Antonio Garrido - El lector de cadáveres

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En la antigua China, sólo los jueces más sagaces alcanzaban el codiciado título de «lectores de cadáveres», una élite de forenses que, aun a riesgo de su propia vida, tenían el mandato de que ningún crimen, por irresoluble que pareciera, quedara impune.
Cí Song fue el primero de ellos.
Inspirada en un personaje real, El lector de cadáveres narra la extraordinaria historia de un joven de origen humilde cuya pasión y determinación le condujeron desde su cargo como enterrador en los Campos de la Muerte de Lin’an a aventajado discípulo en la prestigiosa Academia Ming. Allí, envidiado por sus pioneros métodos y perseguido por la justicia, despertará la curiosidad del mismísimo emperador, quien le convocará para rastrear los atroces crímenes que, uno tras otro, amenazan con aniquilar a la corte imperial.
Un thriller absorbente en el que la ambición y el odio van de la mano con el amor y la muerte en la exótica y majestuosa Corte Imperial de la China del siglo XII.

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– Aquí lo tenéis. Sólo resta encender la mecha y apuntar…

El emperador contempló el arma como si se enfrentara a un milagro. Sus ojos diminutos brillaban perplejos.

– ¡Majestad! -le interrumpió Feng-. ¿Hasta cuándo habré de soportar esta infamia? Todo cuanto arroja la boca de este farsante es pura mentira…

– ¿Mentira? -se revolvió Cí-. Explicad entonces cómo es posible que los restos del molde que me robasteis, la pólvora militar y la bala que acabó con la vida del alquimista descansaran ocultos en el cajón de vuestro despacho -gritó Cí mientras se volvía hacia el emperador-. Porque es allí donde los encontré y donde vuestros hombres, si los enviáis, hallarán más proyectiles.

Feng permaneció en silencio ante la mirada victoriosa de Cí. Apretó los dientes y se acercó lentamente hacia el trono del emperador.

– Si las has sacado de mi despacho, también las has podido dejar tú allí.

Cí enmudeció. Había dado por sentado que Feng se desmoronaría, pero parecía más firme que nunca. Sintió cómo las piernas le flaqueaban. Tragó saliva mientras intentaba encontrar una salida.

– Muy bien. Entonces respondedme a esto -dijo finalmente Cí-: El consejero Kan fue asesinado en la quinta luna del mes, una noche en la que, según habéis declarado, os encontrabais fuera de la ciudad. Sin embargo, Bo ha constatado que un centinela os reconoció cuando accedíais a palacio, al atardecer del día anterior. -Señaló a Bo, quien lo corroboró-. Así pues, tuvisteis el motivo, tuvisteis los medios… y por lo que ahora también sabemos, pese a vuestras mentiras, también tuvisteis la oportunidad.

– ¿Es eso cierto? -le preguntó Ningzong.

– ¡No! ¡No lo es! -bramó Feng como un volcán a punto de entrar en erupción.

– ¿Podéis acreditarlo? -le apremió el emperador.

– Por supuesto -resopló, y lanzó a Cí una mirada cargada de tensión-. Esa noche la pasé en mi casa junto a mi esposa. Estuve toda la noche disfrutando de su compañía. ¿Es eso lo que queríais oír?

Al escucharlo, Cí retrocedió boquiabierto, dominado por el estupor. Feng mentía. Sabía que mentía porque precisamente aquella noche fue la que él yació con Iris Azul.

Aún no se había recuperado cuando Feng le acorraló.

– ¿Y tú? ¿Dónde te encontrabas tú la noche en que asesinaron a Kan? -le increpó.

Cí enrojeció. Buscó en la mirada de Iris Azul algún indicio de complicidad, un cabo al que aferrarse para escapar del remolino que le amenazaba. Lo hizo sin recordar que era ciega, pretendiendo que de algún modo ella pudiera leer en sus ojos que la necesitaba. Pero Iris Azul permaneció impasible, callada, con el rostro resignado en su papel de esposa sumisa. Cí comprendió que jamás delataría a Feng y que no podía condenarla por ello. Si ella lo traicionase, si revelase su infidelidad, no sólo condenaría a su marido, sino que se condenaría a sí misma. Y él no tenía derecho a destrozarla.

– Estamos esperando -le urgió Ningzong-. ¿Hay algo que quieras añadir antes de que emita mi veredicto?

Cí guardó silencio. Volvió a mirar a Iris Azul.

– No -bajó la cabeza.

Ningzong sacudió la cabeza con desgana.

– En tal caso, yo, el emperador Ningzong, Hijo del Cielo y soberano del Reino del Centro, declaro probada la culpabilidad del acusado Cí Song y le condeno a…

– ¡Estuvo conmigo! -resonó con firmeza una voz al fondo de la sala.

Un clamor se extendió entre todos los presentes al tiempo que las miradas se dirigían hacia el lugar de donde había surgido la voz. De pie, segura, permanecía Iris Azul.

– No dormí con mi marido -declaró con gesto firme-. La noche en que mataron a Kan yací en la cama con Cí.

Feng tartamudeó incrédulo mientras cientos de rostros se giraban para contemplarle y su tez adquiría la lividez de la muerte. El juez retrocedió unos pasos balbuceando un gorgoteo ininteligible, con sus ojos fijos en los ausentes de Iris Azul.

– ¡Tú no puedes…! ¡Tú…! -se trastabilló. Estaba fuera de sí. Hizo ademán de escapar, pero el emperador ordenó que lo detuvieran-. ¡Soltadme! ¡Maldita perra! -aulló-. Después de lo que he hecho por ti…

Se escabulló de sus captores de un tirón y se abalanzó sobre el arma que sostenía el emperador.

– ¡Atrás! -amenazó. Antes de que pudieran detenerle, aferró una vela y prendió la mecha-. ¡He dicho que atrás! -bramó de nuevo y encañonó al emperador. Los soldados retrocedieron-. Tú, bastarda… -Alzó el brazo y la apuntó-. Te lo di todo… Lo hice todo por ti… -La mecha avanzaba inexorablemente-. ¿Cómo has podido…?

Cuantos rodeaban a Iris Azul se agazaparon. Feng sostuvo el ingenio con las dos manos. El cañón temblaba al igual que sus párpados. Su respiración se entrecortaba. La mecha estaba a punto de alcanzar el bronce. Feng gritó. De repente, giró el arma y se apuntó a la sien. Luego, un estampido seco tronó en la estancia y el cuerpo del juez se derrumbó como un saco desmadejado en medio de un charco de sangre. De inmediato, varios guardias se abalanzaron sobre él para encontrarlo ya cadáver. Ningzong se levantó asombrado con el rostro salpicado por la sangre de Feng. Luego se limpió torpemente, ordenó que liberaran a Cí y dio por concluido el proceso.

Epílogo

Cí se despertó con los huesos entumecidos. Tan sólo había transcurrido una semana desde que acabara el juicio y, aunque notaba la falta de ejercicio, sentía que sus heridas cicatrizaban a buen ritmo. Se frotó los ojos y recorrió con agrado las humildes paredes de su antiguo dormitorio. Afuera se escuchaba el ajetreo de los alumnos, apresurándose por entrar a las aulas. De nuevo estaba en casa, rodeado de libros.

El médico que aguardaba a los pies del camastro le saludó con un brebaje en la mano. Como cada mañana, Cí se lo agradeció y lo bebió de un trago.

– ¿Cómo sigue el maestro? -preguntó.

El anciano de ojos vivarachos recogió el recipiente con una sonrisa.

– No deja de parlotear y sus piernas mejoran como las de una lagartija. -Echó un vistazo a las cicatrices de Cí-. Me ha dicho que quiere verte… y creo que ya va siendo hora de que comiences a caminar. -Le dio una palmada en el hombro tras comprobar su mejoría.

Cí se alegró. Desde su llegada a la academia había permanecido postrado en la cama, informado del estado de Ming tan sólo por las noticias que le trasladaban los médicos y sirvientes que le cuidaban. Se incorporó con dificultad y contempló los reflejos que el amanecer derramaba sobre el papel de la ventana. Sus tonos anaranjados brillaban con fuerza y en su fulgor creyó ver a sus ancestros animándole a que luciese orgulloso el apellido de su estirpe. Por fin se sentía en paz con ellos. Les honró con una varilla de incienso y aspiró su aroma mientras se decía que, allá donde estuvieran, descansarían satisfechos.

Se cubrió y salió de la habitación ayudándose del bastón rojo de Iris Azul. Ella se lo había hecho llegar con el deseo de que se recuperara y desde entonces había soñado con empuñarlo. De camino a las dependencias de Ming, se cruzó con varios profesores que le saludaron como si fuera uno de los suyos. Cí les devolvió la reverencia, sorprendido. Hacía calor. Un calor que le reconfortó.

Encontró a Ming tendido en su lecho, cubierto de magulladuras. La habitación estaba en penumbra, pero el rostro del maestro se iluminó al reconocerle.

– ¡Cí! -se alegró-. ¡Ya puedes andar…!

Cí se aposentó a su lado. Ming parecía cansado, pero sus ojos rebosaban de vida. El médico le había recomendado que lo animara, así que charlaron un rato sobre sus heridas, sobre el juicio y sobre Feng.

Ming pidió a un criado que les sirviera una taza de té y retomó la conversación. Había cosas que aún no comprendía bien y ansiaba preguntárselas a Cí.

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