Selma Lagerlöf - Jerusalén

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Una gran epopeya rural por la primera mujer que obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Jerusalén narra la trayectoria vital de un grupo de campesinos suecos que a finales del siglo XIX, empujados por la fe, abandonaron su país para establecerse en Palestina. Alternando los retratos de aquellos miembros de la comunidad que decidieron quedarse en Suecia con los de los que iniciaron una nueva vida en Tierra Santa, la autora crea, como dijo Marguerite Yourcenar, una epopeya-río que surge de las mismas fuentes del mito. Selma Lagerlöf -la primera mujre que obtuvo el premio Nobel de Literatura- demuestra su genialidad en una novela viva que tiene como escenario un mundo de transición y como protagonistas a unos personajes que reflejan la dualidad del ser humano y su continuo debate entre la esperanza y el miedo, el raciocinio y la pasión.

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– Y dile a Gabriel y Gertrud que suban a verme -añadió Ingmar.

Cuando Gertrud y Gabriel entraron en la habitación Ingmar se hallaba acurrucado entre las sombras de un rincón. Al principio apenas le vieron.

– ¿Qué pasa, Ingmar? -preguntó Gabriel.

– Pasa que me he comprometido en un asunto que es más fuerte que yo -respondió Ingmar, meciendo el tronco adelante y atrás.

– Ingmar -dijo Gertrud acercándosele-, ¡sé sincero y dime qué te preocupa! Desde niños nunca hemos tenido secretos el uno para el otro. -Se le veía muy angustiado. Ella se arrimó y colocó una mano en la cabeza de él-. Creo que puedo adivinar lo que te ocurre -añadió.

De pronto, Ingmar se enderezó.

– No, Gertrud, tú no puedes adivinar nada -dijo al tiempo que sacaba su cartera del bolsillo y se la entregaba-. Ahí hay una carta muy larga dirigida a Barbro. ¿La ves?

– Sí, aquí está.

– Pues ahora te pido que la leas. Tú y Gabriel, los dos tenéis que leerla. La escribí al principio de mi estancia aquí, pero en aquella época todavía tenía fuerzas para no enviarla.

Gabriel y Gertrud se sentaron a la mesa y se pusieron a leer. Ingmar se quedó en su rincón; observándoles. «Ahora están leyendo esto -pensaba, imaginándose los distintos párrafos de la carta-, y ahora aquello. Ahora están en el punto en que Barbro me cuenta cómo Berger Sven Persson nos indujo a convertirnos en marido y mujer. Ahora leen cómo ella recuperó las jarras de plata, y ahora han llegado a la narración de lo que Stig Börjesson me contó. Y ahora Gertrud sabrá que ya no la quiero, ahora se dará cuenta exacta del pobre miserable que soy.»

En la habitación el silencio era absoluto. Gertrud y Gabriel no hacían un solo gesto, aparte de ir pasando las hojas. Era como si apenas osaran respirar. «¿Cómo podrá entender Gertrud que no haya podido contenerme por más tiempo y le haya dicho justamente hoy, el día que finalmente ella ha cedido, que quiero a Barbro? -pensó Ingmar-. Y yo mismo ¿cómo voy a entender que fuese al oír la calumnia acerca de Barbro cuando la idea de atarme a otra mujer se me hizo insufrible? No sé qué me pasa, creo que ya no estoy en mis cabales.» La espera se le hacía interminable, esperaba con ansiedad que los otros dijeran algo; pero lo único que le llegaba era el crujido de las hojas. Finalmente, ya no pudo soportarlo más y, despacio, se levantó la venda del ojo con que aún veía.

Entonces miró hacia donde estaban Gabriel y Gertrud. Seguían leyendo, las dos cabezas tan juntas que las mejillas prácticamente se tocaban, y el brazo de Gabriel rodeaba la cintura de Gertrud. Y a medida que leían se iban arrimando más. Ambos tenían las mejillas encendidas por el rubor y de vez en cuando apartaban la vista de la carta para mirarse a los ojos; y los ojos parecían más penetrantes que de costumbre y más radiantes. Cuando por fin acabaron la lectura de la última cuartilla, Ingmar vio cómo Gertrud se apretujaba contra Gabriel; y ambos se quedaron así abrazados, muy conmovidos y solemnes. Tal vez apenas comprendían nada de lo que habían leído, aparte de que ya nada se interponía en su amor. Ingmar entrelazó sus grandes manos, las cuales tenían todo el aspecto de ser las manos de un viejo maltratado por la vida, y le dio gracias a Dios. Transcurrió un largo rato antes de que ninguno de los tres se moviera.

Por la mañana, los colonos se reunieron en la sala de asambleas para rezar sus oraciones matinales. Era la última práctica de sus devociones a la cual asistiría Ingmar. Él y Gertrud y Gabriel tomarían el camino de Jafa al cabo de un par de horas.

El día anterior, Gabriel le había explicado a la señora Gordon y a un par de notables de la colonia que tenía intención de acompañar a Ingmar de vuelta a Dalecarlia y quedarse allí. Al mismo tiempo, tuvo que contar toda la historia de Ingmar. La señora Gordon reflexionó sobre lo que acababa de oír y a continuación dijo:

– Me parece que nadie puede cargar con la responsabilidad de hacer a Ingmar más desgraciado de lo que ya es, por eso no impediré que le acompañes a casa. Pero por otro lado, también tengo la impresión de que con esto Dios nos envía señales de que su voluntad es que se permita a los jóvenes de la colonia contraer matrimonio. Y si lo permitimos, estoy segura de que tú y Gertrud volveréis con nosotros algún día. Me consta que nunca os sentiréis completamente en paz en ningún otro sitio.

Sin embargo, para que Ingmar y los otros pudieran abandonar la colonia en un clima de paz y concordia, se decidió que la versión que la gran mayoría de los colonos conocería de la historia sería aquella según la cual Gabriel acompañaba a Ingmar y Gertrud para ayudarles durante el arduo viaje.

Justo cuando las oraciones matinales estaban a punto de empezar, guiaron a Ingmar al interior de la sala de asambleas. La señora Gordon se levantó y fue a su encuentro. Le tomó de la mano y lo condujo hasta el lugar contiguo al suyo. Había preparado una butaca muy cómoda para él y se ocupó de ayudarle a tomar asiento.

A continuación, la señorita Young, que estaba sentada al órgano, empezó a cantar un himno y las oraciones matinales siguieron su curso acostumbrado.

Pero acabado el breve comentario bíblico que solía hacer la señora Gordon cada mañana, la anciana señorita Hoggs se puso en pie y rogó a Dios que le concediera a Ingmar un buen viaje y un feliz retorno a casa. Luego se fueron poniendo en pie uno tras otro el resto de hermanas y hermanos americanos mientras rogaban a Dios que le concediera a Ingmar la gracia de contemplar la luz de la verdad. Algunos se expresaron en términos muy bonitos. Prometieron rezar a diario por Ingmar, su hermano más querido, y esperaban su total recuperación. Y todos deseaban que volviera a Jerusalén algún día.

Mientras hablaban los extranjeros, los suecos guardaban silencio. Desde sus asientos, justo enfrente de Ingmar, lo observaban. E invariablemente les venía a la mente todo aquello que había de seguro y probo y bien organizado en su tierra natal. Tenían la impresión de que algo de todo aquello les había sido devuelto durante el tiempo que él había permanecido en la colonia. Pero ahora que se marchaba, una angustiosa impotencia se adueñaba de ellos. Se sentían como perdidos en una tierra sin ley entre todos aquellos cazadores de almas que, sin compasión ni piedad, luchaban entre sí en su nueva patria. Luego sus pensamientos, presas de una gran nostalgia, volaron de vuelta a sus antiguos hogares. La bella comarca se extendía con sus granjas y campos. Y las personas viajaban en paz y silencio por los caminos; todo era seguro, día tras día transcurría del mismo modo; y un año era tan igual al anterior que no había manera de distinguirlos.

Pero al recordar la inmensa quietud de su tierra natal, también cayeron en la cuenta de lo maravilloso y embriagador que era haber salido al gran torrente de la vida; haber encontrado una meta que daba sentido a su existencia y dejado atrás la brumosa monotonía de los días. Y uno de ellos, alzando la voz, empezó a rezar en sueco y dijo:

– Te agradezco, Señor, el haberme concedido la gracia de venir a Jerusalén.

A continuación, uno tras otro se levantaron y agradecieron a Dios que les hubiera conducido a Jerusalén.

Agradecieron la existencia de su querida colonia, que era una fuente de alegría. Agradecieron que sus hijos aprendiesen desde niños a convivir en armonía con otras personas; esperaban, por ello, que los jóvenes alcanzarían una mayor perfección que sus padres. Agradecieron los acosos y las persecuciones, agradecieron la hermosa doctrina que habían sido llamados a poner en práctica, y volvieron a agradecer haber ido a aquel país que, aunque sumido en la ruina, florecía día a día ante sus ojos.

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