– ¡Contén tu lengua! -le advirtió el oficial judicial-. ¡Cuanto digas contra un servidor imperial lo dices contra su emperador!
– Lo sé. -Volvió a toser-. Y conozco las consecuencias -le desafió.
– ¡Pero Majestad! ¿Es que vais a escucharle? -bramó Feng-. Mentirá y calumniará para salvar el pellejo…
El emperador frunció los labios.
– Feng está en lo cierto. O demuestras tus acusaciones u ordenaré de inmediato tu ejecución.
– Aseguro a Su Majestad que no hay otra cosa en el mundo que desee con más fervor. -El rostro de Cí rezumaba determinación-. Por eso os demostraré que fui yo, y no Astucia Gris, quien descubrió que la muerte de Kan obedeció a un asesinato, que fui yo quien se lo reveló a Feng, y que éste, en lugar de trasladarlo a Su Majestad, rompió su promesa y se lo confesó a Astucia Gris.
– Estoy esperando -le apremió Ningzong.
– Entonces, consentid que formule una pregunta a Su Majestad. -Esperó su permiso-. Supongo que Astucia Gris os habrá revelado los singulares detalles que le llevaron a su portentosa conclusión…
– En efecto. Me los reveló -afirmó el emperador.
– Detalles tan curiosos, tan agudos y tan escondidos que ningún otro juez había observado con antelación…
– Así es.
– Sucesos que aquí no se han revelado…
– ¡Estás colmando mi paciencia!
– Entonces, Majestad, aclaradme, ¿cómo es posible que también los conozca yo? ¿Cómo es posible que yo sepa que Kan fue obligado a redactar una falsa confesión, que fue narcotizado, desnudado y, aún con vida, colgado por dos personas que movieron un pesado arcón?
– ¿Pero qué clase de necedad es ésta? -intervino Feng-. Lo sabe porque fue él mismo quien lo preparó.
– ¡Yo os demostraré que no! -Cí clavó la mirada en Feng, quien no pudo evitar una mueca de temor-. Honorable soberano… -se volvió hacia Ningzong-. ¿Os contó Astucia Gris el curioso detalle de la vibración de la cuerda? ¿Os explicó que Kan, drogado como estaba, no se agitó al ser colgado? ¿Os detalló que la marca dejada por la soga sobre el polvo de la viga era nítida, sin muestras de agitación?
– Sí. Así es. Pero no veo la relación…
– Permitidme una última pregunta. ¿Aún permanece la cuerda atada a la viga?
El emperador lo consultó con Astucia Gris, quien se lo confirmó.
– Entonces podréis comprobar que Astucia Gris miente. La huella que él os señaló no existe. La borré yo accidentalmente al comprobar el movimiento de la cuerda, de modo que jamás pudo ser descubierta por Astucia Gris. Sólo sabía de ella porque se lo contó Feng, el hombre a quien se lo confié yo.
Ningzong dirigió una mirada inquisidora a la acusación. Astucia Gris bajó la cabeza, pero Feng reaccionó.
– Buen intento, aunque previsible -sonrió Feng-. Incluso la más simple de las mentes puede comprender que, al descolgar el cadáver, las sacudidas provocarían el borrado al que aludes. ¡Por las barbas de Confucio, Majestad! ¿Hasta cuándo habremos de soportar las majaderías de este farsante?
El emperador se atusó sus escuálidos bigotes mientras volvía a ojear la declaración de culpabilidad. El proceso se estaba enquistando. Ordenó al copista que se preparara y se levantó para dictar sentencia, pero Cí se le adelantó.
– ¡Os suplico una última oportunidad! Si no os satisface, os aseguro que yo mismo me atravesaré el corazón.
Ningzong dudó. Hacía rato que en su rostro anidaba la incertidumbre. Frunció el entrecejo antes de buscar con la mirada el consejo de Bo. Éste afirmó.
– La última -autorizó finalmente antes de volver a sentarse.
Cí se enjugó un rastro de sangre con la manga. Era su última oportunidad. Hizo un gesto a Bo, quien al instante le acercó la bolsa que había custodiado desde las mazmorras.
– Majestad. -Cí alzó la bolsa ante el emperador-. En el interior de esta talega se encuentra la prueba que no sólo confirma mi inocencia, sino que además desvela la cara oculta de una terrible maquinación. Una trama propiciada por una ambición insana y despiadada, la de un hombre dispuesto a matar gracias a un descubrimiento atroz: el arma más mortífera jamás concebida por el hombre. Un cañón tan manejable que puede ser empuñado sin apoyo. Tan liviano que se puede ocultar y transportar bajo las ropas. Y tan letal que puede matar una y otra vez a distancia sin posibilidad de errar.
– ¿Qué estupidez es ésta? ¿Hablaremos ahora de hechicería? -bramó Feng.
Por toda respuesta, Cí metió el brazo en la talega y sacó un cetro de bronce. Al verlo, Ningzong se extrañó y Feng palideció.
– Entre las ruinas del taller del broncista encontré los restos de un singular molde de terracota, el cual, una vez reparado, fue robado de mi habitación. Afortunadamente, había tenido la precaución de sacar antes una copia en yeso, que oculté en la Academia Ming -explicó Cí-. En cuanto Feng supo de su existencia, me sugirió que le confiara su custodia, petición a la que ingenuamente accedí. Por suerte, descubrí su engaño justo antes de entregarle la autorización y cambié la nota por otra en la que especifiqué al depositario que le proporcionara la copia de yeso… pero no la réplica que le había ordenado fabricar. -Dirigió su mirada hacia el juez, para a continuación volverse hacia Ningzong-. Feng destruyó la figura que le inculpaba, sin saber que cuando entregué en la academia el modelo de yeso, no sólo encomendé su custodia, sino que también aproveché, previa entrega de la suma necesaria, para ordenar al sirviente de Ming que a partir de aquel modelo de yeso encargara la fabricación en bronce de una réplica igual al arma original. -Enarboló el instrumento con determinación-. La misma arma que ahora podéis contemplar.
El emperador observó absorto el cañón de mano.
– ¿Y qué relación guarda este extraño artilugio con los asesinatos? -preguntó Ningzong.
– En este artilugio, como Su Majestad lo denomina, reside la causa de todas las muertes. -Solicitó permiso al oficial de justicia para entregárselo al emperador, quien, tras cogerlo, lo examinó desconfiado-. Con el único fin de enriquecerse, Feng diseñó y construyó este perverso instrumento, un arma temible cuyos secretos estaba dispuesto a vender a los Jin. Para financiar su fabricación, malversó fondos procedentes de las partidas de sal -continuó Cí-. El eunuco Suave Delfín era un trabajador honesto, dedicado a auditar las partidas de sal. Cuando descubrió los desvíos practicados por Feng, éste intentó corromperle y, al no lograrlo, lo eliminó.
– ¡Eso es una calumnia! -gritó Feng.
– ¡Silencio! -le acalló el oficial de justicia-. Continúa -ordenó a Cí.
– Suave Delfín no sólo descubrió los mismos desfalcos que ya había observado mi padre, sino que además comprobó que las cantidades desviadas se destinaban a adquirir partidas de sal nívea, un tipo de producto costoso y de difícil elaboración destinado principalmente a la fabricación de pólvora militar. Además, averiguó la existencia de cuantiosos pagos efectuados a tres personas que finalmente fueron asesinadas: un oscuro alquimista, un fabricante de bronces y el artificiero de un taller. Al hacerlo, paralizó las cuentas, cortando el suministro de Feng. -Mostró el informe que acababa de entregarle Bo.
»Sin embargo, Suave Delfín no fue su primera víctima. Ese terrible honor le correspondió al alquimista que acabo de mencionar, un monje taoísta llamado Yu, cuyos dedos carcomidos por la sal, sus uñas impregnadas en carbón y un diminuto yin-yang tatuado en su pulgar establecieron el vínculo que lo relacionaba con el manejo de los componentes de la pólvora. Cuando Feng no pudo afrontar los pagos comprometidos, el anciano alquimista se rebeló. Discutieron, el monje amenazó a Feng y éste le disparó con el arma en la que había trabajado. -Se volvió hacia Feng, retándole con la mirada.
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