Espido Freire - La Flor Del Norte

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Novela histórica que nos descubre la desgarradora vida de Kristina Haakonardóttir, la joven princesa de Noruega convertida a la fuerza en infanta de Castilla al desposarse con don Felipe, hermano de Alfoso X El Sabio. Kristina partirá desde sus frías tierras del norte en un viaje hacia Castilla para acabar, fi nalmente, en una Sevilla que comienza a florecer y que le sorprende con costumbres, colores y sensaciones nuevas para ella. Pero todos sus descubrimientos estarán impregnados de sufrimiento y agonía por un destino inevitable a la que su misteriosa enfermedad la conduce. La pobre Kristina morirá traicionada y repudiada lejos de su hogar, entre un pueblo que siempre la vio como la Extranjera. «Me llamo Kristin Haakonardóttir, hija y nieta de reyes, princesa de Noruega, infanta de Castilla. Me llamaban La flor del norte, El regalo dorado, La extranjera, y, en los últimos meses, La pobre doña Cristina»

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– No te comprendo, mujer -le decía, mientras ella se defendía con uñas y dientes de él, ocultando la risa, en los pocos momentos, cuidadosamente dispuestos, en los que los mayores los dejaban a solas.

– Ya me comprenderás. Tienes toda la vida para la comprensión.

– Dios me libre de ello -se quejaba él, también riendo.

Y en la siguiente ocasión repetían de nuevo el juego: ella se escapaba, él la acorralaba por unos instantes hasta que una patada o un arañazo le permitía correr libre.

Ya casados, no olvidó nunca que la primera lección de una mujer casada era mantener siempre la sonrisa pronta y el misterio sobre sus emociones. Si nadie adivinaba qué era lo que deseaba o lo que le repugnaba, nadie podría acusarla de intrigar a favor de sus intereses.

Nunca compartía del todo sus pensamientos con su marido, y él se acostumbró a malvivir en la incertidumbre de si su mujer le amaba o no. De vez en cuando, sin venir a cuento, le regalaba joyas, que mi madre aceptaba con una sonrisa pero dejaba luego olvidadas en cualquier rincón, como si no les diera la menor importancia o encontrara normal que apreciaran su valor con oro. Hizo siempre de él lo que quiso, pero se aseguró de que lo que ella quería fuera lo adecuado para él.

– No te regalaré nunca nada más -prometía él, al que le gustaba que sus presentes fueran acogidos con grandes celebraciones y agradecimiento eterno-. He reservado a mi orfebre preferido durante dos meses para montarte esa sortija de esmeraldas, y esta noche la olvidaste sobre la mesa de la cena. ¿Cómo puedes hacerme esto, mujer?

– Mi cabeza se ocupa de demasiadas tareas. De todas maneras, no necesitaba más sortijas.

Mi padre se enfurruñaba aún más.

– Nunca te regalaré nada más.

– Me parece lo justo -decía ella.

Unas semanas más tarde mi padre aparecía con un rollo de seda o unas cintas bordadas, o con una nueva joya. Y mi madre, sin que nadie pudiera apercibirse de ello si no prestaba mucha atención, sonreía, victoriosa.

Intentó enseñarnos ese comportamiento a Cecilia y a mí, pero fue una de las pocas empresas en las que fracasó: Cecilia había nacido con el don de esparcir la felicidad y, sin esfuerzo, era adorada y obedecida. Dicen que los que son así permanecen pocos años en este mundo, pero creíamos que la suerte de mi hermana lograría evitar ese destino.

La última guerra civil tuvo lugar porque así lo quería Dios, porque, de otra manera, no existe ningún motivo para que ocurriera. Ni mi padre ni sus enemigos la deseaban, y la evitaron por todos los medios. Aun así, sucedió, y en ella murieron los dos hombres más notables de su tiempo: mi abuelo materno, Skule Bárdsson, y el lendmann poeta Snorri Sturlusson.

A mi cuñado, el noble rey Alfonso, que se siente a gusto entre poetas, le hubiera gustado conocer a Snorri: quizás extrajera una enseñanza de su vida, de lo inútil de que los señores se dediquen a las letras y a la poesía. Como todos los islandeses, Snorri componía versos, que dedicaba a los dioses paganos y a los reyes vivos. Como todos ellos, también, mantenía una delicada relación con Noruega, extremada, en su caso, por el hecho de que mi país le había convertido en el hombre más adinerado y poderoso del suyo. Sentimos poco su muerte, aunque mi padre y mi hermano Haakon le admiraban, porque en aquellos días había muertes más cercanas por las que lamentarse y enemigos más amables por los que sufrir.

Mi abuelo Skule había muerto. Creímos que era lo que deseaba. Aquel señor noble, estirado con los extraños, cercano con nosotros, los niños, se había inmolado en una pelea contra su yerno que sabía perdida de antemano, pero a la que su bando le había obligado. Unos días antes se había despedido de nosotros. Se había inclinado en una reverencia ante la abuela Inga, a la que admiraba, y nos había dejado a los nietos, aún ignorantes de lo que ocurría en realidad, berreando entre lágrimas.

Desde que mis padres se habían casado, la relación entre mi padre y mi abuelo había crecido como las malas hierbas, sin flores y con raíces que envenenaban el suelo. Las escaramuzas entre los partidarios de uno y de otro menudeaban, y un aire espeso y enturbiado permanecía en las salas en las que se reunían y discutían. Dos días después de que el padre de mi madre presentara sus respetos ante la madre de mi padre, el abuelo Skule se reunió con dos huestes que aguardaban por él en Nidaros, en el corazón de sus posesiones.

Nuestros mensajeros, que aguardaban los informes de los espías en la frontera entre tierras, reventaron dos caballos para que la noticia volara.

– Tu padre se ha proclamado rey -nos anunció el mío, con la frente surcada de arrugas. Mi madre retrocedió hasta su asiento y se dejó caer en él.

– No puede ser posible.

– Ha asaltado la catedral de Nidaros, ha robado las reliquias de san Olav, frente a las que ha jurado lealtad a Noruega, y ha enviado emisarios al Papa, a los suecos y a los lendmenn rebeldes. Desde hace meses sus hombres recorrían el norte del país para reclutar otro ejército, eso ya lo sabíamos, pero creí que no era más que otro intento de intimidación.

– Deberíamos haber accedido a sus peticiones -dijo la abuela-. Si ninguna guerra trae nada bueno, no podremos contar los males que nos costará ésta.

Mi madre se revolvió contra ella.

– ¿Y entregar un tercio del reino a mi hermano Peter? Antes prefiero la muerte que robarle así la herencia a mi hijo.

– Skule tenía derecho a su tercio y a designar heredero -dijo mi padre-. Y nosotros ejercimos el nuestro a no dar nuestra aprobación a su heredero. Se acercan tiempos complicados; sobre todo para ti, Margret. Reserva tus fuerzas para esas luchas.

– Esto prueba -dijo mi abuela, cuyo silencio demostraba que había continuado absorta en sus pensamientos, como si se encontrara en otra sala y lo que ocurriera ante sus ojos no le atañera- que hemos de adoptar el sistema de sucesión que siguen los franceses. Un hijo legítimo que herede del padre y que legue al nieto legítimo el trono. Las elecciones de los senados, los tribunales y los duques sólo nos han cubierto de heridas y de muertes.

– Sí, madre, sí -contestó mi padre, harto de la canción mil veces repetida-. Tenéis razón. Tenéis razón las dos, como siempre, tenéis razón. Haakon, y no Sigurd, un heredero de sangre designado y jurado.

– Y que ni se te pase por la cabeza el casar a Kristina con tu cuñado Peter -remachó mi abuela.

Mi padre se levantó, furioso, con lo que demostró que la idea había madurado ya en él, y partió al día siguiente hacia el sur, donde trazaría la defensa contra los rebeldes, enfadado con las mujeres de su casa.

En Bergen comenzamos con el racionamiento de las porciones de comida, de leña y grasa, y organizaron el envío de monturas, hombres y suministros al frente, que no podría alimentarse únicamente con lo que encontrara en su camino hacia el sur: la primavera aún se encontraba muy tierna, y los campos no habían granado. La abuela se convirtió en la sombra de mi madre: no la abandonaba ni un momento, y si mi madre se comportaba como una reina y fingía ocuparse únicamente de los asuntos domésticos y mantenía el rostro sereno de siempre, la vieja Inga clavaba su mirada perturbadora en todos y cortaba, antes de que hubieran brotado, los comentarios maliciosos sobre mi madre.

– ¿Hay noticias? -les preguntábamos cada mañana a los emisarios, a los correveidiles, a los muleros que cubrían los tramos entre el frente y Bergen. Muy lentamente, la luz mortecina de marzo se abría camino entre el frío.

– Se combate en Nannestad, en las proximidades de Oslo.

– ¿Qué más se sabe? -inquiría mi madre, con el mismo tono despreocupado con el que pediría otro hilo para su costura.

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