Nadie volvió a tomar asiento sin antes dar testimonio de la inmensa felicidad que le embargaba. E Ingmar comprendió que todo eso lo decían en su beneficio y que eso era lo que querían que él contara cuando volviera a casa: que todos eran felices. Enderezó un poco la espalda mientras los escuchaba. Irguió la cabeza y el rasgo de severidad en torno a la boca se hizo más patente.
Finalmente, cuando la afluencia de testimonios fue menguando, la señorita Young entonó un himno y luego todos, creyendo que la celebración había concluido, se levantaron dispuestos a marcharse. Pero entonces la señora Gordon dijo:
– Hoy también cantaremos un himno en sueco.
Entonces los suecos entonaron la misma canción que cantaran al abandonar su tierra: «Volveremos a encontrarnos, volveremos a encontrarnos una vez más, una vez más en el Edén.» Y mientras sonaba la canción todos se emocionaron profundamente y la mayoría de los ojos se llenó de lágrimas. De nuevo pensaban en todas aquellas personas que echaban de menos y que no volverían a ver más que en el cielo.
Sin embargo, en el mismo instante en que finalizó el canto, Ingmar se puso en pie e intentó expresar un par de ideas. Quería confortar a los que se encontraban allí, lejos de su tierra, con palabras que parecieran pronunciadas por el país al que ahora él volvía.
– Pienso que vosotros, desde aquí tan lejos, nos llenáis de honra a los que nos quedamos en casa -dijo-. Pienso que todos se alegrarán de volver a veros algún día, ya sea en el cielo o en la tierra. Pienso que no hay nada más hermoso que lo que vosotros hacéis: a costa de enormes sacrificios, vivir una vida recta y justa.
Cabe contar ahora lo que le ocurrió a Barbro Svendotter después de que Ingmar se hubiera marchado a Jerusalén.
Cuando Ingmar llevaba fuera más de un mes, Gammel Lisa, anciana sirvienta en la finca de los Ingmarsson, empezó a notar que Barbro era poseída por constantes ataques de angustia e inquietud. «Hay que ver lo extraviada que tiene la mirada -pensaba la vieja-. No me extrañaría si cualquier día de estos perdiera la razón.»
Un atardecer se decidió a interrogar a Barbro.
– Me gustaría saber qué te falta -le dijo-. Cuando yo era una chiquilla vi a la dueña de esta finca pasearse todo un invierno con la misma mirada que tienes tú ahora.
– ¿Era la que mató al niño? -repuso Barbro muy rauda.
– Sí, y ahora empiezo a creer que tú tienes la misma idea en la cabeza.
Barbro no dio ninguna respuesta concreta.
– Cuando me cuentan esa historia -dijo-, sólo una cosa me extraña. -Gammel Lisa quiso saber qué cosa era-. Pues que no acabara consigo misma también.
La anciana, que estaba hilando, puso la mano en la rueca para detenerla y clavó los ojos en Barbro.
– Milagro será que no te hagas mala sangre si nace gente menuda en esta casa después de que tu marido te ha dejado -dijo despacio-. ¿Supongo que él no sabía nada cuando se fue?
– No sabíamos nada, ni él ni yo -repuso Barbro en voz baja, como si la pena la ahogara impidiéndole hablar.
– Pero ahora le escribirás pidiéndole que vuelva, ¿no?
– Eso nunca. Que él no esté aquí es mi único consuelo.
La vieja dejó caer las manos con aspaviento.
– ¿Tu consuelo? -exclamó.
Barbro, de pie junto a la ventana, tenía la mirada perdida al frente.
– ¿Acaso no sabes que una maldición pesa sobre mí? -dijo procurando que su voz sonara serena y firme.
– Pues claro, no va a estar una entrando y saliendo de la cocina sin enterarse de nada -respondió la vieja-. Ya he oído, ya, que eres de la triste cepa del Despeñadero.
Durante un rato no se dijeron nada más. Gammel Lisa hilaba en su rueca. De vez en cuando le echaba un vistazo a Barbro, que seguía junto a la ventana presa de estremecimientos. Cuando hubieron pasado aproximadamente cinco minutos, la vieja interrumpió su trabajo y se dirigió a la puerta.
– ¿Adónde vas? -preguntó Barbro.
– Pues con mucho gusto te lo diré: voy a buscar a alguien que sepa escribirle una carta a Ingmar.
Barbro no tardó un segundo en interceptarle el paso.
– Mejor olvídate de eso -dijo-. Antes de que termines esa carta yo estaré en el fondo del río.
Las dos mujeres se encontraban frente a frente observándose. Barbro era alta y fuerte y la vieja Lisa creyó que pensaba retenerla por la fuerza. Sin embargo, de pronto, Barbro soltó una carcajada y se echó a un lado.
– Escribe lo que quieras -dijo-, me da igual. Lo único que cambiará será que acabaré con todo antes de lo previsto.
– Ni lo sueñes -dijo la vieja, sabiendo que tenía que ir con tiento puesto que la desesperación de Barbro era extrema-. No voy a escribir nada. No quiero empujarte a que hagas algo precipitado.
– ¡Sí, venga, escribe! A mí no me afecta. Como comprenderás, tengo que acabar con mi vida de todos modos. Me niego a que esta desgracia se perpetúe por los siglos de los siglos.
La anciana volvió a su rueca y se puso a trabajar.
– ¿No piensas ir a encargar la carta? -dijo Barbro yendo tras ella.
– Me gustaría saber si se te puede dar un buen consejo -respondió Gammel Lisa.
– Pues sí -dijo Barbro-, claro que puedes.
– Pensaba lo siguiente: yo te guardo el secreto a condición de que tú no te hagas ningún mal, ni a ti misma ni a la criatura, hasta que estemos seguras de que sale como tú crees.
Barbro recapacitó.
– ¿Y me prometes que luego me darás carta blanca?
– Sí -dijo la vieja-, luego podrás hacer lo que quieras, te lo prometo.
– Ay, pienso que lo mejor es acabar cuanto antes -repuso Barbro mostrándose indiferente.
– Pensaba que lo que más querías era que Ingmar remediase el mal que ha hecho -dijo la vieja-, pero si le dan estas noticias supongo que de eso no habrá nada.
Barbro dio un respingo y se llevó la mano al corazón.
– Que sea como tú dices -cedió-, pero es una promesa muy dura de sobrellevar. Sobre todo ten cuidado de no traicionarme.
El pacto se cumplió. Gammel Lisa no delató a Barbro y a partir de entonces ésta tuvo tanto cuidado que nadie advirtió el estado en que se encontraba. La suerte la acompañó en el sentido de que la primavera llegó temprano. En abril la nieve ya se fundía en los bosques. Apenas despuntó la primera brizna de hierba que pudiera alimentar al ganado, Barbro hizo llevar parte de las reses a la cabaña de pastoreo que los Ingmarsson tenían en una zona de los bosques apartada y desierta. Ella y Gammel Lisa acompañaron al ganado allá arriba para pastorearlo durante todo el verano.
Y a finales de mayo se produjo el parto. Nació un varón y su aspecto era bastante peor que el niño que Barbro había dado a luz la primavera anterior. Era escuálido y débil y lloraba sin cesar. Al mostrarle Gammel Lisa el bebé, Barbro sonrió con amargura.
– Esta criatura no merecía tus esfuerzos para obligarme a vivir -dijo.
– Tan pequeñín es imposible saber cómo va a salir.
– Recuerda que me prometiste carta blanca -repuso Barbro con aspereza.
– Descuida, pero primero he de asegurarme de que es ciego.
– Finge, si quieres, que no sabes qué clase de niño es.
También Barbro se encontraba más débil que la vez anterior. Toda la primera semana le faltaron fuerzas para levantarse de la cama. El bebé no estaba con ella en la cabaña sino que la anciana sirvienta lo tenía escondido en uno de los pequeños graneros de la dehesa. La vieja lo cuidaba día y noche, le daba leche de cabra y se tomaba muchos trabajos para mantenerlo con vida. Un par de veces al día lo llevaba a la cabaña, y entonces Barbro se giraba de cara a la pared para no verlo.
Un día, Gammel Lisa se encontraba mirando por el ventanuco de la cabaña. En un brazo sostenía al niño, que tenía uno de sus berrinches de costumbre, y la anciana pensaba en lo enteco y flacucho que era.
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