Tessa Korber - La Reina de Saba

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La pequeña Simún ha nacido tullida de un pie, no conoce a su madre y vive con su abuelo al borde del desierto, donde crece cuidando cabras. Un día, al fin ve confirmado su presentimiento de ser especial: una riada arrasa su poblado de pastores y ella acaba en la portentosa ciudad de Saba, uno de cuyos príncipes, descubre, es su padre. Sin embargo, la ciudad está gobernada por un tirano asesino de muchachas que cada año celebra una boda sangrienta.
La joven está convencida de que sólo ella tiene la fuerza y el poder necesarios para destruir a ese hombre, pues sabe que es la única que también carece de escrúpulos para matar. Con todo, cuando Simún, ya mujer, sube al trono de Saba después de lograr la hazaña, descubre que está rodeada de enemigos y amigos insidiosos. Para hacer valer su poder y salvar al reino de Saba de la destrucción, tendrá que superar pruebas sobrehumanas.
Plena de imágenes históricas magnificas, La reina de Saba transporta al lector a un pasado remoto habitado por personajes movidos por el poder, el amor y la libertad. La fastuosa y fascinante novela de Tessa Korber consigue que el mito de la legendaria soberana ele Saba cobre vida de manera cautivadora.

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Con una sonrisa forzada, pero muy intranquila, Shams escuchaba el parloteo que se oía a su alrededor, del que no entendía ni una palabra pero que le parecía hostil. Agradeció entrar en la sombra de la torre de las puertas, atravesó el túnel en el que ya sólo resonaban sus pasos y, al otro lado, se mezcló con el gentío anónimo de las calles.

No quería ir a ningún lugar en concreto y tampoco sabía adonde dirigirse, de modo que se dejó llevar por la decidida muchedumbre que la rodeaba. Se detuvo un momento a admirar las vasijas que giraban en los tornos de los talleres abiertos, curioseó sin demasiado ánimo entre las montañas de telas de un puesto de ropa usada cuyo vendedor anunciaba los precios a voz en grito por encima de sus cabezas y, cuando el estómago empezó a rugirle, llegó a un trato con una mujer que tenía el fogón encendido junto a la calle y preparaba unas tortas que chorreaban grasa.

Siguió adelante masticando, evitó las mayores apreturas para que no le dieran empujones, dobló varias esquinas y acabó, cuidando más de no mancharse con el aceite que de dónde ponía el pie, en una callejuela de pequeñas casitas. Un delgado chorro de agua caía de una gárgola con forma de hocico de toro a un pilón. Shams se lavó los dedos con gusto y se enderezó dando un suspiro de satisfacción. Ante ella, un jazmín se encaramaba por la alta tapia de un jardín, una resplandeciente nube blanca llena de zumbidos de abejas. Por detrás, una palmera ofrecía sombra extendiendo su follaje, que en aquella luz casi brillaba de color plata. El sol caldeaba la caliza amarillenta contra la que se apoyó. Allí se estaba en calma, no había nadie.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Shams a su acompañante, que miró en derredor y se encogió de hombros.

Desde aquel lugar no se veían los altos muros del templo, que todo lo dominaban y con los que se habían orientado más o menos hasta entonces. Shams, confusa, se volvió a derecha e izquierda y señaló hacia un pasaje adoquinado que se extendía entre dos muros.

– ¿Probamos por ahí?

Antes aún de haber dado un segundo paso en aquel callejón, un perro de color pardo se abalanzó hacia ella desde una hornacina, un chucho callejero como muchos otros. La mayoría dormitaban sin que nadie les prestara atención junto a los muros, en los huecos de las puertas o en descampados, donde sólo se los veía cuando se levantaban, desperezándose, para acercarse a un paseante moviendo la cola con inseguridad y mendigar un poco de comida. Ese chucho, sin embargo, le cerraba el paso gruñendo con furia. Tenía el sarnoso pelaje erizado y tiraba los belfos hacia atrás para enseñarle su dentadura babeante. El animal se inclinó mucho y la miró con los ojos torcidos hacia arriba, el profundo sonido de su garganta gruñía amenazadoramente.

El acompañante de Shams ya había sacado su lanza, pero, antes de que pudiera llevársela al hombro e interponerse entre la bestia y ella, el perro saltó hacia delante y le hincó los dientes en la pantorrilla. Shams profirió un grito penetrante y sacudió la pierna instintivamente para quitarse de encima al perro, que, sin embargo, no la soltaba y empezó a moverse en círculos. El guardián de Shams daba vueltas con él, lanza en mano, pero apuntando con inseguridad, temiendo siempre herir a la mujer. Al final le dio la vuelta al arma y le asestó al perro un fuerte golpe con la vara de madera en la columna. Shams sintió un gran alivio cuando los dientes se separaron de su carne y aquel peso extraño cayó de su pierna. El animal, sobresaltado, dio media vuelta, retrocedió aullando y salió disparado con la cola entre las piernas hacia la siguiente esquina antes de que pudiera caerle un segundo golpe.

Shams gimoteó. El susto fue remitiendo, pero enseguida llegó el dolor. Se dejó caer contra su acompañante, moviendo los brazos con impotencia, y se alzó las faldas para examinar la herida, preparada para ver la carne viva y desgarrada del músculo. Desconcertada, vio que sólo tenía dos diminutos orificios de los que manaba un delgado hilillo rojo. ¿Por eso le dolía la pierna como si fuera a estallarle?

La calleja cobró vida. Se abrió una puerta y en su umbral apareció una mujer que hablaba con alguien que seguía dentro. Por encima de ellos se oyeron los postigos de las ventanas, a las que se asomaron cabezas curiosas cuyos propietarios pronto empezaron a intercambiar abundantes comentarios. No tardaron en cruzarlos de casa en casa por todo el callejón. Alguien señaló en la dirección por la que había desaparecido el perro y exclamó calle abajo algo que parecía una acusación.

Shams sacudió la cabeza con desamparo y dijo algo en su lengua. ¡Una extranjera! El revuelo de voces que los rodeaba se aplacó un momento y luego arremetió con más ímpetu aún. Entretanto, parecía que el insistente sermón de la mujer de la puerta logró lo que se proponía, pues del interior de la casa salió un anciano. Su aparición hizo callar a todos los demás. Se acercó a Shams con paso tranquilo, le ofreció la mano y la ayudó a levantarse. La muchacha vio entonces que era algo más bajo que ella. Su pelo blanco era tan largo como su barba, y ondeaba desgreñado en la leve brisa, tocado tan sólo por un gorro circular que llevaba en la coronilla. El hombre sonrió. Shams no comprendía lo que le decía. Estaba completamente hechizada por sus ojos, que eran de un azul claro y lechoso, como el cielo en las primeras luces de la mañana. Entonces le pareció que era ciego, pero le sonreía y señalaba a su casa invitándola a entrar de una forma que demostraba sin lugar a dudas que tenía una vista excelente.

Shams estuvo a punto de alzar una mano para tocar esos ojos insólitos, pero logró reprimirse, se ruborizó y quiso deshacerse de su mano, que seguía aferrándole la muñeca.

Sin embargo, el extraño la sostenía con fuerza.

– Estás herida -dijo, y Shams tardó un rato en comprender que lo entendía, y por qué.

Había utilizado la lengua de los nabateos, que ella había aprendido durante las largas horas del viaje gracias a su intérprete.

– Te ayudaré.

El anciano no hizo caso de la leve vacilación con la que Shams se le resistía y siguió tirando de ella hacia la oscura entrada de la casa, pero entonces se dio cuenta y le hizo un gesto a su acompañante para que los siguiera también. Los dos sabeos cruzaron una mirada de confusión y, tras dudarlo brevemente, entraron en la casa de su nuevo conocido.

El pasillo los rodeó de una oscuridad que los dejó casi ciegos. Tardaron un rato en distinguir las puertas que se abrían en el corredor, que doblaba hacia la derecha desde donde estaban ellos y daba a un patio umbrío. Allí había una hilera de gente sentada en bancos bajo unas palmeras, esperando -según parecía- pacientemente. Su anfitrión los saludó a todos con una cabezada y algunas palabras, fue contestado con respeto e hizo pasar a Shams por delante de todos hasta un taburete en el que la hizo sentarse. El tomó asiento en un escabel que acercó hasta ella. Shams miró por encima de la cabeza del anciano a todos los que esperaban y de repente comprendió que estaban enfermos.

Aquel hombre de allí, el del rostro transido de dolor y una cataplasma en la mejilla hinchada, tenía una muela mala, sin lugar a dudas. El viejo que estaba sentado a su izquierda llevaba una venda sucísima en el pie. Aquel niño acurrucado en el regazo de su madre tenía un sarpullido que saltaba a la vista. Con gran lástima contempló Shams el rostro de un ser cuyo sexo no pudo adivinar bajo sus andrajosos ropajes. En el centro de su cara, sin embargo, donde debiera haber estado la nariz, se abría tan sólo un irregular agujero negro.

Entonces sintió que el viejo le levantaba el dobladillo de las faldas. Sin reparar en su estremecimiento, le dejó la pierna al descubierto y le puso el pie en su regazo. El hombre frotó unas cuantas veces la mordedura con sus dedos secos y, mientras tanto, empezó a pronunciar una larga conferencia de la que Shams no entendió una palabra a un chico de unos doce años que estaba acuclillado junto a él y miraba fijamente los puntos sangrantes. El anciano preguntó algo y el joven respondió. Al levantarse presuroso para ir por algo, le lanzó a Shams una rauda mirada con unos orgullosos ojos que eran tan azules como los del viejo.

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