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Noah Gordon: El Médico

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Noah Gordon El Médico

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Esta arrebatadora novela describe la pasion de un hombre del siglo XI por vencer la enfermedad y la muerte, aliviar el dolor ajeno e impartir el don casi mistico de sanar que le ha sido otorgado. Arrastrado por esa pasion, recorrera un largo camino que le conducira, desde una Inglaterra en la que domina la brutalidad y la ignorancia, a la sensual turbulencia y el esplendor de la remota Persia, donde conocera al legendario maestro Avicena, que esta experimentando con las primeras armas de la medicina moderna.

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– Vaya. ¿Qué demonios significa esto?

Otro vigilante se acercó a ellos, y aunque Rob no había terminado de extender el bálsamo, el esclavo huyó.

– Este es el muelle del maestro Bostock. ¿Sabe él que estáis aquí?

– No tiene la menor importancia.

El vigilante lo miró con malos ojos pero no lo siguió, y Rob se alegró de abandonar el muelle de Bostock sin más dificultades.

Recibía pacientes de pago. Curó a una mujer pálida del flujo, medicándola con leche de vaca hervida. Un día entró en el consultorio un próspero carpintero de ribera, con la capa empapada de sangre que manaba de su muñeca, con un corte tan profundo que la mano parecía separada del antebrazo. El hombre reconoció que se lo había hecho con su propia navaja, intentando poner fin a su vida mientras estaba terriblemente descorazonado por lo mucho que había bebido.

Casi había logrado sus propósitos, pues la herida terminaba inmediatamente antes de entrar en el hueso. Por los cortes que había hecho en el depósito del maristán, Rob sabía que la arteria de la muñeca estaba junto al hueso. Si el hombre hubiese cortado un pelo más adentro, su sueño de borracho se habría cumplido. Pero sólo había separado los cordones que gobiernan el movimiento y el control del pulgar y el índice. Cuando Rob terminó de coser y vendar la muñeca, los dedos estaban rígidos y paralizados.

– ¿Recuperarán el movimiento y las sensaciones?

– Está en manos de Dios. Habéis hecho un trabajo concienzudo. Si lo intentáis de nuevo, lograreis daros muerte. Por tanto, si queréis vivir, huid de las bebidas fuertes.

Rob temía que volviera a intentarlo. Era la época del año en que se necesitaban purgantes porque no había habido verduras en todo el invierno, y preparó una tintura de ruibarbo que se le agotó en una semana. Trató a un hombre mordido en el cuello por un burro, hizo punciones en un par de forúnculos, vendó una muñeca torcida, encajó en su sitio un dedo quebrado.

Una medianoche, una mujer asustada lo hizo bajar por la calle del Támesis hasta un sitio que él consideraba tierra de nadie, la zona intermedia entre su casa y la de Hunne. Habría sido afortunado si la mujer hubiera llamado al otro médico, pues su marido estaba gravemente enfermo. Era un mozo de los establos de Thorne, que se había cortado el pulgar tres días antes y esa noche se acostó con terribles dolores en los riñones. Ahora tenía las mandíbulas bloqueadas y echaba espuma por la boca, pero apenas pasaba por entre sus dientes apretados. Su cuerpo adoptó la forma de un arco cuando levantó el estomago y se apoyó únicamente en los tobillos y la parte superior de la cabeza. Rob nunca había visto antes esa enfermedad, pero la reconoció por las descripciones escritas de Ibn Sina: era "el espasmo hacia atrás". No se conocía ningún método de curación, y el hombre murió antes de que llegara la mañana.

La experiencia en el Liceo le había dejado mal sabor de boca. Aquel lunes Rob se obligó a asistir a la reunión de marzo como espectador y mordiéndose la lengua, pero el mal ya estaba hecho, y notó que lo observaban como a un estúpido fanfarrón que había dejado volar su imaginación. Algunos le sonrieron con mofa, mientras otros lo miraron fríamente. Aubrey Rufus no lo invitó a compartir su mesa y desvió la mirada cuando sus ojos se encontraron. Rob se sentó a una mesa con unos desconocidos, que no le dirigieron la palabra.

La conferencia trataba de fracturas del brazo, antebrazo y costillas, dislocaciones de la mandíbula, hombro y codo. En labios de Tyler, un hombre bajo y gordinflón, fue una lección paupérrima, con tantos errores de método y datos que, de haberla escuchado, Jalal se habría subido por las paredes.

Rob permaneció sentado y sin pronunciar palabra.

En cuanto el orador puso punto final a su discurso, todos empezaron a hablar de la ejecución por ahogamiento de la bruja Julia Swane.

– Y atraparán a otros, recordad lo que os digo, pues los hechiceros practican su oficio en grupos -dijo Sargent-. Al examinar cadáveres tenemos que tratar de descubrir los puntos del diablo e informar de ellos.

– Nosotros tenemos que estar por encima de todo reproche -dijo reflexivamente Dryfield-, porque muchos piensan que los médicos están próximos a la hechicería. He oído decir que un médico-brujo puede hacer que los pacientes echen espuma por la boca y se pongan rígidos como si estuvieran muertos.

Rob pensó, incómodo, en el mozo de establos, pero nadie lo encaró ni lo acusó.

– ¿De qué otra manera se reconoce a un brujo del sexo masculino? -preguntó Hunne.

– Se asemejan a los demás hombres -dijo Dryfield-, aunque hay quien dice que se circuncidan como los paganos.

A Rob se le encogió el escroto del susto. En cuanto pudo se fue, sabiendo que nunca volvería, porque no era prudente asistir a un lugar donde pondría la vida en juego si un colega lo veía orinar.

Si bien su experiencia en el Liceo sólo había sido una decepción y una mancha en su reputación, al menos tenía esperanzas en su trabajo y en su salud de hierro. Eso se repetía a sí mismo una y otra vez.

Pero a la mañana siguiente apareció en su casa de la calle del Támesis Thomas E Hood, el entrometido pelirrojo, con dos compañeros armados.

– ¿Qué deseáis? -preguntó Rob fríamente.

Hood sonrió.

– Los tres venimos en representación del obispado.

– ¿Por qué? -preguntó Rob, aunque ya lo sabía.

Hood se dio el lujo de carraspear y escupir en el suelo impecable.

– Hemos venido a arrestaros, Robert Jeremy Cole, para presentaros ante la justicia de Dios.

– ¿Adónde me llevan? -preguntó cuando estuvieron en camino.

– La audiencia se celebrará en el porche sur de San Pablo.

– ¿De qué se me acusa?

Hood se encogió de hombros y meneó la cabeza.

En San Pablo, lo dejaron en una salita llena de gente que esperaba. Había guardias en la puerta.

Rob tenía la sensación de haber vivido esa experiencia con anterioridad.

Toda la mañana en el limbo, en un banco duro, oyendo la cháchara de un puñado de hombres con hábitos religiosos. Era lo mismo que estar otra vez en el reino del imán Qandrasseh, aunque en esta ocasión no estaba allí como médico del tribunal. Sentía que ahora era más digno que nunca, pero sabía que según las pautas eclesiales era tan culpable como cualquiera sometido a juicio ese día.

Pero no era un brujo.

Agradeció a Dios que Mary y sus hijos no estuvieran con él. Quería solicitar permiso para ir a rezar a la capilla, pero sabía que no se lo concederían, de modo que oró en silencio donde estaba, pidiendo a Dios que no lo metieran en un saco con un gallo, una serpiente y una piedra, para arrojarlo a las profundidades.

Le preocupaban los testigos a los que pudiesen haber citado: los médicos que le habían oído decir que había hurgado cadáveres humanos, o la mujer que lo vio tratar a su marido, rígido y echando espuma por la boca antes de morir. O el pérfido Hunne, que inventaría cualquier mentira para hacerlo pasar por brujo y librarse de él.

Aunque sabía que si ya habían tomado una decisión, los testigos serían lo de menos. Lo desnudarían y considerarían como prueba su circuncisión, registrarían su cuerpo hasta resolver que habían hallado la mancha de los brujos.

Indudablemente, contaban con tantos métodos como el imán para arrancar una confesión.

"Dios mío…”

Tuvo tiempo más que suficiente para que sus temores se incrementaran.

Lo llamaron a presencia de los religiosos a primera hora de la tarde. Sentado en un trono de roble estaba un obispo anciano y bizco, con alba, estola y casulla desteñidas, de lana marrón. Rob había oído a los que esperaban con él y sabía que ese hombre era Aelfsige, ordinario de San Pablo y gran castigador. A la derecha del obispo estaban dos sacerdotes de edad mediana, ataviados de negro, y a su izquierda un joven benedictino de austero gris oscuro.

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