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Antonio Garrido: El lector de cadáveres

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Antonio Garrido El lector de cadáveres

El lector de cadáveres: краткое содержание, описание и аннотация

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En la antigua China, sólo los jueces más sagaces alcanzaban el codiciado título de «lectores de cadáveres», una élite de forenses que, aun a riesgo de su propia vida, tenían el mandato de que ningún crimen, por irresoluble que pareciera, quedara impune. Cí Song fue el primero de ellos. Inspirada en un personaje real, El lector de cadáveres narra la extraordinaria historia de un joven de origen humilde cuya pasión y determinación le condujeron desde su cargo como enterrador en los Campos de la Muerte de Lin’an a aventajado discípulo en la prestigiosa Academia Ming. Allí, envidiado por sus pioneros métodos y perseguido por la justicia, despertará la curiosidad del mismísimo emperador, quien le convocará para rastrear los atroces crímenes que, uno tras otro, amenazan con aniquilar a la corte imperial. Un thriller absorbente en el que la ambición y el odio van de la mano con el amor y la muerte en la exótica y majestuosa Corte Imperial de la China del siglo XII.

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– ¡Por el honorable Confucio, Cí! ¿Es que no te das cuenta? Esto no es ninguna petición. El emperador no puede consentir un escándalo semejante. Si lo hiciera, su fortaleza quedaría en entredicho. Entre sus detractores ya hay quien lo juzga débil de carácter. Si deja entrever que en la Corte reinan el desorden y la traición, que no es capaz de gobernar ni a sus propios oficiales, ¿qué esgrimirá ante sus contrarios? Ningzong precisa demostrar que está preparado para regir la nación con la firmeza que requiere la amenaza de los Jin. No puede admitir que sus consejeros sean asesinados por sus propios jueces.

– ¡Pues que demuestre firmeza haciendo justicia! -bramó.

– ¡Maldición! Cí, si te niegas, el emperador te juzgará sin piedad, te declarará igualmente culpable y entonces te enfrentarás a su ira. Te ejecutará o te enviará a una mina de sal y acabarás tus días enterrado en vida. Piensa en tu padre. Él querría lo mejor para ti. Si accedes, tendrás una hacienda, una renta, una vida tranquila y segura lejos de aquí. Con el tiempo, te rehabilitará y te permitirá acceder a la judicatura. ¿Qué más puedes pedir? ¿Y qué otra alternativa tienes? Si sales y te opones a ellos, te machacarán. Firmaste tu confesión, aunque sólo fuera un garabato. ¿Has escuchado bien tus alegatos? Tus pruebas son sólo circunstanciales. No tienes nada contra Feng. Sólo sospechas…

Cí buscó en los ojos de Bo el reflejo de sus propios sentimientos, pero no lo encontró.

– Recapacita -le suplicó Bo-. No sólo es lo mejor. Es lo único que puedes hacer.

Cí sintió la mano de Bo sobre su hombro. Su peso era el peso de la sinceridad. Pensó en sus sueños, en sus estudios, en el anhelo de convertirse en el mejor juez forense. Recordó que ése también había sido el sueño de su padre… Bajó la cabeza, resignado. Bo le animó.

* * *

Nada más salir del despacho, Cí se encaminó lentamente hacia el trono.

Lo hizo cabizbajo, arrastrando los pies como si tirara del cepo de un condenado. Una vez al lado del emperador, se dejó caer de rodillas y golpeó la frente con el suelo. A sus espaldas, Bo asintió con la cabeza, confirmándole el acuerdo al emperador. Nada más contemplarlo, Ningzong esbozó una mueca de satisfacción que acompañó con una indicación a su escribano para que preparase el acta definitiva. En cuanto Cí la firmara, el juicio habría concluido.

Una vez ultimada, un acólito procedió a su lectura. En ella se daba por acreditada la autoría de Cí, desestimándose todas las acusaciones vertidas sobre Feng. El funcionario leyó el documento despacio, bajo la atenta mirada del emperador. Cuando terminó, se lo entregó a Cí para que lo firmara. Cí recogió el acta de confesión con las manos temblorosas. La tinta aún se veía fresca sobre el papel, como si todavía ofreciera un resquicio de mutabilidad. Cogió el pincel entre sus dedos trémulos, pero no fue capaz de sujetarlo y cayó al suelo dejando un rastro negro sobre la impecable alfombra roja. Cí se disculpó por su torpeza, recogió el pincel y meditó un instante sobre un acta de confesión que no dejaba lugar a dudas: en efecto, el documento le señalaba como único responsable, sin hacer mención alguna a la implicación de Feng.

Recordó los argumentos de Bo mientras se preguntaba si realmente aquello habría sido lo que su padre habría querido para él. Apenas podía reflexionar. Empuñó el pincel y lo mojó en la piedra de tinta. Luego, lentamente, comenzó a caligrafiar los trazos de su nombre. El pincel se deslizó titubeante, como si lo empujara la mano de un anciano sin vida. Sin embargo, cuando llegó el turno para el apellido de su padre, algo en su interior lo detuvo. Fue sólo un instante. El tiempo necesario para alzar la vista y contemplar la sonrisa triunfal de Feng. Acudieron a su mente los cadáveres de sus padres sepultados bajo los escombros, sus cuerpos deshechos, el martirio de su hermano y la agonía de Tercera. No podía traicionarlos. No podía dejarlos así. Miró a Feng el tiempo suficiente para lograr que su cara dibujara un mohín de inquietud. Luego aferró el documento y lo rompió en mil pedazos mientras arrojaba toda la tinta sobre la alfombra.

* * *

La ira de Ningzong no se hizo esperar. De inmediato, estableció que maniataran al recluso y le asestaran diez bastonazos por su impertinencia, anunciando que a su conclusión dictaría el veredicto. Sin embargo, esto no impidió a Cí demandar su último alegato. Sabía que le asistía tal prerrogativa y también que el emperador, ante toda la Corte, no osaría quebrantar un procedimiento ritual establecido durante siglos. Al escucharlo, Ningzong se mordió la lengua, pero, aun así, aceptó.

– ¡Hasta que se agote la clepsidra! -masculló y ordenó que pusieran en marcha el mecanismo hidráulico que regularía el tiempo de la intervención.

Cí aspiró aire con fuerza. Feng aguardaba desafiante, pero el rictus de temor permanecía atenazado a su rostro. El agua comenzó a correr.

– Majestad, hace más de un siglo, vuestro venerable bisabuelo se dejó conducir por consejos tendenciosos que acabaron con la condena del general Yue Fei, un hombre inocente cuyo valor y lealtad a nuestra nación son hoy ejemplo y patrón en todas nuestras aulas. Ahora, tan abominable veredicto se recuerda como uno de los hechos más ignominiosos de nuestra gozosa historia. Yue Fei fue ejecutado, y aunque con posterioridad vuestro padre lo rehabilitó, el daño que causó a su familia jamás fue suficientemente reparado. -Hizo una pausa y buscó el rostro de Iris Azul-. No pretendo compararme con una figura como la de nuestro amado general… Pero sí me atrevo a pediros justicia. Yo también tengo un padre que ha sido deshonrado. Me exigís que asuma la autoría de unos crímenes de los que no sólo no soy responsable, sino que he volcado cuanto sé para intentar esclarecerlos. Y puedo demostrar que cuanto afirmo es cierto.

– Es lo que llevas anunciando desde el comienzo del juicio. -Ningzong señaló impaciente la clepsidra que marcaba el tiempo.

– Permitid entonces que os enseñe el terrible poder de esa arma. -Alzó sus manos pidiendo que lo liberaran-. Pensad en lo que ocurriría si un invento tan letal cayera en manos enemigas. Pensad en ello y pensad en nuestra nación.

Cí aguardó a que su invocación obrase efecto en la conciencia de Ningzong.

El emperador masculló algo mientras sopesaba el cañón de mano. Miró a sus consejeros. Luego volvió el rostro hacia Cí.

– ¡Soltadle! -rezongó.

El mismo guardia que había liberado a Cí se interpuso ante él al advertir su propósito de acercarse al emperador, pero Ningzong lo autorizó con un gesto. Cí avanzó tambaleándose, cubierto de sangre reseca y con el estómago encogido por el miedo. A la altura del trono, se arrodilló. Luego se incorporó como pudo y tendió su mano. El emperador depositó en ella el pequeño cañón.

Frente al soberano, Cí sacó de su camisola la piedrecita esférica y la bolsa con el polvo negro que había sustraído del escritorio de Feng.

– El proyectil que tengo en mis manos es el mismo que acabó con la vida del alquimista. Podéis comprobar que no es completamente esférico, ya que en un punto de su superficie se aprecia que ha saltado una esquirla. Una fractura que se produjo cuando el proyectil impactó contra una vértebra del alquimista y que coincide con la esquirla que descubrí al introducir una pica para comprobar la trayectoria de la herida.

Sin mediar palabra, y emulando lo leído en los tratados sobre cañones convencionales, vertió el contenido de la bolsa por la boca de fuego, con la ayuda del mango de un pincel prensó la pólvora e introdujo la bala. Acto seguido, se arrancó un retal de la camisa y lo retorció hasta formar una especie de mecha, que ensartó en un pequeño orificio practicado en el lateral del ingenio. Una vez conforme, se lo entregó a Ningzong.

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