– Vaya, vaya -dijo de repente inclinándose hacia delante para ver mejor-, ¡tenemos invitados en casa! -No tardó un segundo en plantarse con el niño en el rincón donde yacía Barbro-. Tómalo un rato, voy a salir para decirles a esos caminantes que estás enferma y que en la cabaña no pueden entrar. -Colocó al niño en la cama, pero Barbro no se arrimó ni lo tocó. El niño chillaba a pleno pulmón. Gammel Lisa volvió al cabo de unos instantes-. Esos lloros se oyen por todo el bosque -dijo-. Si no lo haces callar todo el mundo se va a enterar de su existencia. -Y volvió a salir.
Barbro no tuvo más remedio que darle el pecho a su hijo.
La anciana se quedó fuera un buen rato. Cuando regresó, el niño dormía y Barbro estaba echada observándolo.
– No te preocupes -dijo la vieja-. No han oído nada, tomaron otro camino.
Barbro le dirigió una mirada cansada.
– Estarás muy satisfecha de ti misma -dijo-. ¿Crees que no sé que no había nadie ahí fuera, sino que me asustaste para obligarme a tomar al niño?
– Si quieres vuelvo a llevármelo -respondió la vieja.
– Será mejor que se quede hasta que despierte.
Al anochecer la vieja quiso llevarse al niño, que, bueno y calladito, estaba tumbado boca arriba abriendo y cerrando sus manos diminutas.
– ¿Qué haces con él por las noches? -preguntó Barbro.
– Lo meto entre la paja del granero.
– ¿Lo dejas tirado en la paja como si fuera un gato?
– Creía que no tenía importancia cómo lo cuidáramos. Pero si quieres que se quede aquí dentro, por mí adelante.
Al sexto día de vida del niño, Barbro observaba desde la cama cómo la vieja lo envolvía en su mantilla.
– Lo sujetas muy mal -dijo-, no me extraña que llore tanto.
– No es el primer niño que cuido -repuso la anciana-. Creo que de niños sé tanto como tú.
Barbro se quedó callada, pensando que nunca había visto a nadie tratar tan mal a un bebé.
– Le estás dejando morado liándolo de ese modo -dijo sin poder contenerse.
– Así que ahora hay que tratar a este bicho como si fuera un príncipe -replicó la vieja-. Pues si lo hago tan mal prueba tú. -Y le entregó el bebé a la madre y se marchó.
Barbro lo tomó en sus brazos. Volvió a ponerle la mantilla y no tardó en tenerlo contento y callado.
– ¿Ves como ahora no llora? -le dijo a Gammel Lisa, muy orgullosa, cuando ésta volvió.
– Siempre me han dicho que tenía buena mano para los niños -insistió la vieja sin ceder en su mal humor.
A partir de entonces, sin embargo, siempre era Barbro quien se cuidaba del bebé. Un día, cuando todavía guardaba cama, le pidió a la anciana sirvienta que le diera un pañal limpio. La vieja le respondió que no le quedaba ninguno. Los pocos que había se estaban lavando. Barbro se sonrojó y los ojos se le llenaron de lágrimas.
– Si fuera el hijo de una pordiosera este pobre niño no viviría peor -soltó sin pensar.
– ¿Por qué no te ocupas tú un poco de estas cosas? -protestó la vieja-. Me gustaría saber cómo te las habrías arreglado si yo no llego a traer lo que buenamente logré reunir de ropa de niño.
Entonces Barbro recordó su cuita. La negra melancolía con que había vivido todo el invierno la embargó, endureciéndola de nuevo.
– Ojalá no hubiésemos cuidado nunca a este pobre niño -dijo.
Al día siguiente, Barbro se levantó de la cama. Sacó hilo y aguja y se puso a cortar una sábana para confeccionarle ropa a su hijo. Cuando llevaba un rato cosiendo, oscuros pensamientos la invadieron otra vez: «¿De qué sirve que le prepare estas cosas? Mejor sería que me metiese en el pantano con él, pues tarde o temprano acabaremos allí.»
Salió en busca de Gammel Lisa, que se hallaba ocupada en ordeñar las vacas antes de que salieran a pacer al bosque.
– Tía Lisa, ¿sabes cuánto tiempo pasará antes de que sepamos seguro que el niño es ciego?
– Para estar del todo seguras, ocho días por lo menos, y hasta un par de semanas.
Barbro volvió a la cabaña y retomó la costura. Los cortes con las tijeras le salían desiguales; la mano se le iba y temblaba. El temblor no tardó en propagarse por todo el cuerpo y por unos instantes tuvo que interrumpir su tarea. «Dios mío, ¿qué me pasa? ¿Es posible que la alegría de saber que puedo quedármelo otro par de semanas me haga temblar como una vara?»
La vieja sirvienta trajinaba penosamente arriba en los bosques. Se veía obligada tanto a apacentar las vacas como a ordeñarlas, puesto que Barbro ahora sólo pensaba en ocuparse del niño y nunca se le ocurría ayudarla en nada.
– Barbro, mujer, ¿no podrías hacer alguna cosa aparte de comerte al niño con los ojos? -le reprochó un día que se sentía exhausta.
Barbro se levantó y salió de la cabaña, pero en el umbral se volvió.
– Ya te ayudaré cuando llegue el verano -dijo-. Estos días que quedan no quiero dejarle.
A medida que Barbro se iba encariñando con su hijo, se decía que el gesto más compasivo que podría tener con él sería llevar a cabo su propósito inicial. No dejaba de ser un niño enclenque y enfermizo; apenas aumentaba de tamaño, era casi igual de canijo que como cuando vino al mundo. Pero lo que más la preocupaba era que sus párpados siempre estuvieran hinchados y enrojecidos en los bordes, y que ni siquiera intentara levantarlos.
Un día, Gammel Lisa mencionó el tiempo que tenía ya la criatura.
– Barbro, ya tiene tres semanas -dijo.
– No es verdad -repuso la madre con vehemencia-, no las cumple hasta mañana.
– ¿Ah sí? Bueno, pues me habré equivocado; aunque si mal no recuerdo nació en miércoles.
– Bien podrías concederme un día más con él -dijo Barbro.
A la mañana siguiente, mientras se vestía, la anciana le dijo:
– No quedan pastos verdes por aquí cerca, me llevaré las vacas un trecho más lejos. No volveremos hasta que anochezca.
Barbro se giró bruscamente hacia ella con la intención de decir algo, pero se mordió los labios y calló.
– ¿Decías algo? -le preguntó la vieja, creyendo que le pediría que se quedara en la cabaña. Pero no fue así.
Al anochecer, la vieja guiaba al rebaño de vuelta sin darse prisa. Iba llamando a las vacas, que no paraban de descarriarse a uno y otro lado y de detenerse en cada terrón verde. La vieja se impacientó y empezó a regañar a las testarudas bestias. «Pero bueno, qué más da -se resignó al final-. No vale la pena que te afanes tanto, Lisa. Para lo que te espera en casa, no hace falta que corras.»
Cuando abrió la puerta de la cabaña Barbro estaba sentada con el bebé en el regazo cantándole.
– ¡Dios santo, Lisa, ya era hora! -exclamó la joven-. No sé qué hacer. ¡Mira, ahora le ha salido un sarpullido!
Y se le acercó para mostrarle un par de manchas rojas en el cuello del bebé. La abuela, todavía en el quicio, juntó las manos en gesto de sorpresa y se echó a reír. Barbro la miró consternada.
– Eso no es nada -dijo la vieja-. Mañana se le habrá pasado. -Y volvió a reír.
Barbro se extrañó, hasta que cayó en la cuenta de lo angustiada que debía de haberse sentido la pobre Lisa todo aquel día.
– Habría sido mejor para todos si lo hubiera hecho -dijo-. Supongo que por eso te marchaste.
– Esta noche pasada le estuve dando muchas vueltas sin saber qué hacer -repuso la vieja-, hasta que algo me dijo que ese crío sabría apañárselas mejor si lo dejaba solo contigo.
Una vez concluidas las tareas vespertinas, cuando se disponían a acostarse, la anciana le dijo:
– ¿Es seguro que dejarás vivir al niño?
– Sí, si Dios le da salud y me permite conservarlo.
– ¿Y si te sale idiota o ciego otra vez?
– Eso ya sé que lo es -repuso Barbro-, pero aun así no puedo hacerle daño. Sea como sea, sólo pido que se me permita cuidarlo.
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