Selma Lagerlöf - Jerusalén

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Una gran epopeya rural por la primera mujer que obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Jerusalén narra la trayectoria vital de un grupo de campesinos suecos que a finales del siglo XIX, empujados por la fe, abandonaron su país para establecerse en Palestina. Alternando los retratos de aquellos miembros de la comunidad que decidieron quedarse en Suecia con los de los que iniciaron una nueva vida en Tierra Santa, la autora crea, como dijo Marguerite Yourcenar, una epopeya-río que surge de las mismas fuentes del mito. Selma Lagerlöf -la primera mujre que obtuvo el premio Nobel de Literatura- demuestra su genialidad en una novela viva que tiene como escenario un mundo de transición y como protagonistas a unos personajes que reflejan la dualidad del ser humano y su continuo debate entre la esperanza y el miedo, el raciocinio y la pasión.

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La abuela se sentó en el borde del lecho y caviló.

– Ya que las cosas han ido de este modo -dijo-, tendrías que escribirle a Ingmar.

Barbro se horrorizó.

– Me figuro que tú también quieres que este niño viva -dijo-, pero si mandas venir a Ingmar no respondo de mis actos.

– ¿Puedo preguntar qué vas a hacer si no? Cualquiera que se entere de que has tenido un hijo puede escribirle contándoselo.

– Había pensado mantener todo esto en secreto hasta que Ingmar se haya casado con Gertrud.

Gammel Lisa volvió a guardar silencio un buen rato, reflexionando sobre aquellas palabras. Veía con claridad que Barbro seguía muy propensa a consumar una desgracia y no se atrevió a contradecirla.

– Has sido muy buena con los viejos de Ingmarsgården -dijo entonces-. Es natural que intente conservarte como ama.

– Si he sido buena contigo alguna vez, me lo pagarás con creces obedeciéndome en esto.

Barbro logró imponer su voluntad y durante todo el verano nadie supo de la existencia del niño. Cuando subía gente a la cabaña lo escondían en el granero. La gran preocupación de Barbro era cómo seguir ocultando al niño cuando llegara el otoño y se vieran obligadas a bajar a la aldea de nuevo. No pasaba un día sin que cavilase sobre ello.

Sin embargo, hora tras hora aumentaba el cariño por su hijo y de ese modo recuperó parte de su antiguo sosiego. El niño fue haciéndose progresivamente más fuerte, aunque seguía retardado en cuanto a crecimiento y desarrollo. Durante todo el verano costó calmar su llantina y los párpados no dejaron de estar enrojecidos e hinchados, de manera que apenas podía abrirlos. Barbro no tenía la menor duda de que había nacido idiota y aunque ya no albergaba otra idea que la de dejarle vivir, pasó muchos ratos amargos por su causa. Éstos le sobrevenían a menudo de noche y entonces solía levantarse y observar al niño. Era muy feo, de piel amarillenta y pelo ralo y rojizo. La nariz era demasiado corta y el labio inferior sobresalía en exceso, y al dormir arrugaba el ceño haciendo que unos profundos surcos le cruzasen la frente. Cuando Barbro lo miraba, su cara le parecía verdaderamente la de un retrasado, y se pasaba la noche llorando por el infeliz futuro que le esperaba a su hijo. Sin embargo, de madrugada el niño se despertaba, yacía descansado y de buen humor en la canasta que le servía de cuna, y estiraba los brazos hacia su madre cuando ésta le hablaba. Entonces Barbro se calmaba y volvía a armarse de paciencia.

– Creo que las que tienen hijos sanos no sienten tanto cariño por ellos como yo por este niño enfermo -le dijo a la anciana Lisa.

Pasó el tiempo y el final del verano se aproximaba. Barbro todavía no había discurrido un modo de mantener oculto al niño tras el regreso a casa.

En ocasiones la asaltaba la idea de que su única salida era marcharse al extranjero.

Una tarde borrascosa de principios de septiembre, el cielo se ennegreció y soplaba un viento lluvioso. Barbro y Lisa habían encendido un fuego y estaban arrimadas al hogar calentándose. Barbro tenía al niño en sus rodillas y, como de costumbre, se entretenía pensando en cómo lograr que Ingmar no supiera nada. «De lo contrario volvería a mi lado -pensó-. No sé cómo hacerle comprender que esta cruz quiero llevarla sola.» Justo mientras pensaba esto, se abrió inopinadamente la puerta de la cabaña dando paso a un caminante.

– ¡A la paz de Dios! -saludó el hombre-. Qué suerte he tenido de toparme con ustedes. El bosque está como boca de lobo y no encontraba el camino a la aldea; pero entonces me he acordado que la cabaña de pastoreo de los Ingmarsson tenía que estar por aquí cerca.

Era un pobre diablo que antaño recorría los caminos como viajante. En la actualidad no tenía mercancías que ofrecer sino que se dedicaba a mendigar. Por lo visto, su situación no era tan precaria como para depender de la caridad de sus semejantes; pero se había aferrado a la costumbre de ir de granja en granja recopilando noticias.

Naturalmente, lo primero que detectó en la cabaña fue al niño. Los ojos se le abrieron como platos.

– ¿De quién es? -preguntó.

Ambas mujeres callaron unos instantes, y luego Gammel Lisa, firme y contundente, dijo:

– De Ingmar Ingmarsson.

El hombre quedó aún más atónito. Se sentía incómodo por haberse metido de pleno en una situación que probablemente no hubiera debido conocer. En su desconcierto, se inclinó sobre el niño.

– ¿Y cuánto tiempo tiene un chiquitín como éste? -preguntó.

Esta vez fue Barbro la que se apresuró a contestar:

– Tiene un mes.

El hombre era soltero y no sabía nada de niños, así que no podía saber que Barbro le engañaba. Miró asombrado a la mujer que estaba sentada frente a él tan tranquila.

– Vaya, sólo un mes -dijo.

– Sí -confirmó Barbro con su seriedad característica.

El hombre se sonrojó desconcertado a pesar de ser ya un hombre maduro; en cambio, Barbro daba la impresión de que aquello no fuera con ella.

Por supuesto, él se dio cuenta de las señas de advertencia que la tía Lisa le dirigía a Barbro, pero ésta seguía altivamente sentada y sin hacerle caso. «A la vieja no le importa mentir -pensó el hombre-; en cambio, se nota que esta Barbro es demasiado orgullosa para hacer algo así.»

A la mañana siguiente, el hombre le dijo a Barbro significativamente:

– No comentaré nada a nadie.

– Cuento con ello -respondió ella.

– No te entiendo -dijo la anciana tan pronto el vagabundo se hubo ido-. ¿Por qué cuentas calumnias de ti misma?

– No tenía otra cosa que hacer.

– ¿Y tú crees que Johannes el quincallero no va a irse de la boca?

– Lo que quiero, precisamente, es que se vaya de la boca.

– ¿Quieres que la gente crea que este niño no es de Ingmar?

– Sí -dijo Barbro-, ahora ya no podemos seguir ocultando que existe. No hay más remedio que dejarles que crean eso.

– ¿Y piensas que yo estaré conforme? -replicó la vieja.

– Si no lo estás, tendrás que aceptar que un idiota sea el heredero de Ingmarsgården.

Hacia mediados de septiembre, los que habían pasado el verano de pastoreo en las cabañas del monte, solían bajar de vuelta a sus casas. También Barbro y Lisa volvieron a Ingmarsgården. De inmediato se hizo evidente que los rumores acerca de Barbro se habían extendido por toda la comarca. Tampoco ella se esforzaba ya en mantener el secreto acerca del hijo; pero, en cambio, sentía un gran temor de que lo vieran. Siempre lo escondía en la alcoba del fondo del lavadero, donde habitaba Gammel Lisa. Parecía no soportar la idea de que descubrieran su enfermedad y el hecho de que nunca sería una persona normal.

Como es natural, ese otoño Barbro sufrió el desprecio y la condena generales. Los lugareños no se molestaban en ocultar la opinión que les merecía Barbro y ella no tardó en sentirse tan cohibida ante la gente que acabó por no salir de casa. Incluso los empleados de la finca cambiaron de actitud hacia ella. Los mozos y sirvientas se permitían maliciosas indirectas para que Barbro las oyera, y ella tenía dificultades en hacer cumplir sus órdenes.

No obstante, esta situación acabó muy pronto y de golpe. Durante la ausencia de Ingmar, el viejo aparcero se había instalado en la finca para gobernarla en calidad de amo. Un día, Stark Ingmar oyó a uno de los mozos responder descortésmente a Barbro y entonces le propinó un sopapo en la oreja que lo dejó tambaleándose.

– Recibirás más como me entere de que vuelves a comportarte así -gruñó el viejo.

Barbro lo miró sorprendida.

– Te lo agradezco mucho -dijo.

Él se giró hacia ella y la expresión con que la miró no tenía nada de dulce.

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