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Antonio Garrido: El lector de cadáveres

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Antonio Garrido El lector de cadáveres

El lector de cadáveres: краткое содержание, описание и аннотация

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En la antigua China, sólo los jueces más sagaces alcanzaban el codiciado título de «lectores de cadáveres», una élite de forenses que, aun a riesgo de su propia vida, tenían el mandato de que ningún crimen, por irresoluble que pareciera, quedara impune. Cí Song fue el primero de ellos. Inspirada en un personaje real, El lector de cadáveres narra la extraordinaria historia de un joven de origen humilde cuya pasión y determinación le condujeron desde su cargo como enterrador en los Campos de la Muerte de Lin’an a aventajado discípulo en la prestigiosa Academia Ming. Allí, envidiado por sus pioneros métodos y perseguido por la justicia, despertará la curiosidad del mismísimo emperador, quien le convocará para rastrear los atroces crímenes que, uno tras otro, amenazan con aniquilar a la corte imperial. Un thriller absorbente en el que la ambición y el odio van de la mano con el amor y la muerte en la exótica y majestuosa Corte Imperial de la China del siglo XII.

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Por curioso que parezca, y una vez bosquejados los principales trazos de la trama, la primera dificultad a la que me enfrenté fue bautizar a los protagonistas de la novela.

Cuando ojeamos un libro cuyos personajes son extranjeros, podemos memorizar sus nombres y apellidos e identificarlos con los individuos a los que representan porque, por lo general, dichos nombres poseen raíces hebreas, griegas o latinas que, de algún modo, pese a lo arcaicas, nos son conocidas. Así, patronímicos poco usuales hoy en día como por ejemplo Jenofonte, Asdrúbal, Suetonio o Abderramán no sólo son fácilmente reconocidos, sino que también nos resulta sencillo diferenciarlos y recordarlos. Algo parecido sucede con los nombres anglosajones. Así, Erik, John, Peter o Wolfgang, debido a la familiaridad derivada de su empleo en los medios audiovisuales, nos son casi tan familiares como Juan, Pedro o José. Desafortunadamente, esto no ocurre con los nombres orientales. Y menos aún, con los chinos.

El idioma chino -en realidad, sus numerosas lenguas- es extremadamente complejo. La mayoría de sus palabras son monosilábicas, con la particularidad de que una misma sílaba puede articularse hasta con cinco entonaciones diferentes. Pues bien, imaginemos ahora una novela cuyos personajes poseyeran los siguientes nombres: Song, Tang, Ming, Peng, Feng, Fang, Kang, Dong, Kung, Fong y Kong. A la tercera página no habría lector que no hubiese abandonado el libro con un profundo dolor de cabeza.

Para sortear este problema, aunque mantuve los nombres de los principales personajes históricos, me vi obligado a alterar aquellos que, por su parecido con otros ya utilizados, podrían inducir a confusión. Por idéntica razón, para denominar a personajes secundarios, me ayudé de una costumbre típica de la época, consistente en sustituir los nombres de nacimiento por apodos que revelaban las cualidades de las personas a las que representaban.

Pero las dificultades continuaban. El pinyin es un utilísimo sistema de transcripción fonética que ha permitido plasmar los complicados ideogramas chinos en palabras alfabéticas para que puedan ser leídas, pronunciadas y escritas por cualquier occidental. Sin embargo, la diversidad tonal de la pronunciación china ha provocado que una misma palabra sea transcrita de diferentes formas, en función de la percepción del oyente de turno. Así, según la fuente que consultemos, podremos encontrar al protagonista Song Cí bajo la denominación de Tsong Cí, Tsung Cí, Sung Cí, Sun Tzu o Sung Tzu.

Y aún hay más. En China, el apellido siempre se pronuncia delante del nombre, si bien este último apenas se emplea y sólo se usa el apellido. Así, nuestro protagonista, al que a lo largo de la novela denomino Cí Song, y a menudo, solo Cí, en realidad habría sido llamado por sus contemporáneos Song Cí y, comúnmente, sólo Song.

¿Por qué alteré el orden? Principalmente, por tres motivos. El primero, por asemejar la denominación a nuestra costumbre occidental, en la que el apellido figura siempre a continuación del nombre. El segundo, para evitar los problemas de comprensión que surgirían cuando en un mismo párrafo se hiciese referencia a hijos y padres cuyos nombres resultarían indistinguibles (Song y Song). Y el tercero, y aún más sorprendente, debido a la extraña coincidencia de que en aquel periodo la familia del emperador también portara el apellido Song (Tsong).

Una vez resuelto este problema, pasé a enfrentarme a un dilema mayor. Quizá uno de los escollos más importantes que afronta cualquier escritor cuando resuelve escribir una novela con un trasfondo histórico es establecer cuánto de verdad y cuánto de ficción contendría un manuscrito que, por sus características, debía respetar escrupulosamente los datos disponibles.

A menudo he asistido a mesas redondas donde el tema de discusión consistía en discernir el concepto de novela histórica, debates en los que generalmente acababa dirimiéndose, con mayor o menor vehemencia, el grado, la calidad y la cantidad de historia que debía contener una novela -que, por definición, es un relato de ficción-, para considerarse realmente histórica. En numerosas ocasiones, los contertulios finalmente se avinieron a defender la clasificación que en su día hiciera el semiólogo Umberto Eco, quien en repetidos artículos estableció tres modalidades distintas: la novela romántica o de ambientación fantástica, en la que tanto los personajes, los hechos narrados y el trasfondo histórico resultaban absolutamente ficticios, pero cubiertos de una apariencia de veracidad (un ejemplo de esta división serían las novelas del ciclo artúrico de Bernard Cornwell). En segundo lugar, lo que Eco plantea como «obras de capa y espada», novelas en las que personajes históricos reales se ven embarcados, merced a la imaginación del autor, en situaciones ficticias que nunca sucedieron (en este apartado encontraríamos a autores como Walter Scott, Alejandro Dumas o León Tolstoi). Y, por último, las que el autor italiano bautiza como «novelas históricas propiamente dichas», que define como aquellas que emplean personajes ficticios que se desenvuelven en una situación históricamente real (y donde, obviamente, encaja su icónica El nombre de la rosa) .

En voces de muchos, faltarían aquí las biografías noveladas, las falsas memorias y los ensayos más o menos rigurosos.

En cualquier caso, mi opinión es que una novela histórica debe ser, antes que nada, una novela. Debemos partir de la base de que la novela es ficción, y sólo así se comprende la magia y su poder de cautivar. Una vez superado este difícil trámite, la clave debería residir en la rigurosidad y en la honestidad con las que el autor trata los acontecimientos históricos relatados. Porque tan histórico es novelar sobre Julio César en la guerra de las Galias como hacerlo sobre un anónimo esclavo que se dejó la vida levantando una iglesia. Todo depende de la rigurosidad. En el caso de César, el personaje es histórico, pero eso no garantiza que en nuestro relato lo sean sus actos, sus sentimientos o sus pensamientos. En el segundo, el esclavo seguramente no existió, pero pudo existir alguien como él. Y si nuestro personaje de ficción se comporta como ese esclavo que pudo ser, entonces el episodio resultará tan vívido y real como si realmente viajáramos al pasado y pudiéramos contemplarlo.

Obviamente, la obligación del autor es escribir una novela en la que César piense, sienta y actúe más allá de lo que la historiografía nos asegura que pensó, sintió y actuó, pues, en caso contrario, en lugar de una novela estaríamos hablando de un ensayo, de una biografía o de un documental. Pero también es responsabilidad del autor que esa ficción sea verosímil y consecuente con lo que sabemos que sucedió en realidad. Igualmente nos equivocaríamos si desdeñásemos la novela histórica que emplea personajes ficticios que se desenvuelven en un mundo real, porque ese mundo y cuantas acciones rodean al personaje también forman parte con mayúsculas de nuestra historia.

En este sentido, es obligado señalar que, aunque los grandes acontecimientos son siempre los recordados, son los pequeños y cotidianos los que nos acompañan día a día en nuestras vidas, los que nos hacen felices o desgraciados, los que nos hacen creer y soñar, los que nos impelen a amar, a tomar decisiones y, en ocasiones, a luchar y morir por aquello en lo que creemos. El gran historiador Jacques Le Goff fue el primero en reivindicar la historia de los hechos cotidianos: de las ferias medievales, la de las pobres gentes que malvivían en las aldeas, la de las enfermedades, los castigos y las penas; de la realidad de las vidas de los olvidados, en contraposición con el fulgor y la resonancia de las batallas contadas siempre por los vencedores.

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