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Espido Freire: La Flor Del Norte

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Espido Freire La Flor Del Norte

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Novela histórica que nos descubre la desgarradora vida de Kristina Haakonardóttir, la joven princesa de Noruega convertida a la fuerza en infanta de Castilla al desposarse con don Felipe, hermano de Alfoso X El Sabio. Kristina partirá desde sus frías tierras del norte en un viaje hacia Castilla para acabar, fi nalmente, en una Sevilla que comienza a florecer y que le sorprende con costumbres, colores y sensaciones nuevas para ella. Pero todos sus descubrimientos estarán impregnados de sufrimiento y agonía por un destino inevitable a la que su misteriosa enfermedad la conduce. La pobre Kristina morirá traicionada y repudiada lejos de su hogar, entre un pueblo que siempre la vio como la Extranjera. «Me llamo Kristin Haakonardóttir, hija y nieta de reyes, princesa de Noruega, infanta de Castilla. Me llamaban La flor del norte, El regalo dorado, La extranjera, y, en los últimos meses, La pobre doña Cristina»

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– Nosotros no venimos de una isla -decía de vez en cuando, como si fuera para sí.

Tenía razón. A diferencia de las otras mujeres que habían conquistado a nuestros reyes, nacimos en firme. Una lengua de tierra nos une a un continente, poseemos lo más provechoso del mar y lo más granado de las montañas, y tampoco he acabado yo, como otras princesas de mérito, en una isla. Castilla apenas huele el mar, lo anhela en las irregulares mareas del Guadalquivir. Ya me he acostumbrado. Bastante he llorado por la sal, por las piedras golpeadas y la libertad de marcharse con el agua.

La última vez que vi el mar fue antes de arribar a Francia, hace cuatro años, antes de mis desposorios. De niños, una tarde de siesta se nos antoja una pérdida irreparable. Ahora, cuatro años en mi vida no son sino un parpadeo, una respiración, el momento necesario para reflexionar y, de pronto, emitir un cambio repentino de criterio.

Mi hermana, en cambio, nunca se alejó del mar; por mar regresó, viuda, algún tiempo más tarde, y de la misma manera partió tras su segundo matrimonio hacia las islas Hébridas con su relicario de coral, las arcas con ropa nueva, las bendiciones del obispo y, nuevamente, las lágrimas de quienes la amábamos.

Pero, pensándolo con calma, quizás no sea una mala idea mantenerme alejada del agua. Del agua, de los viajes, del poder, de la dicha. De todo lo que pueda ahogarnos y, con un golpe, alejarnos del goce.

Aún me chupo el pulgar, a veces. Sólo lo hago porque anhelo el manotazo corrector de mi madre.

Nací en Bergen, la ciudad de las siete colinas. Rodearon mi cuna de amuletos, para que creciera con salud, y de gatos, para que ni una rata ni un ratón impuro pudieran llegar desde el suelo a mí y contagiarme la peste o cualquiera de las enfermedades de las ciudades portuarias. Mi madre recordaba con sonrisas las veces en las que me encontró abrazada a una gata enorme, listada, que me creía su hija, y me lamía las orejas y las manos, y bufaba si mis hermanos se acercaban para mirarme, brava y dulce.

No he encontrado ciudad más bella que aquella en la que nací. A Sevilla, donde el ruido nunca cesa, le faltaría el encanto sin sus naranjos. En las tardes de calor, el sol destroza lo que encuentra a su paso, y los miasmas del río impiden respirar. Burgos es una calzada levantada, a la espera de que rematen su catedral.

De Bergen no recuerdo defectos. El mar la abraza, y la nieve la observa a distancia, y en la ladera que asciende por el puerto las casitas de madera se guardan de la humedad con barnices de colores. Los pabellones y las casas de piedra que mi padre ordenó erigir sirven como cortafuegos y como señales de que los tiempos modernos han llegado a la vieja ciudad. Llueve con generosidad, y eso hace que salgamos a bendecir cada rayo de sol y mantengamos los alimentos bien custodiados, como si los preserváramos en altares. Cada comida es sagrada, al fin y al cabo. Los árboles crecen con rapidez, cierran en un parpadeo los claros que los leñadores causan, y los fiordos guardan secretos que no serán nunca revelados. Se puede confiar en los fiordos. Nunca devolverán un cadáver, ni un barco que se traguen, ni un deseo arrojado a sus aguas.

Sevilla, Dios la guarde, es blanca y verde, blanca y azul, blanca y grana. Las vetas de mármol de mi patio deslumbran bajo el sol, y sólo encuentran como oposición perpetua un verde de mirto y el borbotón de color de las buganvillas. Qué caprichosa, qué vana soy. Mis padres darían lo que fuera por este momento de esplendor, por esta flor rosa, por este sol prematuro. Sus huesos ya cansados se alimentarían de la luz que brota de cada esquina de mi casa. Y yo, absurdo ser, gozo de todo lo que desearían de mi tierra y me devora la nostalgia, anhelo la nieve, la lluvia, la aspereza, cualquier cosa que me aleje de lo que tengo.

Mi tierra. Mi país. Mi ciudad. Mi familia, mi madre, mi lengua, mis costumbres. Todo aquello que fui, mis años de niña y mis miedos de mujer, mi padre, mis secretos escondidos, el rincón del jardín en el que enterramos a mi hermano Olaf. No tengo nada de eso, se me ha escapado entre las manos, lo he dejado marchar sin una queja, convencida de que era mi deber. Y con ello he dejado jirones de alma, hasta que únicamente la parte más mezquina de mí (mi cuerpo mortal, mis pieles, las joyas que me traje) ha permanecido y se estira y esponja ahora al sol, sin peso ni consistencia.

– Amigas -preguntó don Felipe, mi esposo, el mismo día en el que nos prometimos-. ¿Os acompaña alguna?

– No -dije yo, y por un momento pensé en Astrid, y luego el pensamiento se esfumó y ya no hubo nadie.

– ¿Dueñas?

– Las que ordenéis.

– ¿Parientes? -dijo, y yo no fui capaz de comprender esa palabra-. Familia. Deudos.

– Sí -respondí. Y luego, rápidamente, añadí-: No, no. Ninguno de ellos me acompaña. Los que me trajeron hasta aquí han regresado. No tengo a nadie. Me presento sola ante vos.

– Así es -añadió él, tras una pausa-. Pero ahora pertenecéis a la corte de Castilla. Vuestra nueva familia no os abandonará jamás, y no tendréis que temer nunca a la soledad.

Mi corazón quiso leerlo como una declaración de amor. Mi mente, aviesa, más rápida, me alertó. Como un animal, se aprestó a huir. Como un animal, se sometió, mordió el anzuelo, bajó la testuz.

Es cierto, desde ese momento nunca he estado sola: me han observado y atendido, me han sopesado, han contado los pedazos de carne que ingiero, las copas que bebo, las varas de hilo que gasto. Calculan ahora cuánto queda para mi muerte. Como una vaca vieja, aguardo en el centro del patio, bajo el sol, el momento del sacrificio.

Los birkebeiner estamos acostumbrados a la muerte: no tememos inmolarnos, no sentimos miedo ante la muerte. Nosotros, los vástagos más jóvenes, hemos perdido la costumbre de convivir con el dolor, pero a la menor provocación, en cuanto un rasguño de la piel delicada hace que surja el hueso más profundo, recuperamos la dureza y el espíritu frente a las dificultades.

Nos tallaron así los infinitos años de lucha contra los bagler, las acechanzas y la supervivencia de los que no cometían errores, los que eran valientes y persistentes. A los bagler tampoco les faltaban esas virtudes. Si no hubiéramos estado tan igualados, la guerra civil hubiera durado mucho menos, y hubiéramos sangrado menos, y la mente hubiera inventado menos leyendas y mentiras para justificar los hechos.

Cuando un bagler joven caía, morían con él sus hijos, y los hijos de sus hijos, y los nietos de sus hijos. Cuando un birkebeiner era asesinado, sus hermanas, su esposa, su propia madre se afanaban en concebir otro que le reemplazara, y en que creciera pronto, casi sin infancia.

– Salid -animaban las viejas a las mujeres fértiles, aún con la sal de las lágrimas en las mejillas-, vestíos como para un día de fiesta, elegid un hombre fuerte y yaced con él. El que se ha ido no volverá.

Y las mujeres, atontadas algunas por los narcóticos que tomaban para amortiguar el dolor, o tan serenas como si hiciera mucho tiempo que supieran la muerte del hermano, del marido, del cuñado, se daban color en los labios, se trenzaban el cabello y obedecían.

Los birkebeiner se casaban en cuanto tenían edad para ello, se les animaba a que preñaran a todas las mujeres posibles. Durante aquellos años se abolió la diferencia entre mujeres y concubinas, entre bastardos e hijos legales: no había tiempo para delicadezas propias de los tiempos de paz. Cuesta mucho criar a un hombre, y no lleva más de un instante matarlo. Luego a mí se me enseñaría lo que ocurre entre un varón y una mujer como si fuera un secreto, con las yeguas y las vacas, pero aquéllos eran tiempos sin delicadezas, en las que el mayor pecado era no parir hijos vivos.

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