multitud que corría hacia el interior de la ciudad. Algunos tiraban cosas desde las ventanas a los familiares que aguardaban abajo, chillándose los unos a los otros. Los más viejos eran llevados casi en volandas o bien, abandonados a su suerte, lloriqueaban asustados, intentando seguir el ritmo despiadado de los jóvenes. Desde el barrio de pescadores, una riada de niños harapientos y de mujeres en delantal se afanaba tras los hombres, que de vez en cuando miraban atrás sin detenerse, llamando a voces a sus hijos o a sus compañeras.

Letrita ordenó a Feda y a Alegría que se adelantasen con la niña y corrieran hacia donde fuese, con tal de que fuese lejos del puerto. Pero Alegría se negó a dejarla sola con su padre y el tío Joaquín y se obligó a caminar al paso renqueante de los dos viejos, viendo con angustia cómo se alejaban Feda y Merceditas, de la que se separaba por primera vez desde que todo aquello había comenzado. Mientras sostenía al tío -que refunfuñaba y le daba codazos, incapaz de tragarse su mal genio ni siquiera en un momento como aquél-, rezaba en silencio, pidiéndole a Dios, si es que en verdad existía, que no se le llevara también a la única hija que le quedaba. Ya no sería capaz de soportarlo.

Los cañonazos se empezaron a oír cuando llegaron al comienzo de la calle del Arco. Letrita, aliviada al comprobar que las bombas caían a espaldas suyas, lo suficientemente lejos como para no alcanzarles, decidió refugiarse en casa de Carmina Dueñas, su vieja amiga, que no les negaría cobijo. Pero Alegría no quiso subir, y se empeñó en ir a buscar a la niña y a Feda, a las que encontró al fin abrazadas en un banco del parque de Begoña, muertas de miedo y rodeadas por varias mujeres muy amables que trataban de calmarlas. Volvieron todas juntas al piso de Carmina y allí se quedaron con los demás amontonados, mientras el crucero Pisuerga seguía atacando Castrollano sin misericordia, derribando edificios, reventando árboles y destrozando vidas. Fue la primera prueba de las muchas que vendrían después de que lo de la guerra no era un juego, ni una simple noticia en los periódicos, ni una acalorada discusión de café. Lo de la guerra iba en serio, y era la muerte y el miedo y la tristeza y la rabia y la desolación.

Cuando el Pisuerga abandonó el puerto al cabo de nueve días, en busca de otra ciudad desprevenida sobre la que lanzar su fuego monstruoso, dejó tras de sí un montón de dolor y de ruinas. La misma casa del tío Joaquín, reventada en millones de trozos, se llevó por delante al caer a dos vecinos poco prudentes. Entre sus restos, Merceditas, Alegría y Feda buscaron inútilmente algunos de sus objetos. Lo único que encontraron, un poco arañado por la rotura de los cristales del marco pero prácticamente intacto, fue el retrato de boda de los padres, ella de terciopelo oscuro, con una camelia prendida en el pecho, y él con cuello duro y pajarita, los dos muertos de risa y de ganas de comerse a besos a pesar de la consabida seriedad del momento. Cuando se lo dieron a Letrita, se echó a llorar. Fue un llanto tan repentino, intenso y breve como una tormenta tropical. Y se secó enseguida.

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