– Deberías cuidarte más -escuchó decir a Feng-. Ten. Límpiate. -El juez le ofreció un paño de algodón que Cí rechazó.
Poco a poco, la figura fue perdiendo su vaguedad hasta grabarse con nitidez en su retina. Feng permanecía acuclillado junto a él, como quien observa un insecto reventado después de haberlo pisoteado. Intentó moverse, pero las cadenas le retuvieron contra la pared.
– Siento la brutalidad de estos centinelas. A veces no distinguen a las personas de las bestias. Pero es su trabajo y nadie puede reprochárselo. ¿Quieres un poco de agua?
Aunque le supo a veneno, Cí la aceptó porque le quemaban las entrañas.
– ¿Sabes? He de reconocer que siempre admiré tu agudeza, pero hoy has superado todas mis expectativas -continuó Feng-. Y es una lástima, porque, a menos que recapacites, esa misma astucia va a conducirte al cadalso.
Cí logró abrir los párpados. A su lado, Feng sonreía con el cinismo de una hiena.
– ¿La misma agudeza que empleasteis para culpar a mi hermano, maldito bastardo?
– ¡Oh! ¿También eso has averiguado? En fin. De experto a experto, acordarás conmigo que fue una jugada realmente brillante. -Enarcó una ceja como si hablara de una partida de dados-. Una vez eliminado Shang, debía incriminar a alguien, y tu hermano era el sujeto idóneo: los tres mil qián que uno de mis hombres perdió con él en una fingida apuesta… El cambio de la sarta de cuero por la que pertenecía a Shang una vez capturado Lu… El narcótico que le suministramos para impedir que se defendiera durante el juicio… Y el detalle más importante: la hoz que le sustrajimos y que luego bañamos con sangre para que unas inocentes moscas acabaran de inculparlo…
Cí no comprendió. Los golpes aún le percutían en el cráneo.
– En cualquier caso, parece que lo de curiosear libros ajenos es un problema hereditario -continuó Feng-. Tu padre no tuvo suficiente con mirar mis cuentas, sino que además se empeñó en compartir sus averiguaciones con el pobre Shang. De ahí que hubiera que eliminarlo… Fue sólo un aviso que tu padre no comprendió. La noche de la explosión acudí para convencerle, pero tu padre enloqueció. Amenazó con denunciarme y al final hice lo que debí haber hecho desde un primer momento. Necesitaba la copia del documento que me incriminaba, pero se negó a entregármela, así que no me dejó opción. Lo de la voladura con pólvora para encubrir sus heridas se me ocurrió después, al escuchar el ruido de los truenos.
Cí enmudeció. Por eso su hermano había cogido otra hoz al no encontrar la suya. Y en aquel momento no sospechó de su comportamiento porque parecía lógico que el asesino se hubiese deshecho del arma homicida.
– ¡Vamos, Cí! -rugió-. ¿Acaso pensabas que fue un rayo perdido el que acabó con tus padres? ¡Por el Gran Buda! ¡Despierta del país de las fábulas!
Cí le miró incrédulo, como queriendo imaginar que cuanto escuchaba sólo era una absurda pesadilla que se desvanecería al despertar. Sin embargo, Feng permanecía frente a él, extasiado, sin dejar de vociferar.
– ¡Tu familia…! -escupió-. ¿Qué hicieron ellos por ti? Tu hermano era un cerril que te molía a palos y tu padre, un pusilánime incapaz de salvar a sus hijas y educar a sus hijos. ¿Y aún lamentas haberlos perdido? Deberías darme las gracias por apartar a esa escoria de tu lado. -Se incorporó y comenzó a pasear-. ¿Olvidas que fui yo quien te arrancó de los canales, quien te educó, quien te convirtió en lo que eres…? ¡Maldito desagradecido…! -se lamentó-. Tú eras lo único bueno de esa familia. Y ahora que habías regresado, pensaba que seríamos felices. Tú, yo y mi mujer, Iris Azul. -Al pronunciar el nombre de su esposa, su rostro se dulcificó como por ensalmo-. A los dos os hice mi familia… ¿Qué más puede nadie pretender? Te acogí. Eras casi un hijo para mí…
Cí contempló atónito su demencia. Nada de lo que pudiera decirle le devolvería la cordura.
– Pero aún podemos volver a ser como antes -prosiguió Feng con su monólogo-. ¡Olvida lo pasado! Aquí te aguarda un porvenir. ¿Qué deseas? ¿Riqueza…? Con nosotros la tendrás. ¿Estudios…? ¿Es eso? ¡Claro que lo es! Es lo que siempre ambicionaste. ¡Y los conseguirás! Lograré que apruebes y que te adjudiquen el mejor puesto en la administración. ¡El que quieras! ¿No te das cuenta? ¿No te das cuenta de todo cuanto puedo hacer por ti? ¿Por qué crees que te cuento todo esto? Aún podemos volver a ser como antes. Una familia. Tú, yo e Iris Azul.
Cí miró a Feng con desprecio. En efecto, hasta hacía poco su mayor anhelo había sido acceder a una plaza de juez. Pero, ahora, su único objetivo era devolver la honra a su padre y desenmascarar a su asesino impostor.
– ¡Apartaos! -bramó Cí.
– ¿Pero qué dices? -se sorprendió Feng-. ¿Acaso crees que puedes despreciarme? ¿O es que piensas que podrás delatarme? ¿Es eso? ¿Es eso? -Rio-. ¡Pobre iluso! ¿De veras me crees tan necio como para abrirte mi corazón y permitir después que me arruines?
– No necesito vuestra confesión -balbució.
– ¡Ah! ¿No? ¿Y qué piensas contar? ¿Que asesiné a Kan? ¿Que desfalqué? ¿Que maté a tus padres? Por todos los dioses, hijo. Has de ser muy torpe para pensar que alguien te creería. ¿Te has parado a mirarte? No eres más que un condenado a muerte, un desesperado que haría cualquier cosa por evitarla. Los carceleros testificarán tu intento de matarme.
– Tengo… pruebas… -apenas podía hablar.
– ¿Seguro? -Se dirigió hacia el extremo de la celda y sacó de una talega una figura de yeso-. No te referirás a esto… -Le enseñó el modelo del cañón de mano que había recogido de la Academia Ming-. ¿Es esto lo que iba a salvarte? -Lo alzó sobre su cabeza y lo arrojó contra el suelo, rompiéndolo en mil pedazos.
Cí cerró los ojos al sentir el impacto de las esquirlas. Tardó en abrirlos. No quería ver a Feng. Sólo deseaba matarlo.
– ¿Qué harás ahora? ¿Implorar misericordia como hicieron tus padres para que les mantuviera con vida?
Cí tensó las cadenas hasta casi estrangularse mientras Feng disfrutaba de su desesperación.
– Resultas patético -rio Feng-. ¿De veras me consideras tan necio como para permitir que me destruyas? Puedo torturarte hasta la muerte y nadie vendrá en tu ayuda.
– ¿Y a qué esperáis? ¡Hacedlo! ¡Vamos! Lo estoy deseando -logró articular.
– ¿Para que luego me juzguen? -Volvió a reír-. Olvidaba lo listo que eres… -Sacudió la cabeza-. ¡Centinela! -aulló.
El guardia que entró lo hizo enarbolando una barra de bambú en una mano y unas tenazas en la otra.
– Te repito que no soy estúpido. ¿Sabes? En ocasiones, los reos pierden la lengua y luego no pueden defenderse -añadió Feng mientras abandonaba la mazmorra.
* * *
El primer bastonazo hizo que Cí se doblara lo suficiente como para que el segundo crujiera a sus espaldas. El verdugo sonrió y se arremangó mientras Cí intentaba protegerse, a sabiendas de que el esbirro haría lo necesario para ganarse el jornal. Lo había presenciado en otras ocasiones. En primer lugar, le apalearía hasta cansarse. Luego le obligaría a firmar el documento de confesión y, tras conseguirlo, le arrancaría las uñas, le rompería los dedos y le cortaría la lengua para garantizarse así su silencio. Pensó en su familia y en la horrible muerte que le esperaba. Imaginar que no lograría vengarles le desesperó.
Los siguientes golpes aumentaron su impotencia en la misma medida en que el trapo que le había introducido en la boca le impedía la respiración. La vista se le comenzó a nublar lentamente, provocando que la imagen de sus padres se tornara más palpable. Cuando los espectros que flotaban ante él le susurraron que luchara, pensó que agonizaba y el sabor ferroso de su propia sangre se lo confirmó. Sintió cómo las fuerzas le abandonaban. Pensó en dejarse morir y acabar con un tormento inútil, pero el espíritu de su padre le impulsó a resistir. Un nuevo golpe le hizo encogerse entre el caparazón de cadenas que le aplastaban. Sus músculos se tensaron. Debía detener la tortura antes de que el verdugo le propinase el golpe fatal. Aspiró por la nariz una mezcla licuada de aire y sangre que escupió con violencia cuando alcanzó sus pulmones. El trapo de su boca salió expelido, permitiéndole al fin hablar.
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