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Espido Freire: La Flor Del Norte

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Espido Freire La Flor Del Norte

La Flor Del Norte: краткое содержание, описание и аннотация

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Novela histórica que nos descubre la desgarradora vida de Kristina Haakonardóttir, la joven princesa de Noruega convertida a la fuerza en infanta de Castilla al desposarse con don Felipe, hermano de Alfoso X El Sabio. Kristina partirá desde sus frías tierras del norte en un viaje hacia Castilla para acabar, fi nalmente, en una Sevilla que comienza a florecer y que le sorprende con costumbres, colores y sensaciones nuevas para ella. Pero todos sus descubrimientos estarán impregnados de sufrimiento y agonía por un destino inevitable a la que su misteriosa enfermedad la conduce. La pobre Kristina morirá traicionada y repudiada lejos de su hogar, entre un pueblo que siempre la vio como la Extranjera. «Me llamo Kristin Haakonardóttir, hija y nieta de reyes, princesa de Noruega, infanta de Castilla. Me llamaban La flor del norte, El regalo dorado, La extranjera, y, en los últimos meses, La pobre doña Cristina»

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Como si yo no lo supiera. Podía recitar de corrido las relaciones de primeros y segundos matrimonios, los nombres de los hijos muertos al nacer y de los acallados por haberse logrado en amantes, pero ni todo el esfuerzo del estudio hubiera podido mejorar mi memoria. Todos los rostros me parecían similares. Las mujeres, con sus tocas idénticas, salvo la de la reina Violante, aparecían y desaparecían para mi desconcierto, sin un cabello suelto que me permitiera distinguirlas.

– Serás mi hermana -dijo la reina al recibirme, y yo la creí, ingenua.

Una hermana. En realidad, nunca me ha engañado. Cuando conocí a su hermana Constanza, la infeliz Constanza de Aragón, la buena de doña Constanza que el cielo le había destinado a don Manuel, aquella ovejita en las fauces de los lobos azuzados por la reina, entendí lo que comprendía Violante de Aragón por ser hermanas.

Los míos, todos mis hermanos, menos Magnus, han muerto jóvenes. Contaban con más méritos que yo para que el Cielo quisiera arrebatarlos, pero la balanza de la muerte, que a todos llega, tampoco me ha dado demasiada ventaja. Tardé en comprender, y lo hice lentamente, con la misma dolorida sorpresa de cuando una abeja pica en un dedo y el aguijón no se percibe de inmediato, que ese destino es el que hubiera deseado Violante de Aragón para sus parientes; no creo que su rostro maquillado se hubiera alterado lo más mínimo en la contemplación de su agonía. No creo que nunca haya derramado una lágrima por las dolencias de Constanza, ni por las mías.

– Cobrad fuerzas, por Dios -le hemos escuchado decir las dos incontables veces-. ¿A quién queréis asustar con vuestras historias de enfermedad y quejas? Sólo lográis haceros ingrata a los ojos de quienes os quieren bien. ¿Verdad, hijo mío? -añade, dirigiéndose a uno de sus niños, o al pequeño que lleva en brazos-. Mira qué fea y descolorida está tu señora tía. ¿No te gustaría verla gorda y rosada?

Con sus fríos ojos magiares nos observa a todos, en todos gobierna. Sólo he notado, en estos años, un cambio en la luz de esas facciones, por otra parte bellas: cuando tras las semanas de acecho al rey, con sonrisas y caricias imprudentes, incluso en público, se dirige a nosotras, antes, mientras habitaba en su corte, de viva voz, ahora por emisario.

– Hermana, alegraos por mí. Si mis sospechas son ciertas, Nuestra Señora me ha bendecido con un nuevo infante.

Las damas de sangre real nos miramos entre nosotras, reprimiendo un suspiro. Las dueñas estallan en ruidosas bendiciones, y ella, en el centro de la sala, recibe con calma el homenaje. Aparece ante nosotras con las cintas del brial aflojadas, como si con dos o tres meses pudiera habérsele ya abultado el vientre.

– ¿Puede ser? ¿Tan pronto?

– ¿No será una indiscreción? Apenas hace cuatro meses que alumbrasteis.

Ella, con un gesto de su barbilla, las manda callar.

– Durante años me obligué a aprender la paciencia y la resignación, mientras se sucedían los meses sin hijos. Ahora me han premiado los cielos con el don de la fertilidad. ¿Quién soy yo para negarme? Que se haga en mí Su voluntad.

Casi sin mirarnos se dirige a nosotras, las infantas.

– Si os place, señoras, podéis comenzar a bordar el ajuar del nuevo infante.

Que nadie se llame a engaño: no es que la reina de Castilla no pueda servirse de cientos de doncellas que tuerzan, borden e hilen la lana merina, que es, por cierto, la más hermosa y delicada del mundo. Los infantes recién nacidos llegan al mundo en una tierra pródiga en tejidos: gusanos de seda, que morirán para que de ellos nazcan tejidos crujientes o velludos en los que se hunde la mano, se crían en Levante. La flor del lino azul bordea hasta los caminos más pobres, las ovejas pastan en toda la llanura central; los genoveses hacen su agosto con navíos abarrotados de fardos de tejidos orientales que los sastres convertirán en vestidos a la manera mora o cristiana.

No. De hecho, los pañales de Holanda que cortamos, y los encajes que adornan los gorritos de los infantes, plisados por las damas, en rara ocasión salen del arca: la reina de Castilla, la hermosa Violante, la Yolanda de los poetas que la cantan, disfruta cuando nos encuentra con la espalda encorvada sobre la labor, trabajando para ella.

Nos lo pide cortésmente, aunque puede ordenárnoslo, pero no le hace falta. Ninguna de nosotras nos negamos a una tarea que llevamos a cabo sin amor ni mucho oficio, salvo quizás mi cuñada, doña Berenguela, que es un alma bendita y encuentra placer en todo. Violante desearía gobernar sobre más mujeres, pero somos muy pocas las que vivimos en su proximidad: los hermanos del rey, salvo don Manuel, no se han casado, y las hermanas viven lejos, Leonor en Inglaterra, Beatriz en Portugal. Y yo, en Sevilla, desde hace más de un año no sirvo para nada. Es doña Inés quien remata las prendas por mí. Pobre Violante, que desearía mandar sobre los ejércitos y se ve limitada a mangonear con los pañales.

– No os angustiéis con ideas pesadas -dice mi marido-. Viviréis, si Dios quiere, y tendréis tantos hijos como gustéis, porque sois joven y no hay impedimento alguno para que eso no sea así. Confiad, señora, y recuperad fuerzas, porque el cuerpo y la mente van unidas, y no hay salud en una cabeza doliente.

Me besa entonces, en la frente y en los ojos, y se vuelve de espaldas a su rincón de la cama. Hasta hace unos meses me despertaba a menudo, sobresaltada, porque durante la noche me abrazaba en sueños y no me permitía moverme. Muy poco a poco me deslizaba de la tenaza y mantenía entre las suyas una mano, un dedo, para que durmiera protegido.

Ahora que mi estado ha empeorado me visita con la misma frecuencia, pero tiene cuidado de no acercarse bajo las sábanas y que su cuerpo no roce el mío, de no aferrarse a mí, de fingir que no escucha si en mitad de la noche le llamo. Mantiene los ojos cerrados con obstinación si han de sangrarme o si preciso de la bacinilla. Cuando despierto por la mañana y abro los ojos estoy sola.

– Habéis tenido la suerte de nacer hermosa y de que el infante don Felipe os muestre tanto amor -me dice de continuo Mariquilla, que da por buenas todas mis exigencias con tal de continuar al servicio de mi marido-. Los hombres son ligeros y tornadizos. El señor, que pasó por la Iglesia, sabe honraros incluso en estas circunstancias.

Es lo que repite la familia real, de unos a otros. Felipe, que parecía el más afortunado de todos, concita ahora la compasión por haberse desposado con una extranjera estéril, que ni se muere ni deja de agonizar.

Me cuidaré de que sepa aprovechar esa corriente de simpatía.

Hay muchos niños en la familia real, todos lindos, reidores y malcriados. Recién llegada, imaginaba entre ellos a mis hijos. Dicen todos, creo que por piedad, que los nacidos de Felipe y de mí serían los más hermosos. También extienden otras maldades que se esmeran en ocultarme. Dicen que hice voto de castidad en mi infancia, que en mi matriz falta el humor cálido necesario para concebir, que la mora amante de mi marido nos maldijo cuando él la abandonó para casarse conmigo.

– Oiréis muchos rumores falsos en esta corte -me reveló don Quintín, el abad, cuando llegamos a Sevilla y se presentó ante mí. Yo comenzaba a comprender el castellano y a comprender, parejo a ello, la magnitud de las mentiras que giraban en torno a nosotros como buitres-. En todas las cortes que he conocido se intriga, pero en ésta gran parte de las fuerzas se escapan en cultivar la fantasía y hacer que los cuentos corran como manera de hacer daño.

El debería saberlo. Es el inventor de gran parte de ellos.

Desde que soy infanta de Castilla he aprendido a no creer nada de lo que se cuenta de los notables, porque nada de lo que se dice sobre mí es cierto. Pero eso no es óbice para que aguarde las visitas del abad con impaciencia, qué se dice, qué critican, qué se murmura por las cocinas, cuál es la última maldad sobre los infantes de Aragón, sobre los reinos de Francia…

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