»La bala penetró por el pecho, rompió una costilla y salió por la espalda, quedando alojada en algún objeto de madera. Para evitar cualquier indicio que pudiera incriminarle, Feng no sólo recuperó la bala, sino que además camufló el cerco característico dejado por el proyectil en el fallecido excavando en la herida del pecho hasta hacerla parecer producto de algún macabro ritual.
»Un día más tarde le tocó el turno al artificiero, un joven al que logré identificar merced al extraño patrón de cicatrices provocado por un antiguo estallido y a quien Feng asesinó, por motivos similares, de una puñalada en el corazón. Bo me ha confirmado que estos operarios trabajan con un protector ocular hecho de cristal. De ahí que las cicatrices que plagaban su cara no aparecieran en los ojos. Tras matarlo, Feng excavó en la herida de su pecho hasta igualarla a la que había practicado en el alquimista el día anterior para simular el mismo tipo de crimen ritual.
»Respecto a Suave Delfín, Feng actuó de forma diferente. Al ser alguien cuya desaparición despertaría sospechas, procuró en primera instancia corromperle. Conocedor de la pasión que las antigüedades despertaban en el eunuco, intentó comprar su silencio con una antigua poesía caligrafiada de incalculable valor. Al principio, Suave Delfín aceptó, pero, más tarde, al conocer el alcance de sus verdaderas pretensiones, se negó a encubrirle. Entonces, Feng, pese al riesgo que conllevaba su asesinato, pero a sabiendas de que la denuncia del eunuco acarrearía una investigación inculpatoria, le acuchilló y mutiló, excavando la herida que asemejaría su caso al de los otros asesinados.
»Por último, acabó con la vida del fabricante de bronces, el hombre que había construido el cañón de mano. Lo hizo tras la recepción de los Jin, en vuestros propios jardines, como demuestra el tipo de tierra que apareció en las uñas del cadáver. Lo apuñaló y, con la ayuda de alguien, lo arrastró hasta su palanquín, lo decapitó y abandonó el cuerpo al otro lado de la muralla.
»Así pues, Feng planeó y ejecutó a cada una de sus víctimas, las decapitó y desfiguró para imposibilitar su identificación, practicándoles unas extrañas heridas en el pecho para simular la intervención de una secta criminal.
El emperador se acarició varias veces la barbilla.
– De modo que, según tú, este pequeño artilugio encierra un inmenso poder destructor…
– Imaginad a cada soldado con uno. El mayor poder que mente humana haya concebido jamás.
* * *
Cuando el emperador otorgó el turno de réplica a Feng, éste se adelantó sumido en un perceptible temblor. Su faz, lívida por la ira, resultaba más temible que la propia arma que le acusaba. Buscó el rostro de Cí y le señaló.
– ¡Majestad! ¡Exijo que el reo sea castigado de inmediato por unas acusaciones que directamente os salpican a vos! ¡Nunca se ha oído en este tribunal una falta de respeto semejante! Una provocación que ninguno de vuestros antecesores en el trono habría permitido jamás.
– ¡Dejad descansar a los muertos y cuidad vuestra impertinencia! -le atajó Ningzong.
La lividez de Feng se tornó en rubor.
– Alteza Imperial, el insolente que se hace llamar lector de cadáveres sólo es en realidad un maestro de la mentira. Pretende acusar a quien os ha servido con denuedo, disfrazando y enturbiando la verdad con el único fin de evitar su condena. ¿En qué basa sus acusaciones? ¿Dónde están las pruebas? Sus palabras son fuegos de artificio, tan volátiles como la imaginaria pólvora de la que habla. ¿En qué lugar se ha visto semejante falacia? ¿Cañones portátiles? Yo no veo más que una flauta de bronce. ¿Y qué disparan? ¿Granos de arroz o huesos de ciruela? -Se revolvió hacia Cí.
El emperador entornó los párpados.
– Calmaos, Feng. Sin que ello presuponga considerar vuestra culpabilidad, las palabras del acusado no parecen insensatas -indicó Ningzong-. Me pregunto por qué razón distinta de la verdad querría acusaros.
– ¿Os lo preguntáis? ¡Por despecho! -alzó la voz hasta que se le desgarró-. Aunque no era mi intención desvelarlo en público, tiempo atrás, el padre de Cí trabajó para mí. ¡Ralea de la misma calaña! Descubrí que falsificaba los datos de mis transacciones en su provecho y me vi obligado a despedirle. Por cariño a su hijo, a quien apreciaba como propio, oculté la falta de su progenitor, pero cuando el acusado la descubrió, enloqueció y me culpó a mí de su desgracia.
»Respecto a los crímenes, a mi juicio no ofrecen duda: Kan asesinó a esos desgraciados, Cí se vio incapaz de resolver el caso y, movido por la ambición, simuló el suicidio del consejero para conseguir los favores prometidos. Así de sencillo. El resto de cuanto ha manifestado tan sólo es fruto de su perturbada invención.
– ¿También es un invento mío el cañón de mano? -aulló Cí.
– ¡Callad! -ordenó Ningzong.
El emperador se levantó empuñando el arma con rabia, luego consultó algo al oído de sus consejeros e hizo un gesto a Bo, quien se apresuró a postrarse a sus pies. Tras hacer que se incorporara, Ningzong ordenó a Bo que le acompañara a un despacho contiguo. Al cabo de un rato, ambos regresaron. Cí advirtió la preocupación que asolaba el rostro de Bo cuando éste se le acercó.
– Me ha pedido que hable contigo -le susurró al oído.
Cí se extrañó al sentir que el oficial lo agarraba del brazo y, con la aquiescencia de Ningzong, le conducía hacia el mismo despacho donde instantes antes habían deliberado ellos. Nada más cerrar la puerta, Bo escondió la mirada y se mordió los labios.
– ¿Qué sucede?
– El emperador te cree -dijo el oficial.
– ¿Sí? -Cí gritó de júbilo-. ¡Eso es magnífico! ¡Por fin ese bastardo recibirá lo que se merece y yo…! -Se interrumpió al comprobar el gesto circunspecto del oficial-. ¿Por qué esa cara? ¿Ocurre algo? Acabáis de decirme que el emperador me cree…
– Así es. -Bo fue incapaz de sostenerle la mirada.
– ¿Entonces…? ¿No cree que yo sea inocente?
– ¡Maldición! ¡Ya te he dicho que sí!
– ¿Pues queréis explicarme entonces qué demonios sucede? -Le agarró por la pechera mientras Bo se dejaba agitar sin fuerzas como un muñeco de trapo. Cí advirtió su propio desvarío y lo soltó-. Disculpad. Yo… -Le arregló la camisa con torpeza.
Bo consiguió alzar la vista.
– El emperador desea que te declares culpable -consiguió articular en un hilo de voz.
– ¿Cómo?
– Es lo que él desea. No hay nada que podamos hacer…
– ¿Pero…? ¿Pero por qué…? ¿Cómo que es lo que desea? ¿Por qué yo y no Feng…? -balbuceó mientras avanzaba y retrocedía, sin acabar de comprender.
– Si accedes y firmas tu culpabilidad, el emperador te garantiza un destierro a una provincia segura -dijo sin convicción-. Será generoso contigo. No serás marcado ni golpeado. Te proporcionará una suma suficiente para que te establezcas y escriturará una hacienda a tu nombre que podrás legar a tus herederos. También está dispuesto a asignarte una renta anual que te libere de cualquier necesidad material. Es una oferta muy generosa -concluyó.
– ¿Y Feng? -repitió Cí.
– Me ha asegurado que se encargará personalmente de él.
– ¿Pero qué significa todo esto? ¿Estáis vos de acuerdo con él? ¿Es eso? ¿Vos también estáis confabulado? -Cí retrocedió como un perturbado.
– ¡Por favor, Cí! ¡Cálmate! Yo sólo te transmito…
– ¿Que me calme? ¿Pero sabéis lo que me estáis pidiendo? He perdido cuanto tenía: mi familia, mis sueños, mi honor… ¿Y pretendéis ahora que pierda también mi dignidad? -Se acercó a él hasta rozar su rostro-. ¡No, Bo! No voy a renunciar a lo único que me queda. Me da igual lo que me suceda, pero no permitiré que el nombre del bastardo que mató a mi padre quede impune mientras el de mi familia se hunde en el oprobio.
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