Federico Andahazi - El conquistador

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Un azteca descubre Europa antes del viaje de Colón.
¿Cómo sería el mundo si la Conquista de América no hubiera sido como creemos que fue? Quetza, el más brillante de los hijos de Tenochtitlan, intuía que había un continente por descubrir al otro lado del océano. Para demostrarlo se hizo a la mar con una nave construida con sus propias manos y un puñado de hombres. Así, adelantándose a los grandes viajeros, es el primero que logrará realizar el viaje a una nueva tierra: Europa.
Federico Andahazi nos sorprende con una historia audaz, una crónica apasionada de los tiempos en que el mundo tuvo la oportunidad de ser otro.

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El sacerdote le explicó a su invitado que la iglesia estaba erigida en honor de Santa María, Madre de Dios. Quetza, que ya había visto numerosas imágenes de aquella Diosa de la Fertilidad, no tardó en identificar a María con la Diosa Coafli-que. El jefe mexica le dijo al sacerdote que, tanto María, madre del Cristo Rey, como Coatlique, madre de Quetzalcóatl, habían concebido sin perder la virginidad. María, la diosa virgen, había sido fecundada de manera milagrosa, igual que Coatlique y como ella había dado a luz al Dios hijo de Dios. El sacerdote sacudió la cabeza y, sonriendo con una mezcla de indulgencia y sofocada indignación, le contestó que no podía hacerse semejante comparación: había un solo Dios, pero ese único Dios Padre obró el milagro en la Virgen para encarnarse en hombre. Entonces se deshizo en explicaciones para hacerle comprender a Quetza que el Padre era el Hijo, que el Hijo era hombre, pero el Hijo de Hombre era el mismo Dios Padre. Quetza, que ya había escuchado acerca del misterio de la Trinidad, no entendía por qué los sacerdotes nativos ponían tanto énfasis en explicar, como si se tratara de un complejo cálculo matemático, la unicidad del Hijo, el Padre y el Espíritu Santo. A los mexicas, la Trinidad les resultaba un concepto tan sencillo como familiar; de hecho, su complejo panteón estaba construido con dioses coincidentes con distintos significados o, al contrario, distintos dioses podían representar la misma cosa según las circunstancias. Así, la diversidad de dioses y la pluralidad de atribuciones de un mismo dios les era por completo natural. En la concepción de un determinado dios podían confluir distintos aspectos relacionados. Quetzalcóatl, por ejemplo, podía ser

Ehécatl, Dios del Viento; o bien Tlahuizcalpantecuchtli, Dios de la Vida; en ocasiones era también Ce Ácatl, Dios de la Mañana y, en otras, Xólotl, el planeta Venus. Sin embargo, nunca dejaba de ser Quetzalcóatl, la serpiente emplumada o el hombre blanco y barbado venido desde el otro lado del mar. De modo que no presentaba ninguna dificultad conceptual el simple hecho de que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo fuesen entidades diferentes e idénticas a la vez. Desde luego, Quetza no dijo hada de esto al sacerdote: se limitaba a asentir cada vez que él le hablaba. No solamente no podía revelarle sus deidades sin delatar su origen, sino que sabía que en Francia ardían también las hogueras de la Inquisición: por mucho menos que el hecho de poner en duda los dogmas de los libros sagrados, varios habían sido quemados vivos. Pero también sabía Quetza que los negocios estaban por delante de la fe; en España había podido comprobar que nadie se había escandalizado por su paganismo y ni siquiera los muy fervientes Reyes Católicos mostraban prurito alguno a la hora de establecer nexos comerciales con pueblos sacrilegos que ni siquiera conocían al Cristo Rey o, lisa y llanamente, lo habían repudiado. Incluso, había podido comprobar que el tan odiado enemigo musulmán dejaba de serlo cuando de negocios se trataba. Para mantener el control del comercio, las distintas coronas de Europa establecieron relaciones sumamente amistosas con los heréticos gobernantes mamelucos de Egipto y con los grandes señoríos turcos de las costas del Asia Menor. Más aún, cuando los cruzados del Cristo Rey se enfrentaban entre sí, no dudaban en aliarse con estados mahometanos como el reino Nazarí o el de los Mariníes. En su paso por Aviñón, Quetza supo que aun los mismos papas que allí habían residido estaban bajo la influencia de los reyes de ¿rancia y de Ñapóles, quienes tenían fluidos vínculos comerciales con los infieles. De manera que el religioso, sabiendo que por encima de su espíritu evangelizador estaban los negocios que, entre otras cosas, hicieron posible la construcción de la mismísima catedral desde cuya torre ahora admiraban la ciudad, prefirió no discutir con el visitante extranjero. Por su parte, el jefe mexica había aprendido que mientras pudiese prometer suculentos negocios y escudarse bajo la supuesta protección del enorme ejército de Catay, nada lo detendría para adentrarse en el Nuevo Mundo.

21 Sólo en la Tierra

Quetza y su comitiva salieron de Francia con la convicción de que la conquista era una posibilidad cierta y no ya una quimera; de hecho, aquel puñado de hombres mal armados llegaron a adueñarse por unas horas del palacio del cacique de Marsella. Si con sus escasos recursos, pensaban, pudieron doblegar primero a los soldados de la cárcel, escapar y luego tomar el control del castillo, provistos en el futuro de caballos, armas de fuego, una flamante armada y numerosas tropas bien pertrechadas, ningún ejército podría detenerlos.

La escuadra mexica zarpó del puerto de Ailhuicatl Icpac Tlamanacalli con rumbo Sur Sureste. Navegaron a través del estrecho formado entre Genova y la isla de Córcega, bordearon las costas de Módena y llegaron a la península itálica. Según puede inferirse de las esporádicas notas de Quetza, recorrieron los diversos reinos y ciudades diseminados en todo su perímetro costero y, ocasionalmente, se aventuraban tierra adentro. Navegaron de Norte a Sur por la costa Oeste, y luego ascendieron por la costa Este. Muchos de los reinos de la península tenían ya un fluido comercio con Oriente Medio y una frondosa historia de relaciones con el Oriente Lejano; de modo que aquellos príncipes y comerciantes que conocían el beneficio del rentable negocio con las Indias querían profundizar los lazos, y los que aún no habían rubricado convenios comerciales estaban desesperados por reunirse con la delegación. Quetza otorgaba audiencias a los mercaderes como si fuese un verdadero dignatario. Así, vendiendo sueños de prosperidad eterna, estuvo en Liguria, Toscana y Umbría. Prometió montañas de oro a su paso por Lazio, Campania y Basilicata. Endulzó los oídos de los príncipes de Ñapóles, Calabria y Sicilia. Encandiló con los fulgores de las piedras preciosas a los comerciantes de Palermo, Catania y Messina. Hizo sentir los perfumes de las especias a los gobernantes de Bari, Foggia y Pescara. Se comprometió a proveer tanta seda como para tapizar las paredes de todos los palacios de los nobles de Pe-rugia, Ancona y Rímini e ilusionó con la blancura del marfil a los mercaderes de Bologna, Verona y Trieste.

Pero tampoco Quetza pudo escapar a la fascinación que produjeron en su espíritu las ciudades de la península. Los reinos de Italia competían entre sí en belleza, prosperidad y florecimiento de las artes. Dos ciudades iban a quedar impresas para siempre en su memoria y en su corazón: Florencia y Venecia. Si hasta entonces la avanzada mexica supo de la capacidad bélica, política y comercial del Nuevo Mundo, en estas tierras podía proyectar hacia Tenochtitlan el potencial de la pintura, la escultura y la arquitectura. Si en España y Francia la palabra que imperaba era Inquisición, en los reinos de la península el verbo era renacer. El Renacimiento iluminaba cada rincón que la Congregación para la Doctrina de la Fe se empeñaba en oscurecer. La Inquisición era para Quetza obra de Huitzilopotchtli, Dios de los Sacrificios; el Renacimiento, en cambio, estaba bajo la protección de Quet-zalcóatl, Dios de la Vida.

Pero lo que más impresionó de Italia a los mexicas fueron los italianos. Los españoles eran hospitalarios, sencillos y, en ocasiones, algo inocentes. Los franceses, engreídos, belicosos y malhumorados; sin embargo, tanto unos como otros eran profundamente devotos, disciplinados y obedientes de las normas del Estado y la comunidad. Los italianos, en cambio, hacían un verdadero culto del individuo. Cada quien parecía darse su propia ley y hacerse su destino; eran creyentes, sí, pero no de la forma ciega de aquel que sigue in-condicionalmente a un sacerdote como la oveja al pastor. Creían fervientemente en sus dioses, pero querían prescindir de intermediarios en su relación personal con ellos. Aunque buenos trabajadores y sumamente imaginativos, eran algo indolentes y poco metódicos. Las notas de Quetza se llenaban de adjetivos, muchas veces antagónicos, para describir a los habitantes de los reinos de la península: alegres, holgazanes, embrollados, apasionados, lascivos, vulgares, exquisitos. Su lengua, llena de musicalidad, estaba hecha con los despojos del "volgare", jerga del latín. Lo que más sorprendía a los mexicas era que el resultado de tantos atributos banales, pedestres y ramplones fuese tan sublime. Se dejaban llevar por la intuición antes que por la reflexión sistemática, ponían manos a la obra antes de sentarse a desplegar teorías. Se indignaban con sus dioses y llegaban a maldecirlos elevando los puños amenazantes hacia el cielo. Pero también les rendían los homenajes más sinceros y sentidos sin arreglo a protocolo ni a liturgia. Se atrevían a mirar a sus dioses a los ojos, de igual a igual. Se animaban, incluso, a intentar imitar sus obras. Eran, ante todo, artistas. Los mexicas entendieron por qué aquel renacer del hombre no podía originarse en otro lugar.

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