Sin embargo, mediaba entre ellas una armonía que se extendía al resto de la casa, y el afecto que se mostraban, mi madre con su natural serio y desprendido, mi abuela con sus reservadas maneras, no me preparó para las intrigas de una corte como la castellana. Ni una mala palabra se cruzó nunca entre ellas. Antes bien, conspiraban para lograr el bien de mi padre, y era extraño que dieran un paso sin consultar, o al menos anunciar a la otra qué senda seguirían. Mi abuela no interfería en nada relacionado con nosotros o la intimidad del matrimonio, y mi madre nunca sintió interés por la vida pública y las artes políticas, en las que la abuela Inga tanto se jugaba.
Era frecuente verlas, cabeza con cabeza, juntas, en una meditación que iniciaba una y continuaba la otra. O flanqueando a mi padre en la mesa, a la espera de una excusa para quedarse a solas con él y presentarle un problema.
– El viejo Oyvind…
– Ese niño que nos encomendaron…
– La cerveza que te empeñaste en comprar…
– La abuela opina…
Mi madre había nacido en una casa noble llamada Rein, en la región de Fosen, como hija del duque Skule Bárdsson, un firme aspirante al trono, y su destino se decidió muy pronto: fue una maniobra clásica, que se había repetido desde hacía siglos y que en ocasiones funcionaba con mayor efectividad que un tratado, o como refuerzo del mismo.
El rey Inge miraba al duque con afecto, porque había desbaratado varias rebeliones, la más grave de ellas, la de los campesinos que se habían amotinado en Tr0ndelag. Además, eran parientes. Aunque mi padre había sido nombrado heredero, Skule fue designado su tutor, debido a su poca edad, y gobernaba sobre un tercio de Noruega. Otro tercio se encontraba bajo el cetro de Felipe Simonsson, el rey bagler. Todos aguardaban a que el honesto Inge muriera para saltar sobre el trono, y el buen rey murió sabedor de que así sería, repartiendo consejos a unos y a otros. Pero Haakon, al que creían dominado por la mano de Skule, decidió que sus derechos al trono debían ser respetados.
Las reuniones que se convocaron para llegar a un acuerdo entre los pretendientes terminaban con espantadas de los nobles, con más intrigas y con pactos que duraban lo que las hojas en los árboles. Skule, obedeciendo un antiguo deseo del rey Inge, decidió casar a su hija con el heredero, Haakon, aquel niño misterioso aparecido entre la nieve y la noche, convertido en un mozo de acero y voluntad, y asegurar así la satisfacción de todos los aspirantes. Con esa boda, Skule no sería rey, pero sí suegro de rey y abuelo de reyes, y vería a su hija en el trono.
– No es de mi entera satisfacción -dijo el abuelo a quien quisiera escucharle, y eran muchos los que deseaban prestarle oídos, rumiando la revancha-, porque el origen del muchacho aún no se ha refrendado, y porque así me entrego a él sin luchar. Pero sea, si eso nos ahorra verter más sangre.
Poco después de que tuviera lugar el Juicio de Dios en Bergen, aún a la espera de que Roma se pronunciara acerca de la legitimidad de mi padre, pero con toda Noruega entregada ante el milagro que habían presenciado, a mi madre, que no había cumplido los once años, se le pidió opinión. ¿Deseaba ella casarse con aquel joven?
Ella pidió contemplarle en persona, sin ser vista y sin que él supiera el rango que ella tenía. Mi madre, a la que habían educado para obedecer, pero sólo si la orden no contradecía su moral y su dignidad, conocía vagamente a su futuro esposo, y el acuerdo le parecía bien, pero era niña, al fin, y había oído hablar mucho ya de Haakon Haakonsson como para no sentir deseos de al menos curiosear.
Su tía se la llevó al palacio en el que había vivido el rey Inge, convertido en campamento de maniobras, con la excusa de visitar a sus primos, y, con un brial de sarga, como si fuera una criadita, lo observó en los ejercicios de destreza primero, y luego, durante un descanso, en el que empleó a otro de sus compañeros como montura y se dejó caer luego sobre la hierba, riendo.
– ¿Te gusta? -preguntó la tía, que recordaba con cuánta intensidad se clavan las emociones en las almas jóvenes.
– Sí… -dijo ella.
Se comprometieron en una ceremonia rápida, demasiado formal para que pudieran entenderla, y ella regresó a casa con sus padres hasta que, seis años más tarde, tuviera lugar la boda.
Durante esos seis años, muchos sucesos habían tenido lugar: la guerra, siempre la guerra. La muerte de parientes y el miedo constante de las mujeres. Cuando mi madre se reencontró con mi padre había perdido gran parte de su inocencia. La cercanía del matrimonio y el goteo continuo de las obligaciones que, como futura esposa, se esperaban de ella habían restado ilusión a la jovencita. Le asustaba casarse, pero le aterraba aún más no llegar a estarlo, o que su prometido falleciera de manera imprevista y quedarse viuda antes de la boda.
Conocía de los hombres algunas pasiones y comportamientos; sabía que el primer amor de su futuro marido había muerto de parto, y no se le ocultaba la existencia de los dos niños que habían nacido en las Oreadas. Le habían aconsejado que los criara como propios, y no sabía si podría albergar afecto por ellos. No se le escapaba tampoco que, de no gustarse Haakon y ella o no considerarlo conveniente, cualquiera de los dos podía poner fin al matrimonio; pero resultaba claro que para ella hubiera sido casi imposible encontrar un marido a su edad y en esas circunstancias.
– ¿Qué os dijisteis la primera vez que os visteis, mamá?
– Nada. La primera vez él no me vio.
– Pero ¿y la primera vez que sí os visteis? -insistía Cecilia, tan ansiosa de comprender el pasado de nuestros padres como yo.
– No nos permitieron hablar. En nuestra ceremonia de compromiso nos unieron las manos, repetimos las fórmulas en latín y cada uno regresó con su familia.
Nosotras, exasperadas, suspirábamos.
– Entonces, más tarde, cuando de nuevo os encontrasteis, antes de la boda.
– Las jóvenes bien educadas no hablábamos con los novios antes de la boda.
– Pero… en algún momento tuvisteis que deciros algo.
– Con los maridos no se habla, Cecilia. Se combate.
Al cabo de algún tiempo, al vernos enfurruñadas y decepcionadas, se reconciliaba con nosotras.
– No recuerdo las primeras palabras que nos intercambiamos vuestro padre y yo…, pero sí recuerdo que en las vísperas de la boda una de las dueñas arrastraba de la mano a dos niños muy tímidos. Uno era un muchachito, y la otra, una niñita de rizos rojos.
Nosotras, sobre todo yo, mucho menor, conteníamos la respiración, porque por primera vez Sigurd y Cecilia aparecían en nuestra historia familiar.
– Yo no sabía aún que esos niños eran mis primeros hijos, pero mi corazón voló con esa niña pelirroja, y aún no se ha apartado de ella.
Algún tiempo más tarde supe que lo que mi madre contaba no podía ser cierto: Sigurd y Cecilia habían llegado con un convoy, con parte de los bienes que las Oreadas regalaban a mi padre como tributo de las bodas, y no fue sino dos meses después de la boda cuando mi madre los encontró y los prohijó.
Por mucho temor que hubiera sentido a que no se celebrara la boda, ella no se mostró demasiado ansiosa por casarse: hubiera sido una muestra de desprecio a su familia de origen y una señal de que era una mujer dócil, dispuesta a cualquier cosa por complacer a su marido. Eran tiempos curiosos aquéllos, en los que los hombres morían como moscas y condenaban a las mujeres a agostarse sin hijos ni esposos, pero en los que, al mismo tiempo, ellas debían mostrarse reacias a casarse, y ocultaban lo que más deseaban.
Mi madre obligó a mi padre a un breve cortejo, le rehuyó, le hizo sentirse un cazador en busca de una cierva, y sembró para siempre la desconfianza en su corazón. Él, el adorado de todos, la esperanza de Noruega, no podía conseguir sin esfuerzo que una muchacha de dieciséis años le diera un beso, y nada le aseguraba que en la siguiente cita se lo concediera de nuevo.
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