La esposa de Israel Tomasson amasaba con el rodillo una pasta para galletas de jengibre mientras vigilaba un pastel que tenía en el horno. El pastel se lo comerían Ingmar y Gertrud durante el viaje, pero las galletas, que se conservaban muchísimo tiempo, eran para la vieja de la choza de Myckelsmyra, aquella que, sobria y arreglada, les había hecho los honores a la vera del camino el día de su partida, y para Eva Gunnarsdotter, que en su día perteneció a la comunidad.
A medida que los pequeños paquetes iban quedando listos, los llevaban al cuarto de Gertrud, quien los metía en un gran baúl. De no ser porque había nacido en la parroquia, Gertrud no habría podido encargarse de buscar el destinatario correcto de todo ese montón de cosas, ya que en algunos paquetes las direcciones eran de lo más raras. Tuvo que darle muchas vueltas antes de deducir dónde podría encontrar a «Frans que vivía en la encrucijada», o a «Lisa, hermana de Per Larsson», o «Eric, que hace dos años servía en casa del juez del distrito».
Gunnar, el hijo de Ljung Björn, fue quien preparó el paquete más grande, para «Karin, la que se sentaba a mi lado en la escuela y vivía en el bosque de abetos». Gunnar había olvidado por completo el patronímico de Karin; sin embargo, le había confeccionado un par de zapatos de charol con tacones altos y torneados. No le cabía duda de que era el mejor par de zapatos que jamás se hiciera en la colonia.
– ¡Y dile de mi parte que venga aquí conmigo, tal como acordamos cuando me fui! -dijo al confiarle el paquete a Gertrud.
En cambio, los más notables entre los labriegos, fueron a ver a Ingmar y le entregaron cartas y le confiaron importantes cometidos.
– Ve a ver al párroco y al asesor del juez y al maestro -le dijeron para acabar-, y cuéntales cómo tú, con tus propios ojos, has visto que vivimos bien, en una casa de verdad y no en chozas de barro; y que tenemos trabajo y no nos falta comida, y que llevamos una vida decente.
Desde el momento en que Gabriel encontró a Ingmar en el valle de Josafat, su antigua amistad cobró nueva vida. Tan pronto Gabriel disponía de un momento libre se iba a ver a Ingmar, que debido a su estado dormía solo en una habitación para huéspedes. En cambio, el día en que Gertrud bajó del monte de los Olivos y prometió seguir a Ingmar a Dalecarlia, Gabriel no se presentó en el cuarto del enfermo. Ingmar preguntó varias veces por su amigo pero nadie supo dar con él.
A medida que el día avanzaba, Ingmar se fue inquietando más y más. En un primer instante, cuando Gertrud le anunció que le seguiría, le había embargado un sentimiento de paz y felicidad. Sólo sentía gratitud por poder llevarse a Gertrud de aquel peligroso país donde ella había ido a parar por culpa suya. Pero, aunque ciertamente seguía alegrándose por ello, la añoranza por su mujer aumentaba minuto a minuto. Lo que se había propuesto se le antojaba irrealizable. A veces le embargaba un enorme deseo de contarle toda su historia a Gertrud; pero tras reconsiderarlo a fondo, no se atrevía. En primer lugar, apenas supiera ella que él no la quería se negaría a regresar con él a Suecia. Luego, él no sabía a quién quería Gertrud, si a él o a otro. En ocasiones había creído que se trataba de Gabriel, pero últimamente se veía obligado a reconocer que durante todo el tiempo que Gertrud había vivido en la colonia sólo había amado a aquel a quien había estado esperando en el monte de los Olivos. Y ahora que Gertrud volvía al mundo, tal vez su antiguo amor por Ingmar renaciera en ella. Y si esto ocurría, lo mejor sería que él la desposara y procurase hacerla feliz en lugar de pasarse la vida anhelando a la mujer que nunca más podría ser suya.
Sin embargo, aunque procuraba conformarse de este modo, aquel doloroso sentimiento se hacía más intenso por momentos. Sentado allí con los ojos vendados veía continuamente el rostro de su mujer. «Sin duda algo muy fuerte nos une -pensaba-. Nadie más que ella ejerce poder sobre mí. Sé lo que me impulsó a acometer esta empresa. Fue para ser como mi padre; del mismo modo que él trajo a mi madre a casa a la salida de la cárcel, había pensado yo traer a Gertrud tras llevármela de Jerusalén. Pero ahora me doy cuenta de que no puede irme igual a mí que a padre. Tengo todas las de perder porque mi corazón no es tan fiel como el suyo.»
Al caer el día vino Gabriel, por fin, a visitarlo. Se quedó junto a la puerta como si tuviera la intención de marcharse enseguida.
– Dicen que has preguntado por mí -dijo.
– Sí -respondió Ingmar-. Es que me marcho.
– Sí, ya sé que está todo arreglado.
La venda cubría los ojos de Ingmar. Giró la cabeza en la dirección en que se hallaba Gabriel, como si pudiera verle.
– Parece que tienes prisa -dijo.
– Tengo bastante que hacer -repuso Gabriel, dispuesto a marcharse.
– Hay algo que quería preguntarte.
Gabriel se detuvo.
– He pensado que tal vez no te importaría hacer un viaje a Suecia de un mes o dos -continuó Ingmar-. Creo que tu padre se alegraría mucho de verte.
– No sé cómo se te ha podido ocurrir semejante idea.
– Si te apeteciera acompañarnos yo costearía los gastos del viaje.
– ¿De verdad? -dijo Gabriel.
– Sí. He pensado que me gustaría darle al bueno de Hök Matts la alegría de verte de nuevo antes de que muera.
– Por lo visto, pretendes llevarte toda la colonia -comentó Gabriel con ironía.
Ingmar se quedó sin habla. Convencer a Gabriel de que los acompañara a Suecia había sido su última esperanza. «Creo que Gertrud acabaría queriéndole si él viniese con nosotros -había pensado-. Comparten una misma fe y se han acostumbrado a estar juntos aquí en la colonia. Además, el hecho de que él la ame debería contribuir lo suyo.» Al cabo de unos instantes, sin embargo, volvió a renovar sus esperanzas. «Tal vez la culpa sea mía, se lo he pedido mal», pensó.
– Bueno -dijo-, para serte franco te diré que te lo pido sobre todo por mí.
Gabriel no respondió. Así que Ingmar continuó:
– No logro hacerme a la idea de cómo nos irá a Gertrud y a mí en este viaje tan penoso. Si tengo que hacerlo en mi actual estado, con los ojos vendados, me resultará muy difícil arreglármelas con los pequeños botes de remos que le llevan a uno a los vapores. Y tampoco me será fácil trepar por escalas y cosas por el estilo. Nos resulta casi imprescindible un acompañante.
– En eso seguramente tienes razón -dijo Gabriel.
– Gertrud tampoco sabrá comprar los pasajes.
– Estoy de acuerdo en que deberías llevar a alguien contigo -asintió Gabriel.
– Me alegra que lo comprendas.
– Deberías proponérselo a Hellgum. Él es el que está más acostumbrado a viajar de todos nosotros.
Ingmar volvió a callar. Cuando habló de nuevo, se sentía muy abatido.
– Había esperado convencerte de que vinieras.
– No, de mí no lo esperes -dijo Gabriel-. Yo soy muy feliz aquí en la colonia. Puedes conseguir que cualquiera de los otros colonos te acompañen.
– No es lo mismo llevarse a uno que a otro. Te conozco mucho más a ti que a los demás.
– Sí, pero yo no puedo ir -dijo Gabriel.
Ingmar se inquietaba cada vez más.
– Me decepcionas. Pensaba que lo que dijiste acerca de que querías ser mi amigo significaba algo.
– Te agradezco el ofrecimiento pero no me harás cambiar de opinión -replicó Gabriel-. Y ahora debo ir a ocuparme de mis asuntos.
Y se apresuró a marcharse sin darle a Ingmar tiempo para añadir ni una palabra.
Nadie hubiera dicho que Gabriel tuviera tanta prisa como afirmaba, pues salió por el portón con parsimonia y se sentó bajo el gran sicomoro. Ya había anochecido y no quedaba ni rastro de claridad diurna; pero las estrellas y una pequeña y penetrante luna nueva daban a la noche una bella luminosidad.
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